– Pero… -Las marchas se atascaban en el cerebro de Thatcher. Vio que había cajas para especímenes en la parte trasera del vehículo-. ¿Qué son esas cajas, sargento?
– Cuando me alejaba de aquí me topé con un puñado de intelectuales cagados en las patas, sin ánimo de ofender, señor, que me pidieron que llevara algunos especímenes de regreso a la base. Fumigaron las copas de los árboles y dejaron fuera de combate a algunas ratas.
Thatcher vio que en las etiquetas de las tapas habían escrito «Ratas Henders».
– O sea, que se trata de especímenes vivos…
– No por mucho tiempo -repuso Cane-. En el campamento base les asestarán algunos golpes y después las congelarán.
– ¿Cómo explicaremos eso? Quiero decir, si los demás no regresan con nosotros, ¿cómo explicaremos de qué modo conseguimos esos especímenes?
– Eso ya no tiene importancia, señor. Sólo diremos que sorprendimos a los demás intentando sacar especímenes vivos de la isla: en otras palabras, diremos la verdad. Mis órdenes son claras, no importa lo que usted quiera hacer. Ahora esta misión es oficial y nada hipotética, señor.
– De acuerdo -dijo Thatcher con un hilo de voz. Miró nuevamente las cajas de aluminio con especímenes vivos, pensando a toda prisa en diferentes escenarios posibles y, al ver tres barras en línea, decidió jugar-. Deme una arma, sargento. No quiero quedarme sentado aquí desarmado.
Cane hizo un pausa y estudió al científico durante un momento. Luego llevó la mano a la pistolera que le cruzaba el pecho, la desabrochó y le entregó la Beretta a Thatcher.
Cane se dispuso a abrir la puerta. Thatcher estaba a punto de alzar la pistola hacia la cabeza del sargento tan pronto como se volviera para salir del vehículo, pero el soldado se volvió hacia él. Entonces, a través de la ventanilla detrás de Cane, Thatcher vio al gigantesco spiger que se alzaba detrás del soldado como la marquesina de neón del hotel Flamingo.
Thatcher hizo un esfuerzo por mantener la calma y dejó la pistola sobre su regazo.
– ¿Está seguro de que no quiere venir conmigo? -El sargento pareció dudar-. Podría ser peligroso quedarse aquí si aparece uno de esos spigers.
– Esperaré -dijo Thatcher.
– Regresaré cuando haya acabado mi trabajo -prometió Cane-. Volveré en seguida.
Cuando el joven soldado abrió la puerta para salir del vehículo, una púa negra arrancó la puerta de sus goznes. Una segunda púa abrió en canal a Cane desde el cuello hasta la pelvis y lo levantó fuera del Hummer como si de una grotesca marioneta se tratara.
Thatcher se instaló en el asiento del conductor y giró la llave en el contacto. Cuando el Hummer se puso en marcha, metió primera y aceleró mientras el spiger, acompañado de otro, y luego de un tercero, destrozaba al soldado caído.
Thatcher se acomodó en el asiento y aferró el volante con ambas manos. Estaba seguro de haber visto por el espejo retrovisor que dos de los spigers se habían lanzado tras él.
Dirigió el vehículo ladera abajo, cogió el teléfono vía satélite que estaba en el asiento y una de las cajas de especímenes de la parte trasera, luego puso el Hummer en punto muerto y saltó fuera del vehículo, rodando por el suelo.
Thatcher vio que el Hummer vacío aumentaba la velocidad en la ladera oscura, perseguido por los dos spigers más pequeños. El grande, después de haber acabado con Cane, se lanzó a la carrera para unirse a la cacería.
Thatcher se levantó y echó a correr. La extraña casa en el árbol de la criatura estaba a unos cincuenta metros, y apenas si podía sostener la caja con el espécimen debajo del brazo. La pistola de Cane se le había caído en alguna parte, pero no pensaba detenerse a buscarla.
Los ojos traseros y el cerebelo del spiger alfa detectaron al zoólogo, que corría ladera arriba detrás de ellos. La enorme bestia abandonó la caza del Hummer, se volvió al instante y se lanzó a por Thatcher. Los otros spigers lo siguieron.
Thatcher cambiaba la caja de un brazo a otro, respirando» agitadamente mientras una nube de gases pútridos cubría el terreno púrpura.
Los spigers avanzaban a toda velocidad, adelantando sus poderosas patas «intermedias» y clavando sus colas y sus patas traseras para impulsarse hacia adelante. A mitad del salto plegaban las colas claveteadas debajo del cuerpo para absorber el impacto del aterrizaje y apoyaban los brazos delanteros provistos de púas en el suelo para seguir avanzando mientras su patas intermedias se apartaban, y las colas y las patas traseras volvían a impulsarlos hacia adelante.
Thatcher jadeaba y resoplaba mientras saltaba sobre los brillantes tréboles que brotaban en la ladera de la colina bañada por la luz de la luna. Metió el teléfono de Cane en el bolsillo interior del chaleco y no miró hacia atrás. Apenas si registró el ruido distante del Hummer cuando cayó por el risco en dirección a la selva. Cuando el vehículo explotó, distrayendo a los spigers por un instante, bajó la cabeza y corrió tan velozmente como pudo.
21.08 horas
En los monitores del centro de control del Trígono, tres operadores de radio del ejército registraron los movimientos de Azul Uno en el teatro de operaciones.
– ¡Azul Uno acaba de hacer un descenso en picado! -informó uno de ellos, volviéndose hacia el oficial al mando en la sala de comunicaciones.
El oficial al mando de guardia abrió un canal de radio.
– Azul Uno, ¿cuál es su situación, maldita sea?
– No creo que puedan responder, señor -dijo el operador con la vista fija en la pantalla-. Deben de haberse precipitado unos quince metros por el acantilado antes de caer en la selva.
– ¿Cuándo se comunicaron por última vez?
– Hace unos veintitrés minutos, señor. Estaban recogiendo especímenes.
El icono que representaba el radiofaro de respuesta del Hummer desapareció de pronto del mapa en sus pantallas.
– ¡Mierda! -exclamó el oficial-. Enviad un helicóptero de búsqueda y rescate, pero que nadie salte del aparato. No pienso dejar a ningún soldado más en esta maldita isla, ¿entendido?
– ¡Sí, señor! Pero en el Azul Uno viajaban algunos vips, señor. Veamos…, el doctor Cato, el doctor Redmond y el doctor Binswanger… y Nell Duckworth. Además de ese superviviente que recogieron.
– ¡Oh, joder! Llamaré al general Harris. ¡La mierda nos salpicará a todos por esto, muchachos! ¡Joder! Mi orden sigue en pie, teniente. Que nadie salte allí bajo ninguna circunstancia.
– ¡Sí, señor, coronel! ¡Afirmativo!
21.09 horas
Thatcher recorrió con enorme esfuerzo los últimos tres metros mientras los tres spigers acortaban la distancia detrás de él, llegando a sólo un salto de su presa. Thatcher empujó la puerta y la abrió justo cuando el spiger alfa aterrizaba en el umbral.
Thatcher alcanzó a oír el silbido de sus brazos claveteados cortando el aire detrás de su cabeza cuando cerró la puerta de la casa de Hender, jadeando en busca de aire. Retiró la etiqueta de la tapa de la caja de los especímenes y luego comenzó a subir la escalera de caracol. Mareado y tambaleándose, Thatcher pensó que su presión sanguínea haría que los ojos salieran de sus órbitas despedidos como corchos.
21.09 horas
Las señales de alarma del spiger alfa se activaron cuando percibió las feromonas del árbol y las feromonas de alarma de otras criaturas que se habían acercado hasta el lugar. Pero el spiger estaba desorientado. El flujo electromagnético generado por la actividad sísmica de la isla interfería con sus instintos y hacía que fallara el encendido en sus cerebros.