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Después de veintiún miserables días en alta mar, la sola señal de socorro era causa de celebración. Pero la posibilidad de desembarcar en una isla inexplorada provocó una estruendosa salva de aplausos de todos los presentes.

– La isla tiene poco más de tres kilómetros de ancho -dijo Glyn, animado. Leía la información de unas tarjetas con apuntes que Nell le había preparado-. Puesto que se encuentra situada por debajo del paralelo 40, una zona muy traicionera que los marinos llaman los «Locos años cuarenta», las rutas de navegación oceánica la han evitado durante los últimos doscientos años. En este momento nos dirigimos hacia lo que muy bien podría ser el trozo de tierra geográficamente más remoto del planeta. Este espacio vacío del océano tiene el tamaño de la masa continental de Estados Unidos y lo que sabemos de él es equivalente aproximadamente a lo que se puede ver de Estados Unidos desde su sistema de autopistas interestatales. Así de escasamente frecuentada sigue estando hoy esta parte del mundo. ¡Y en esta zona el lecho marino está menos cartografiado que la superficie de Marte!

Glyn recibió un murmullo de reconocimiento por parte de la gente y continuó con su relato.

– Existen muy pocos informes de alguien que haya avistado esa isla, y sólo uno escrito por alguien que efectivamente desembarcó en ella, recogido en 1791 por Ambrose Spencer Henders, el capitán del buque de guerra Retrihution.

Glyn desplegó una copia del cuaderno de bitácora del capitán Henders. Ésa había sido la extraordinaria mirada a lo desconocido que había disparado la imaginación de Nell, entonces aún una estudiante universitaria, nueve años antes. Sin tropezar demasiado con los arcaísmos y las abreviaturas náuticas, Glyn comenzó a leer:

Viento del oeste-suroeste a las cinco de la mañana con el que viramos hacia el oeste, y a las siete divisamos una isla de poco más de tres kilómetros de ancho que no pudimos encontrar en la carta de navegación, situada a 46° de latitud sur y 135° de longitud oeste. No hay fondo para echar el ancla alrededor de la isla. Navegamos a lo largo de la costa buscando un lugar apto para desembarcar, pero la isla está completamente rodeada de altos acantilados. Con nuestras esperanzas frustradas y no queriendo perder más tiempo del que teníamos, ordené que todo el mundo ocupara sus puestos para virar cuando, a las cuatro de la tarde, un hombre divisó una fisura de la que brotaba agua que manchaba de oscuro el acantilado. El señor Grafton pensó que se podía alcanzar esa fisura con una chalupa, de modo que bajamos un bote inmediatamente y los hombres llevaron algunos toneles para llenarlos con agua dulce.

Recogimos tres toneles de una cascada que había dentro de la grieta. Sin embargo, en la empresa perdimos a Stephen Frears, un hombre de fuerte naturaleza muy querido por todos y a quien echaremos terriblemente de menos, así que juzgamos que era demasiado grande el riesgo de enviar a otro hombre.

Atendiendo a las exhortaciones de nuestro capellán y habiendo determinado que la isla no era habitable y tampoco accesible para los malvados tripulantes del buque de guerra Bounty, partimos con prisa y abatidos nuestro rumbo hacia el oeste en dirección a Wellington, donde todos esperamos con ansiedad un puerto amigable.

Capitán Ambrose Spencer Henders, 21 de agosto de 1791

Glyn dobló la gastada copia impresa que Nell le había dado.

– Eso es todo. El único informe que existe de un desembarco en la isla. Si podemos encontrar una forma de acceder al interior, seremos los primeros en explorar la isla olvidada del capitán Henders.

Glyn asintió y sonrió en dirección a Nell.

Se produjo una sonora salva de aplausos y Copepod ladró.

– De modo que, después de todo, las tormentas han servido para algo -dijo el capitán Sol-. Poseidón nos ha situado rumbo a ayudar a un compañero que se encuentra en dificultades. ¡Y todos tendremos la oportunidad de visitar uno de los últimos confines de la Tierra, un lugar en el que no ha estado antes ningún hombre!

El capitán Sol alzó su puño al cielo en un gesto melodramático.

19.07 horas

– Dios bendiga al capitán Sol -murmuró Cynthea en la sala de control, señalando con la goma en el extremo de su lápiz las diferentes pantallas mientras todos brindaban y aplaudían-. Tendremos que incluir algo de música como fondo del discurso de Glyn y editarlo de inmediato.

– Sí, eso estuvo a punto de matarnos -convino Peach.

– Encuentra algo relacionado con el mar, algo como lo que suena en Tiburón cuando Robert Shaw está hablando acerca de escualos y buques de guerra. Colócalo detrás de ese discurso y será un toque de belleza. Luego enlátalo y envíalo, Peach. Que llegue a esos cabrones en Los Ángeles antes de que los gilipollas de Nueva York puedan decir que no. -Cynthea habló a través de los auriculares con su equipo de camarógrafos-. Muy bien, chicos, hemos terminado. Id a comer algo. ¡Buen trabajo, encantos!

19.08 horas

Los ánimos se elevaron después del anuncio del capitán, y cuando las molestas luces y las cámaras finalmente se apagaron, todo el mundo volvió a proferir gritos de júbilo con obvio sarcasmo.

Nell desvió la mirada hacia la mesa contigua.

Aún disfrutando de su exitoso debut, Glyn se había sentado delante de Dawn y parecía terriblemente interesado en lo que ella decía en ese momento.

Nell reprimió una risita ante ese emparejamiento casi imposible. Dawn parecía capaz de comerse vivo a Glyn.

Zero estaba sentado frente a Nell en su misma mesa y confiscó un plato de comida que nadie había reclamado. Mientras cortaba un pedazo de filete de pargo alazán, el jefe de los camarógrafos alzó la vista y la miró.

– ¿Qué fue lo que hizo que una chica como tú quisiera ser botánica? -preguntó mientras se metía en la boca un trozo de pescado. Luego cortó otro pedazo y se lo dio a Copepod.

Nell sonrió. Zero le caía bien y se sentía feliz en su compañía. Bebió un pequeño sorbo de agua fría mientras pensaba en la pregunta.

– Cuando a mi madre la mató una medusa en Indonesia, decidí que me dedicaría a estudiar las plantas.

Zero se llevó el tenedor colmado de pescado a la boca con una expresión de sorpresa dibujada en el rostro.

– ¿De verdad?

No le quitó los ojos de encima mientras masticaba.

– ¡Por supuesto que es verdad! -dijo Andy, quien estaba sentado junto a Nell con actitud protectora, como de costumbre, aunque habitualmente era ella quien lo protegía a él.

Nell había conseguido convencer a Andy de que abandonara su camarote después de su rabieta en cubierta y él había cambiado su atuendo por una camisa plisada de franela de color azul, abierta sobre una camiseta amarilla con un rostro sonriente en la pechera. La camiseta decía: «¡Que pases un buen día!», sin ningún irónico agujero en la cabeza ni nada fuera de lo común, sólo una cara sonriente esperando a que el mundo la borrase.

Nell apretó la muñeca de Andy y palmeó la mano de Zero, fascinando al instante a los dos hombres con su breve contacto.

– Mi madre era oceanógrafa -le explicó a Zero-. Murió cuando yo era pequeña. Nunca la vi demasiado, excepto cuando aparecía en la televisión. La mayor parte del tiempo la pasaba en el extranjero, realizando documentales sobre la naturaleza en lugares muy peligrosos para los niños.

– Tú no serás la hija de Janet Planet, ¿verdad?

– Hmum…, sí.

– «La doctora Janet explora el mundo salvaje» -dijo Zero, imitando a la perfección la introducción del programa-. ¿No?

Una amplia sonrisa se extendió por el rostro del camarógrafo al recordar aquella primera serie de televisión en color a la que era adicto de pequeño.