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El spiger adelantó la cola y la clavó en la tierra, alzando sus gigantescas patas traseras mientras bajaba la cabeza frente a la casa de Hender.

Luego lanzó su poderoso cuerpo hacia adelante, golpeando con sus brazos claveteados, e hizo añicos la puerta con la cabeza.

Cuando se introdujo en el fuselaje, las fosas nasales del spiger alfa situadas en la frente olisquearon el aire y encontraron el rastro de Thatcher, que ascendía por la escalera.

21.10 horas

Nell observó a Hender, que llevaba a Copepod con cuatro manos mientras se balanceaba hacia la crujiente cesta.

– ¿Dónde está Thatcher? -preguntó Andy desde la cesta, y su voz reverberó en el risco.

– No lo sé -dijo Nell mirando a su alrededor.

– Me gustaría saber qué fue esa explosión. -Geoffrey estaba junto a Andy en la cesta.

– ¡Que le den a Thatcher, larguémonos! -dijo Andy.

– Iré a recoger la última caja y averiguaré qué le ha pasado -dijo Nell.

Se volvió y entonces vio a Thatcher, con el rostro encendido mientras respiraba agitadamente, abrazado a una gran caja de aluminio. Ella lo miró de arriba abajo.

– Buena sincronización, Thatcher. ¡Vamos!

Nell cogió la caja de sus manos y observó su expresión de sorpresa.

Sin perder un segundo le pasó la caja a Hender, quien se balanceó de una rama a otra y arrojó la caja a los que ya estaban dentro de la cesta antes de regresar junto a Nell.

– Es nuestro turno -le dijo Nell a Thatcher.

El zoólogo estaba de pie en el borde del acantilado, mirando la fila de escalones que se proyectaban sobre el abismo.

– ¡Dios mío! -exclamó-. No puedo hacerlo.

– ¡Hender! -llamó Nell.

21.10 horas

El spiger extendió sus patas delanteras llenas de púas dos metros delante de él y comenzó a subir velozmente por el túnel de escaleras en forma de espiral.

Puesto que carecía de vértebras, la enorme bestia se estiraba hacia adelante mientras las patas unidas a sus tres anillos de hueso encontraban puntos de apoyo y lo impulsaban hacia lo alto de la escalera como si de un poderoso muelle se tratara.

Los otros dos spigers se abrieron paso furiosamente como gusanos a través del sinuoso túnel detrás del primero.

21.11 horas

Las parejas de hendrópodos cogieron a Thatcher. Estaba paralizado por el pánico y eso hacía que el trabajo de las criaturas fuera mucho más difícil. Lo llevaron a través del puente en forma de escalera de mano hasta dejarlo caer finalmente sin demasiada consideración dentro de la cesta.

La puerta en el tronco del árbol saltó en mil pedazos.

Nell se volvió en el momento en que un par de púas de casi dos metros de largo atravesaban la puerta destrozada.

Un enorme spiger alfa pasó apretadamente hasta la rama que estaba a diez metros detrás de ella. La bestia plegó sus patas con púas debajo del cuerpo como una esquila de agua mientras avanzaba velozmente, estudiándola con movimientos rápidos de sus ojos multicolores. Ondas de luz anaranjada, amarilla y rosada recorrían sus rayas sinuosas en torno a sus mandíbulas.

– ¡Nell, peli-gro-so! -gritó Hender.

– ¡Venga, Nell! -gritó Andy desde la cesta unos metros más abajo.

Las mandíbulas verticales del spiger, de casi un metro de alto, se abrieron completamente y Nell pudo percibir su aliento fétido cuando se elevó sobre sus patas traseras.

– ¡Nell! ¡Salta!

Ella saltó, cogiéndose del primer peldaño horizontal. Hender estaba allí para ayudarla, pero Nell se balanceó hábilmente de un peldaño a otro mientras Hender retrocedía rápidamente delante de ella con cuatro de sus manos y sin dejar de vigilar al spiger.

La enorme criatura avanzó hasta el borde de la rama a la que había saltado, olisqueando a Nell, los ojos de la cabeza y las ancas fijos en su presa… Luego se impulsó con las seis patas y la cola a través del aire en pos de Nell.

Hender cogió a la joven con las piernas y dos de sus brazos, tirando de ella hacia adelante justo cuando las púas del spiger rasgaban el aire a escasos centímetros de su cabeza.

El spiger cayó a plomo más allá de la cesta, cerrando las fauces delante de la cara de Thatcher, y continuó la caída con un aullido penetrante que se prolongó durante los doscientos metros hasta el mar.

Hender dejó a Nell en la cesta y saltó dentro detrás de ella.

El grueso cable de cuerda había sido tejido aparentemente con alguna clase de fibra de color verde claro. La cesta estaba hecha de la misma fibra amarrada a grandes placas de esqueleto de alguna criatura, quizá de una megaesquila de agua. La cesta crujía y se tensaba, peligrosamente sobrecargada.

– ¡Muy bien! -dijo Hender.

Los otros hendrópodos entonaron una cacofonía musical mientras los dos spigers más pequeños atisbaban por encima del borde de la rama, tratando de calcular la distancia que los separaba de la cesta que se balanceaba como un festín delante de ellos.

– ¡Debemos irnos ya! -le gritó Zero a Hender.

Pero Hender permanecía inmóvil mirando hacia arriba.

– ¡Muy bien, colegas! -gritó.

Estiró el brazo un par de metros hacia arriba y tiró de una cuerda que liberaba la polea. La cesta descendió haciendo girar la enorme rueda.

Los hendrópodos, normalmente seres solitarios, se aferraban unos a otros en el centro de la cesta sin apartar la vista de los dos spigers que habían quedado en la rama unos metros más arriba.

La isla que había sido su hogar y todo su mundo desaparecía en la oscuridad a medida que la cesta continuaba el descenso.

Geoffrey y Nell se encontraron tendidos el uno junto al otro sobre sus estómagos, mirando el mar por encima del borde de la cesta mientras descendían por el antiguo acantilado. Geoffrey agitó un frasco lleno de bichos fosforescentes hacia un lado.

– Unos movimientos impresionantes, los tuyos, Duckworth. Por un momento pensé que te perdíamos.

– Gracias. Siempre he sido un marimacho.

– Por si no lo conseguimos, sólo quería decirte… -La miró con expresión ansiosa-. No existe nada más sexy que una mujer brillante, aunque tenga un apellido divertido.

– ¿Quieres decir que no soy guapa? -dijo ella.

– Quizá no he sabido explicarme…

Ella se echó a reír y le dio un beso rápido en los labios mientras seguían el descenso hacia el mar agitado.

– Por si no lo conseguimos -dijo ella.

21.17 horas

La tripulación del Trident divisó la débil luz que bajaba por el acantilado y el capitán Sol accionó la palanca del cabrestante para soltar la Zodiac.

Dos miembros de la tripulación remaron en la Zodiac mientras se desenrollaba el cable del cabrestante.

– Podría funcionar, capitán -dijo Cynthea, de pie junto a él en la popa del Trident.

– Sí, podría funcionar, Cynthea.

El capitán Sol suspiró cuando la cubierta se alzó por efecto de unas grandes olas que se movieron debajo del barco.

El segundo oficial Samir el-Ashwah y el tripulante Winger remaban en la Zodiac.

– Hasta ahora vamos bien -dijo Samir-. Tranquilo, colega.

Winger vio que el Trident se alzaba sobre una ola detrás de ellos.