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21.41 horas

Nell le indicó a Hender que la siguiera y él se encargó de decírselo a sus compañeros, quienes saltaron sobre dos patas por la escalera hacia el casco central del Trident, bamboleando las cabezas y estirándose y contorsionando el cuerpo mientras sus ojos miraban en todas direcciones.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Geoffrey.

– Al gimnasio.

– ¿Hay un gimnasio en el barco?

– Querían que todos tuviéramos unos abdominales de acero. ¿Acaso no viste el programa?

– No.

– Gracias a Dios. Muy bien, Hender. Por aquí.

Nell los hizo entrar en el gimnasio del barco, una sala grande y blanca llena de flamantes equipos para realizar ejercicios físicos. En una zona en el extremo de la sala había seis cabinas con duchas y, aparte, una zona de vestuario con bancos de madera.

Nell los condujo hasta las cabinas con duchas y abrió la última de la derecha. Estiró la mano y abrió el grifo.

– ¡Agua no! -dijo Hender.

– Agua buena. No sal. ¿Lo ves? -Nell se mojó la mano y se la llevó a la boca-. ¿De acuerdo?

Hender acercó la mano con cautela y tocó el agua.

– ¡De acuerdo!

– Podéis entrar y…

Antes de que pudiera acabar la frase, Hender entró en la cabina y su pelo se convirtió en un tembloroso arco iris mientras sentía que el agua se calentaba.

– Oooohhhh…

– ¿Bien?

– Bieeeennnn. -Hender suspiró extasiado.

Nell se echó a reír.

Los demás hendros abrieron las otras cabinas sin ayuda, giraron el grifo sin apenas dificultad y entraron.

– ¡Caray, lo han entendido a la primera! -dijo Geoffrey.

Se dio cuenta de que le temblaban las manos. Incluso como científico, especialmente como científico, sentía una mezcla de admiración y temor religioso en presencia de los hendros. El simple hecho de ver cómo sus cabezas asomaban por encima de las cabinas de las duchas para mirarse unos a otros, riendo y gorjeando, era una revelación del humilde poder de la vida que podía convertir las fantasías en realidad, e incluso dotar la materia con una chispa divina. Miró a Nell, quien había estado observándolo todo el tiempo. Se encogió de hombros sin decir nada.

– Lo sé -susurró ella.

Andy entró entonces con una pila de toallas.

– ¡Justo a tiempo! -dijo Nell-. ¡Se están duchando!

– ¡Ahhh! -Uno de los hendros lanzó un chillido y la puerta de la ducha más próxima a Geoffrey se abrió de golpe mientras la criatura saltaba fuera, agitándose y goteando.

Geoffrey entró en la cabina y giró el grifo para ajustar la temperatura del agua.

– Así está mejor. ¡Muy bien ahora! -Geoffrey asintió mientras el color del hendro viraba lentamente de un rojo intenso a los habituales y cálidos azules y verdes.

El hendro entró en la cabina e hizo girar el grifo adelante y atrás con una mano, probando la temperatura del agua con cinco dedos simétricos. Luego canturreó una escala descendente de extrañas consonantes. Hender le contestó con una escala ascendente desde su cabina. Entonces el hendro azul volvió a meterse en la cabina y cerró la puerta con un suave clic.

– Espero que dejen algo de agua caliente -dijo Geoffrey-. Yo también necesitaría una ducha.

– Todo cuanto quiero es quitarme esta ropa mojada -dijo Nell-. Y dormir una semana seguida. Andy, ¿podrías encargarte de ellos? Puedes darle a cada uno de ellos un camarote en el pontón de estribor.

– Claro, Nell. ¿Adónde vas?

– De compras -contestó ella-. Vamos, Geoffrey.

Geoffrey enarcó las cejas pero no dijo nada mientras la seguía por el corredor hasta una gran habitación que había delante del gimnasio.

Era el vestidor más grande que Geoffrey había visto nunca. Filas de prendas ordenadas por sexo y talla pendían de largos colgadores que se extendían a todo lo largo de la habitación.

– Esto debería quedarte bien. -Le lanzó unos vaqueros y una camiseta-. Calcetines y ropa interior allí.

Nell señaló unas altas estanterías cerca de la puerta.

– Increíble.

– Sí -convino ella, cogiendo unos pantalones caqui de una percha. A continuación buscó una camiseta como la de Geoffrey y sacó unas bragas y unos calcetines de un cajón.

– Con esto debería bastar. Ahora vayamos a tomar esa ducha.

Geoffrey cogió unos calzoncillos de un estante y se alejó de la puerta mientras ella apagaba la luz y la cerraba.

– Estar en un estudio de televisión flotante tiene algunas ventajas -dijo Nell.

– ¿Hay suficiente agua para tantas duchas? -preguntó Geoffrey, apurando el paso detrás de ella.

– Sí. Hay una planta desalinizadora a bordo. Doce mil litros por día.

– Asombroso. Pienso usar diez mil ahora mismo.

Cuando regresaron al gimnasio, los hendros ya habían salido de las duchas, cada uno de ellos sosteniendo un par de toallas en las manos mientras miraban a Andy imitar los movimientos de alguien que se seca la espalda. Dos de ellos trataron de copiar sus movimientos antes de dejar caer las toallas, sacudir sus cuerpos y lanzar agua en todas direcciones.

– Muy bien, eso funcionará -dijo Andy-. Oh, ¿qué hay, muchachos?

– Hola, Andy.

Zero entró en el gimnasio con la cámara cargada con un nueva tarjeta de memoria.

– ¿Me he perdido mucho?

– Acaban de ducharse -dijo Nell.

– ¡Oh, vaya!

– Muy bien, Hender -dijo Andy-. ¡Vamos a dar un paseo! Los llevaré a sus camarotes, Nell.

– ¿Dónde los alojaremos? -preguntó Zero.

– En el pontón de estribor.

– Oh, sí. Iré con vosotros -le dijo Zero a Andy-. ¿Vienes, Nell?

– Tenemos que quitarnos esta ropa. Luego os alcanzamos.

Andy miró a Geoffrey por un momento y luego a Nell.

– Claro. -Sonrió, y estrechó la mano de Geoffrey-. Bueno…, gracias. -Luego miró a Nell y sonrió, asintiendo con la cabeza al marcharse-. ¡Sígueme, Hender!

Los hendros siguieron a Hender y a Andy mientras Zero cerraba el grupo con la cámara en el ojo.

Nell cerró la puerta del gimnasio.

– Bien, imagino que la mejor manera de hacer esto es quitarnos la ropa dentro de las cabinas de las duchas. Luego yo puedo salir primero para vestirme y después sales tú.

– Sí, eso podría funcionar -asintió Geoffrey, contento de tener un plan.

Ambos dejaron la ropa limpia sobre los bancos delante de las taquillas y luego se quitaron los calcetines y el calzado.

Nell miró su única zapatilla Adidas gastada, ya que la otra había caído al mar.

– Mis zapatillas favoritas -murmuró.

– Lo siento, tu pie era más importante. ¿No hay zapatos a bordo?

– Oh, sí. Cuando hayamos terminado de ducharnos iremos a buscar unos pares.

Se dirigieron hacia las duchas aturdidos como adolescentes y ambos se recordaron a sí mismos que eran adultos maduros y dignos de confianza. Geoffrey eligió la ducha que estaba en el extremo de la derecha y ella se metió en la cabina contigua.

Abrieron los grifos y comenzaron a dejar las prendas mojadas de agua de mar sobre las mamparas divisorias.

– ¿Hay champú ahí? -preguntó ella.

– Eh, sí.

El brazo de Geoffrey pasó por encima de la cabina con una botella de champú.

– Gracias.

Nell le tocó la mano al coger el bote y comenzó a canturrear mientras se lavaba el pelo.

– Tú sales primero, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. -Nell se enjabonó y luego se enjuagó, tratando de olvidar que ambos estaban desnudos-. ¿Necesitas el champú?