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A Li Ang aquel plato de huevos le resultó casi inasequible. Desde que lo ascendieran, había tenido alguna que otra ocasión de comer con palillos de marfil en lugar de con los suyos habituales, de bambú; pero aquellos palillos de plata, menudos y finitos, le planteaban un desafío inédito. Antes ya se le había caído en los muslos un escurridizo trozo de abulón. A partir de ese bochornoso instante, se había esforzado en pasar por alto la irritación que sentía cada vez que se llevaba una porción de comida a la boca. Los palillos le parecían poco prácticos, engorrosos y cursis. Eran más pequeños de lo normal, con la punta afilada, lo que los hacía más difíciles de usar, y, a su modo de ver, femeninos. Esto le trajo a la memoria un cuento que leyó años atrás, cierta sobremesa amodorrada en la tienda de su tío. Era muy antiguo. A las nuevas esposas del emperador las ponían a prueba obligándolas a comer un plato de huevos de codorniz con palillos de plata. ¿Acaso los Wang ponían a prueba a sus yernos de la misma forma? ¿Se estaban burlando de él? Ruborizado, se quedó varios minutos mirando los minúsculos huevecillos antes de ponerse manos a la obra.

El primero se le escurrió mientras se lo llevaba a la boca; se lanzó hacia delante en un intento vano por atraparlo antes de que rebotase en el plato y desapareciese de su vista. Li Ang se quedó mirando al frente. Cuando tuvo arrestos para mirar alrededor, sus ojos se cruzaron con los de Wang Baoding, el tío de Junan llegado de Nanjing.

Baoding era un hombre apuesto y delgado, con el pelo largo y cuidadosamente peinado hacia atrás, lo que dejaba al descubierto una frente amplia y despejada. Había comido y bebido de sobra y, aunque su rostro conservaba una palidez terrosa, los lóbulos se le habían puesto de color rosado. Ahora, dirigiéndose por primera vez a Li Ang, Baoding se reclinó en la silla y habló.

– Querido sobrino, me vas a disculpar que te haga una pregunta -comenzó diciendo-. Rara vez se me presenta la oportunidad de departir con franqueza con hombres vinculados al ejército. Así que me veo obligado a preguntarte: ¿En qué diantres estaba pensando tu general Chiang Kai-chek cuando accedió a unir sus fuerzas y cooperar con el Partido Comunista? ¿Tiene idea de quiénes son esos hombres?

Li Ang percibió, bajo el tono de complicidad de aquel hombre, el regusto ácido del antagonismo.

– Eso es mucho presumir de mí, Tío -respondió-. Yo sólo soy un militar. Procuro no mezclarme en política.

Charlie Kong meneó la cabeza.

– No es un pensador -dijo risueño.

– Desde luego que no.

Li Ang vio cómo los labios de su hermano se torcían en una sonrisa. Baoding no pareció darse cuenta.

– Déjame preguntarte una cosa -dijo Baoding, volviéndose hacia Li Ang-. ¿Has conocido alguna vez a un verdadero comunista?

– ¿Cómo dice?

– La pregunta es bien sencilla. ¿Has hablado alguna vez con un comunista de verdad?

– Bueno, bueno -terció el viejo Chen-. Éste no es momento de hablar de política. Todos sabemos que el país ha de estar unido para hacer frente a la agresión japonesa.

Chen había sido el anciano escogido para ejercer de testigo oficial de la boda. Se había relamido con el banquete y comió de todos los platos con espléndido apetito, manteniendo inmaculado su terno inglés de importación. Ahora alzó en el aire un huevecillo de codorniz para subrayar su argumento.

Baoding se echó hacia delante. El rostro, alargado y pálido, estaba salpicado de levísimas vetas de color rosa.

– Bueno. Pues yo sí, las cosas como son. Lo conocí a muy temprana edad.

– ¿En serio? -dijo Charlie-. ¿Era ruso?

– No, era un han, [3] Se llamaba Wu Shao y me robó el almuerzo cuando estábamos en cuarto.

Pestañeó y los miró a todos con sus ojos alargados y astutos antes de llevarse la copa a los labios.

– Su abuelo había sido herrero y su padre cargaba hielo. No había tenido una familia como Dios manda, ni educación, ni propiedad, ni dinero alguno. Era tosco e ignorante, y hablaba con un acento muy marcado. Ese día no tenía nada que comer y estaba muerto de hambre.

Sin tan siquiera bajar los ojos, Baoding llevó los palillos al plato y se metió con suma destreza un huevo de codorniz en la boca. Acto seguido escrutó a sus oyentes. Li Ang se obligó a sostenerle la mirada.

– Al terminar sexto curso dejó el colegio y entró a trabajar en una fábrica. Estuve años sin saber qué habría sido de él. ¡Y ahora voy y me entero por el periódico de que es miembro del Partido! Y no un miembro del montón, sino todo un líder local, un organizador. -Soltó un bufido que pareció una risa-. Así que nada, muchacho, quizá para darle un empujón a tu carrera te vendría bien enterarte de quiénes son los comunistas y qué es lo que pretenden. Es muy sencillo. Los comunistas son gente con hambre. Pobres que quieren quedarse con nuestro dinero. Gente sin negocios ni propiedades que envidian a quienes sí los tenemos. Eso es lo que son, y eso no lo cambiará jamás ninguna de sus doctrinas ni de sus reivindicaciones.

»¿Y dices que no has conocido a ningún comunista? Has estado en Shanghai. Has visto mendigos por las calles. Cada vez hay más labriegos y campesinos pobres pululando por la ciudad, donde no hay nada para ellos. Ésos son los comunistas. Sí, ésos son los comunistas. Están por todas partes, en este mismo hotel, incluso. Son ellos quienes han limpiado esta sala. Quienes han acarreado esta agua, quienes han recogido estos huevos y plantado y cosechado estas hortalizas. Quienes nos piden limosna. Quienes nos roban. Y quienes nos odian. ¿Por qué nos odian? No es una cuestión personal. Ni complicada. Tienen hambre y nosotros poseemos aquello de lo que carecen. Nos observan. Están esperándonos. Esperándonos en el umbral. Por la noche, mientras dormimos, ellos velan; están planeando cómo derrocarnos.

Se le acercó tanto que Li Ang percibió en su aliento un olor a huevos sulfurosos. [4]

– Vosotros los jóvenes… ¿Sabes lo que más me llama la atención de las componendas que se trae tu ejército con el Partido Comunista? Que no parecéis daros cuenta de que en cuanto cese la amenaza japonesa, los comunistas no dudarán en apuñalaros por la espalda.

La charla del resto de comensales había ido apagándose hasta morir; media sala se había girado para escucharlos. El viejo Chen se alisó la corbata de seda. Li Ang guardaba silencio, sonriendo tímidamente y tratando de minimizar aquella verborrea. Le molestaba la forma en que Baoding insinuaba que todo eso tenía que ver con él. Echó una ojeada a su hermano en busca de apoyo. Li Bing escuchaba atentamente, pero en su rostro no había expresión alguna.

Más tarde Li Ang atravesó el patio en dirección a la cámara nupcial. La brisa nocturna le enfriaba las mejillas, y él caminaba a paso ligero, sin preocuparse de mirar dónde pisaba. La opípara cena y la charla maliciosa y provocativa lo habían aturdido y fastidiado. Por otra parte, lo que quería era ver, tomar para sí, tocar a su mujer. Todos se la habían quedado mirando mientras desfilaba, con la melena reluciente y recogida en un moño, y el esbelto cuerpo cubierto de blanco, toda luminiscente de perlas. Cuando se hubo alejado un trecho del salón, tras sentir que iba apagándose el ebrio runruneo del banquete, Li Ang aflojó el paso. Durante la breve ceremonia, la novia -su novia- le había parecido elegante y remota, como aquella mujer tan distinguida que de niño viera fugazmente un día subida a un palanquín. Y en su rostro, realzado por trenzas, seda y flores, no había nada que pudiese alcanzar -ninguna felicidad ni alegría- sino más bien una expresión de impenetrable privacidad.

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[3] Término que define a los individuos étnicamente chinos para diferenciarlos de otros grupos étnicos (manchúes, mongoles, tibetanos, etc.) con los que comparten nacionalidad. [N. del T.]

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[4] Se dice de los huevos que, de acuerdo a una receta china tradicional, se mantienen enterrados durante un mes o dos (o incluso más) antes de servirse. [N. del T.]