Había esperado no tener que llamar la atención del Trident. La arriesgada apuesta que había imaginado era que las voraces ratas se apoderaban del barco, que a la larga acabaría encallado o abordado, de modo que las criaturas comenzarían a propagarse en algún puerto de escala o algún punto de desembarco fortuito. Y, de ese modo, se sembrarían las semillas de la destrucción de la humanidad, aunque de un modo demasiado lento como para alcanzarlo en Costa Rica. Qué espectáculo tan fantástico sería contemplar el colapso del ecosistema de la Tierra a través de continentes enteros durante los últimos veinte años de su vida.
Aunque también podía conformarse con el hecho de que la tripulación y los pasajeros del Trident fueran desacreditados como terroristas y muy posiblemente resultaran muertos en un enfrentamiento con la marina. No había realmente ningún aspecto negativo.
– El libre albedrío, doctor Binswanger -espoleó Thatcher al joven científico desde la distancia, recitando el Principio Redmond-, puede y hará cualquier cosa.
Se mordió el labio inferior al darse cuenta de que, después de todo, no era un fraude, y esa idea le provocó un paroxismo de carcajadas. Después de haber matado a su propio hijo, y posiblemente también a su propia especie y miles de otras, había demostrado el Principio Redmond de manera categórica, por sí mismo.
07.20 horas
Los barcos de la marina continuaban acercándose al Trident al tiempo que otro disparo de advertencia levantaba una columna de agua en la banda de estribor.
– De prisa, Cynthea -la apremió el capitán Sol. Luego, cogiendo el micrófono de la radio, dijo-: ¡Estamos obedeciendo las órdenes! ¡Estamos obedeciendo!
– ¡Toda la tripulación en cubierta ahora mismo, capitán! -llegó la respuesta.
Cynthea aún estaba al teléfono.
– ¡Barry, esto es historia de la televisión! ¡No…, es más grande que la televisión, Barry! ¡Vamos, di que sí!
07.21 horas
Mientras la tripulación se reunía en la proa del Trident, Zero y Peach instalaban el equipo de videoteléfono sin dejar de mirar por encima del hombro a los dos enormes barcos de la marina que se acercaban por babor y estribor.
07.21 horas
– ¡Hender! -gritó Andy a través de la puerta de la sala de control-. ¡Tenemos que irnos!
07.21 horas
La Zodiac se desplazó por encima de una serie de olas altas y, desde la cima de una de ellas, Thatcher pudo ver cómo los dos barcos de guerra se acercaban al Trident.
En el fondo de la lancha vio un frasco de anacardos Planters enterrado debajo de unas aletas y un equipo de submarinismo. Lo cogió y se llevó una gran decepción al quitarle la tapa y comprobar que sólo quedaban unos pocos.
07.21 horas
Cynthea negociaba furiosamente con los productores de «SeaLife» con el teléfono pegado a la oreja y, finalmente, jugó su carta de triunfo:
– ¡Podríamos morir todos, Barry…, en directo!
07.22 horas
Cynthea bajó a la carrera la escalerilla desde el puente de mando hacia la cubierta de proa mientras gritaba:
– ¡Muy bien, podéis instalar el equipo! ¡Emitiremos en directo desde ahora mismo! ¡No preguntéis nada! ¿Dónde están?
La tripulación del Trident estaba apiñada en la proa, con los dos barcos de guerra acechando en un segundo plano, perfectamente encuadrados. Pero los hendrópodos no estaban allí.
Cynthea llegó casi sin aliento delante de la cámara y comenzó a actuar como una reportera improvisada.
– Lo que queda de la tripulación del Trident está siendo amenazada en este momento por la marina de guerra de Estados Unidos. Sus órdenes son que abandonemos el barco o nos hundirán con él. ¿Por qué? -Miró en vano hacia la escalera pero no había señales de los hendros mientras seguía improvisando-. ¡Porque hoy hemos salvado a una especie excepcional de la destrucción total!
Otro proyectil estalló justo delante de la proa del Trident.
07.23 horas
– ¡Tenemos que salir, Hender! -gritó Andy a través de la puerta-. ¡Irnos ahora! ¡Ahora, ahora, ahora!
Andy accionó el pomo de la puerta y ésta se abrió hacia adentro.
Hender asomó la cabeza.
– Muy bien -dijo Hender-. ¡Hola, Andy!
Copepod ladró a modo de respuesta.
07.23 horas
Cynthea vio a Andy que corría a través de la cubierta de proa, con los cinco hendrópodos deslizándose detrás de él.
El barco de guerra más próximo estaba ahora prácticamente sobre el Trident, pasando junto a la banda de babor con los altavoces funcionando a toda potencia en las cubiertas.
– ¡La marina de Estados Unidos les ordena que abandonen el barco ahora mismo! ¡No lleven nada consigo o abriremos fuego!
Cuando los hendrópodos vieron una tromba de agua disparada desde un cañón de agua en la cubierta del destructor, dieron media vuelta y echaron a correr en la dirección opuesta.
Andy cogió a Hender.
– ¡No, todo bien, Hender! ¡Vamos!
Los hendrópodos giraron lentamente ante las llamadas musicales de Hender y luego continuaron caminando de mala gana detrás de Andy en dirección a la proa.
Detrás de ellos, la última rata Henders se agazapó en la boca de la escotilla a través de la cual había subido a cubierta y frotó sus púas mientras elegía un blanco.
La rata corrió a través de la cubierta hacia los hendrópodos justo en el momento en que entraban en el cuadro del videoteléfono.
Cuando la rata saltó en el aire, Copepod gruñó a escasos centímetros del tobillo de Hender.
Hender miró el océano con un ojo antes de golpear casi con indiferencia a la rata con el pie trasero y arrojarla al mar por encima de la borda.
La rata chocó contra el agua antes de hundirse.
Nell, Geoffrey, Andy, el capitán Sol, Warburton, Cynthea, Samir, Marcello y el resto de la tripulación del Trident reunieron a los hendrópodos en la cubierta de proa, formando un escudo humano como les había dicho Cynthea.
Con la tensión del momento y la visión de los dos gigantescos barcos de guerra navegando junto a ellos, los hendrópodos se esfumaron.
11.24, hora oficial de la costa Este
Todas las principales cadenas y los canales de noticias de televisión por cable sintonizados en las pantallas de plasma de la Sala de Situaciones de la Casa Blanca estaban mudos.
El presidente y sus consejeros contemplaban azorados una sola pantalla, la que transmitía en directo las imágenes desde el destructor Stout.
– Capitán Bobrow, ¿puede oírme? -preguntó el presidente al capitán del destructor.