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La respuesta le llegó esta vez a través de los altavoces del barco:

– Un helicóptero de rescate del Stout vendrá a recogerlo dentro de una hora, señor. ¡Sólo tiene que esperar!

La fragata de la marina se dirigió entonces hacia el Trident, haciendo sonar las sirenas de alarma.

Mientras se acercaba a la popa para observar cómo el Nicholas se acercaba al Trident, Thatcher reprimió una sonrisa. Buscó en sus bolsillos para ver si le quedaba algo que comer.

07.15 horas

La sirena del barco comenzó a sonar y la tripulación del Trident salió con cara de sueño a la cubierta de proa. Tres barcos de la marina convergían hacia el Trident desde diferentes puntos del horizonte.

La voz del capitán Sol resonó en el intercomunicador: -¡Toda la tripulación a cubierta! ¡La marina nos ordena que abandonemos el barco!

Geoffrey y Nell corrieron para unirse a Peach, Cynthea, Zero, Andy, Warburton y el capitán Sol en el puente de mando.

Esta vez, todos pudieron oír la voz severa de un oficial de la marina:

– ¡Todos los pasajeros deben abandonar el barco sin llevar ninguna pertenencia! El Trident será hundido. ¡Todos los pasajeros deben presentarse en cubierta ahora!

La voz no esperó una respuesta, sino que se limitó a repetir sus implacables órdenes.

– ¡Díganles que necesitamos hablar con el presidente! -dijo Nell.

El capitán Sol intervino.

– Aquí el capitán del Trident. Tenemos una solicitud especial y nos gustaría hablar directamente con el presidente…

– Trident, cumplirán nuestras órdenes de inmediato. ¿Entendido?

– Estamos jodidos -musitó Zero.

– Eh, esperad un momento -dijo Geoffrey-. ¡Estamos en un estudio de televisión flotante!

Cynthea tenía una expresión torturada cuando meneó la cabeza.

– La marina se llevó todo nuestro equipo de comunicación vía satélite cuando perdimos a Dante…

– Yo aún conservo un videoteléfono -la interrumpió Peach.

– ¡Peach! -Cynthea le aferró los hombros.

Él le entregó un par de auriculares de reserva que llevaba alrededor del cuello.

– ¡Eres mi héroe! -exclamó Cynthea.

– Lo sé, jefa.

– ¡Ve a buscarlo y conéctalo! -gritó Cynthea mientras Peach y Zero abandonaban el puente y bajaban rápidamente la escalerilla.

Cynthea se colocó los auriculares y ajustó el micrófono.

– ¡Instálalo en la proa, Peach! Asegúrate de tener a los barcos de guerra encuadrados -ordenó a través de los auriculares-. ¡Formaremos un escudo humano!

Cogió el teléfono vía satélite que había en el puente y marcó un número. Luego le guiñó un ojo a Nell al tiempo que decía:

– ¡Hola, Judy, soy Cynthea Leeds! ¡Ponme con Barry, querida!

El capitán Sol hizo una mueca al ver que los barcos de la marina crecían rápidamente en el horizonte en la amplia ventana del puente.

07.16 horas

Peach y Zero corrieron a través del pasadizo. Zero abrió la escotilla de la sala de control…, sólo para ver a cinco ratas de Henders que saltaban directamente hacia él.

Los reflejos de Zero apenas si fueron lo suficientemente veloces como para cerrar la puerta justo a tiempo. Lo cubrió un sudor frío.

– ¡Joder, joder, joder!

Miró a Peach con unos ojos como platos.

Hender asomó la cabeza por la puerta de su camarote un poco más abajo del pasillo y Copepod saltó detrás de él. Hender bostezó, rascándose la cabeza y el vientre con cuatro manos mientras miraba a los dos humanos. De pronto pareció oír u oler algo que lo hizo correr a cuatro patas a través del pasillo en dirección a Zero y a Peach. Copepod corría tras él sin dejar de ladrar.

– ¡Ooooooh! -dijo Hender, y lanzó una llamada parecida a una escala ascendente de clarinete.

Los demás hendrópodos salieron rápidamente de sus camarotes y corrieron a través del pasillo para reunirse con él, ahuyentando a los humanos.

Los cinco hendros se apiñaron junto a la puerta de la sala de control y luego entraron, uno tras otro, cerrando la puerta tras de sí.

– Venga, Peach -instó Cynthea a través de los auriculares.

– Eh, tenemos una pequeña demora, jefa -dijo Peach.

– ¡No hay tiempo para demoras! -gritó ella.

Zero miró a Peach y sacudió la cabeza.

Peach se encogió. Luego, ignorando las objeciones de Zero, abrió la puerta de la sala de control y entró, cerrándola a sus espaldas.

Cogió el videoteléfono, la cámara, el ordenador portátil y los micrófonos mientras los hendrópodos, apareciendo y desapareciendo a su alrededor, combatían a las ratas que se lanzaban hacia él. Una de ellas consiguió arañar la frente de Peach con una de sus garras, pero otro hendro golpeó a la rata a través de su centro arqueado con un disco de obsidiana. Unos mechones de pelo cortados dejaron al descubierto la frente de Peach, donde comenzaba a manar sangre de un pequeño corte. Pero Peach no gritó, concentrándose en cambio en el equipo que necesitaba.

Luego salió de la sala de control con el equipo debajo de los brazos. Los hendrópodos, todavía en el interior, cerraron la puerta tras él con el bajo del pantalón atrapado y con dos patas de rata perforándole los vaqueros. Peach gritó y sacudió el pie para librarse de las bestias. La puerta volvió a abrirse momentáneamente y la rata fue arrastrada hacia atrás antes de que los hendros volvieran a cerrar la puerta y liberaran su pierna.

– ¡Vamos! -gritó Zero.

– ¿Qué pasa con ellos? -Peach señaló hacia la sala de control.

Copepod ladraba furiosamente junto a la puerta, las orejas de punta mientras saltaba y rascaba la puerta.

Andy llegó corriendo desde la dirección opuesta y pasó junto a Peach.

– ¿Dónde está Hender?

– Ahí dentro -contestó Zero.

Andy se lanzó hacia la puerta pero Zero lo detuvo.

– No -gritó; luego se volvió y echó a correr detrás de Peach-. ¡Lleva a los hendros a cubierta tan de prisa como puedas pero no abras esa maldita puerta!

07.18 horas

Thatcher comía ruidosamente una barrita de cereales mientras veía las columnas de espuma blanca que levantaban los proyectiles de artillería junto a la proa del Trident.

La Zodiac era arrastrada a través de la amplia planicie espumosa de la estela del Nicholas. La sal era densa en el aire a causa de los miles de millones de burbujas revueltas por las hélices de la fragata, que producían un sonido sibilante en la superficie del mar alrededor de él.

Thatcher observaba con sombría satisfacción cada golpe que ondeaba sobre las olas. Apostaba a que, una vez que el caos hubiera menguado, cualquiera de los pasajeros y tripulantes a bordo del Trident sería muy afortunado de sobrevivir, y ninguno de ellos sería capaz de exonerarse a sí mismo, aunque lo hiciera. También era extremadamente probable que los hendrópodos murieran junto con las ratas cuando el barco fuera finalmente abordado por la marina y descubrieran su presencia.

Thatcher sabía que su historia era sólida como una roca, que su reputación ganaría la batalla de la credibilidad, y que esa historia cubriría todas las demás con la sombra de la duda, no importaba cuál fuera el resultado. Las probabilidades eran que él conseguiría aún más estatus ante todo lo que se dijera y se hiciera simplemente oponiéndose a ellos, incluso si conseguían sobrevivir. Después de todo, él había sido testigo de cómo sacaban de manera subrepticia especímenes peligrosos de la isla Henders, en una flagrante violación de una orden dictada por el presidente de Estados Unidos. Y la escena del crimen estaba a punto de ser totalmente volatilizada por una bomba nuclear.