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– No, ya lo he usado.

Nell salió de la ducha y cogió su toalla.

– Muy bien, voy a la taquilla.

– De acuerdo, no miraré.

Nell se envolvió la toalla alrededor de la cintura y caminó de espaldas a él. Cuando giró rápidamente en la zona de las taquillas y comenzó a secarse, estaba pensando en Geoffrey, en tener sexo y más sexo con Geoffrey, mientras mantenía la mirada fija en las fotografías colgadas de las taquillas. Cuando se irguió para secarse el pelo, vio las instantáneas risueñas del aborrecible Jesse y la bella Dawn, el siempre amable Glyn y el fanfarrón de Dante y los demás, y las lágrimas se derramaron por sus mejillas. Se dejó caer en el banco y se llevó una mano a la cara mientras sollozaba en silencio.

– Nell.

La voz aflautada la sobresaltó. Cuando alzó la mirada, vio a Hender en el medio del gimnasio, frotándose la barbilla con una mano y ladeando la cabeza.

Nell tiró de la toalla pero estaba sentada encima de ella y tuvo que levantarse para cubrirse el cuerpo desnudo. Hender no había dejado de avanzar hacia ella, sus ojos estudiándola de arriba abajo y también de soslayo.

– ¡Hola, Hender!

– Nell -dijo él suavemente, acercándose un poco más.

Ella retrocedió y Hender se detuvo, volviendo la cabeza para mirar las fotografías de las taquillas. Estiró la mano para tocar a Glyn, Jesse, Dawn y los demás que habían muerto cuando desembarcaron en la isla veinticuatro días antes. Hender tocó la foto de Dante con agradecimiento. Volvió la cabeza hacia ella y sus ojos desaparecieron debajo de sus párpados velludos.

– Gracias, Nell.

Luego Hender se volvió y se marchó silenciosamente de la habitación sobre sus seis patas con la cabeza gacha.

Ella suspiró y lo miró cuando se alejaba, dejando la toalla sobre el banco y buscando las bragas.

– ¡Aquí llego! -avisó Geoffrey, al tiempo que aparecía en la esquina de las taquillas.

– ¡Oh, aún no estoy vestida! -gritó ella.

– ¡Oh!

Geoffrey alzó las manos en un gesto de sorpresa, la toalla cayó entonces de su cintura y ambos quedaron desnudos frente a frente.

Geoffrey volvió sobre sus pasos y ambos se echaron a reír en silencio hasta que oyeron la risa del otro y ya no pudieron contener las carcajadas.

– ¡Muy bien, vístete, mujer! ¿Cuánto tardas en hacerlo? -gritó él.

– ¡Estoy en ello! -repuso Nell, lanzando la toalla en su dirección-. ¡Tápate!

22.17 horas

Nell y Geoffrey, que habían conseguido vestirse sin ningún otro incidente y elegido calzado de la llamativa colección que los generosos patrocinadores de «SeaLife» proporcionaban al programa, entraron en el puente acompañados de Samir y Andy.

Thatcher los vio cuando subían la escalerilla que llevaba al puente de mando y los siguió, deslizándose detrás de ellos.

Warburton, el capitán Sol y Marcello ya estaban allí, visiblemente preocupados.

– Los hendros ya están instalados en sus camarotes -informó Andy-. Prefieren estar solos. Cuando Samir y yo les enseñamos a utilizar el lavabo, creo que se enamoraron.

– No hay duda de que les encanta la mantequilla de cacahuete -señaló Samir.

– Y las gambas -añadió Andy.

– Tenemos que controlarlos. -Nell miró a Geoffrey, quien asintió.

– Copey se niega a apartarse de Hender. De alguna manera se las ingenió para encontrar su camarote.

– ¿Ahí es donde está el perro? -preguntó Marcello-. Se tragó el bistec que le dio el cocinero y luego salió disparado.

– ¿Dónde está Cynthea? -preguntó el capitán Sol.

– Creo que está con Zero.

Warburton y el capitán se miraron.

– Estábamos tratando de organizar un plan -dijo el capitán Sol.

– ¿Alguna idea? -preguntó Geoffrey. Llevaba puesta una de las camisetas anaranjadas de «SeaLife».

– Ésa no era exactamente la respuesta que estábamos buscando -dijo Warburton.

– Lo siento. Por cierto, mi nombre es Geoffrey Binswanger.

– Bienvenido a bordo, joven. -El capitán Sol le estrechó la mano con firmeza, mirando a Nell y luego al guapo científico con una expresión de curiosidad-. Hola, señor Redmond, no tiene que quedarse escondido ahí atrás. Venga aquí y únase a la conversación.

Nell y Geoffrey se volvieron y vieron a Thatcher en la puerta del puente de mando con el semblante sonrojado. Saludó débilmente a los presentes.

– Como le estaba diciendo a Cari hace un momento -continuó el capitán-, no me gusta nada tener secretos con la marina.

– Nos están haciendo señales, capitán -dijo Warburton-. Aquí el Trident. Cambio.

– Trident, vemos que ya se encuentran a una distancia segura. Hemos recibido instrucciones del presidente de que les informemos de que pueden continuar a puerto sin nuevas instrucciones, ¿recibido?

– Muy bien, Enterprise. Gracias por la escolta.

– No hay problema, Trident. Sólo es parte del trabajo de la marina. Por favor, continúen hacia Pearl Harbor para la inspección y las instrucciones finales. Ha sido un placer trabajar con ustedes. Enterprise, cambio y corto.

Todos suspiraron aliviados cuando Warburton apagó la radio.

Thatcher se aclaró la garganta.

– ¿Y ahora qué?

– Tenemos que llamar al presidente -dijo el capitán Sol-. Debe estar informado de la presencia de nuestros huéspedes.

– Cuando la marina se haya alejado un poco -rogó Nell.

– Esos barcos permanecerán todavía un tiempo en los alrededores -le recordó el capitán Sol con gesto sombrío-. Dentro de diez horas volarán la isla.

– ¿Cómo podemos llamar al presidente? -preguntó Thatcher.

Warburton señaló un teléfono que había en la pared.

– Teléfono vía satélite. Sólo hay que marcar el cero y el prefijo del país.

– ¿Cuál es el prefijo telefónico de Estados Unidos? -preguntó Thatcher.

– Uno.

– Hum. Debería haberlo supuesto.

– ¿Podemos confiar en el presidente?

– Creo que tenemos que hacerlo, Andy -dijo Geoffrey.

– Es un riesgo -advirtió Nell.

– ¡Pero el presidente o la marina nos dejaron deliberadamente abandonados en esa isla!

– Eso no lo sabemos, Andy -dijo Nell, palideciendo.

– Es menos arriesgado que no llamarlo -dijo el capitán Sol-. Primero esperaremos a distanciarnos un poco de la flota del Pacífico y lo llamaremos por la mañana. Dentro de diez horas estallará un artefacto nuclear y mi intención es estar lo más lejos posible.

– ¿Estaremos seguros? -preguntó Nell.

– La marina ha dicho que quince kilómetros es la distancia de seguridad mínima en estos casos, de modo que no tendríamos problemas, pero yo prefiero estar más lejos de todos modos. Sugiero que, entretanto, todo el mundo trate de dormir un poco. Mañana nos espera un día muy duro.

– Capitán -dijo Thatcher-, ¿cómo se puede conseguir algo de comer en este bote?

– Barco -lo corrigió el capitán-. Nell, ¿podrías acompañar al señor Redmond a la cocina?

– Es «doctor» -dijo Thatcher.

– ¿Eh?

– Doctor Redmond.

– Oh…

– Me muero de hambre -interrumpió Nell-. ¿Qué me dices de ti, Geoffrey?

– Sí, estoy más hambriento que un spiger.

Nell se echó a reír.

– Seguidme.

22.34 horas

Los tres científicos se sentaron a una mesa en el comedor, Nell y Geoffrey dando cuenta de unos bocadillos de atún y Thatcher mordisqueando una hamburguesa vegetal con pepinillos.