A Junan le complació oír aquello. Se volvió para mirar a su madre y vio el alivio escrito en su rostro.
– ¿Y de matrimonio, qué? -preguntó Chanyi.
– Se casará con un soldado.
– Eso es imposible.
La anciana se encogió de hombros.
– Pero si va a tener una dote de lo más generoso. Mírala bien -protestó Chanyi-. No me digas que no se merece algo mejor.
– Eso lo decidirá ella. Ella misma le abrirá la puerta.
– ¿A qué te refieres?
La mirada de la monja se cruzó fugazmente con la de Junan.
– Estamos entrando en una nueva época -dijo-. En un mundo nuevo, donde rige otro concepto del amor y de la autoridad.
Junan quería preguntarle a la anciana qué quería decir, pero Chanyi sacudió la cabeza.
– Aquí está Yinan -insistió-. No me has dicho nada de la pequeña.
– Es que la meimei no quiere que hable de ella.
Todas se volvieron hacia la niña, que había bajado la cabeza para taparse el rostro con su reluciente melena. Chanyi le acarició la mejilla con delicadeza.
– Meimei, ve con la señora para que te lea la buenaventura.
Yinan no estaba por la labor.
La monja la escrutó pero, al contrario que Chanyi, no se ablandó al verle la carita, sino que la observó sin inmutarse, como si no estuviese mirando a una niña pequeña.
– Meimei -repitió Chanyi-, ¿es que no quieres saber con quién te vas a casar?
Yinan musitó:
– Yo no me quiero casar.
Chanyi bajó la mirada.
– Tal vez sea mejor así -dijo, y volvió a ponerse derecha como para armarse de valor-. Es muy niña para su edad. Ahora marchaos, niñas, que tengo que hablar a solas con la shitai. Salid y esperadme fuera.
Junan vaciló antes de salir. Tenía unas ganas tremendas de quedarse. Hacía ya unos años que había empezado a proteger a su madre de toda situación que pudiese lastimar su vulnerable corazón. Pero en este caso la desobediencia no haría sino empeorarlo todo, conque cogió a Yinan de la mano y salió de la habitación. Una vez fuera, se quitó los zapatos inmediatamente. Yinan, desconcertada, hizo otro tanto. Junan se la llevó descalza, alrededor de la casita, hasta la ventana que había al otro lado. De pie sobre la tierra mullida del jardín de la adivina, las dos hermanas se quedaron mirando y escuchando cómo su madre encaraba a la anciana y se arrancaba a hablar.
Chanyi ya no era tan hermosa como lo fuera en su día. Conservaba la delicadeza de su osamenta y aquel par de ojos alargados y profundos, pero la cara se le había erosionado como la arenisca, afilándole la nariz y dejándole huecos en la boca. Ahora aquella luz mortecina proyectaba sombras profundas bajo sus ojos. Los labios, al cerrarse, trazaban una línea tortuosa y compungida ante lo desdichado de su suerte. A su edad, otras mujeres se tornaban pechugonas y satisfechas. Ella, sin embargo, había alcanzado el cenit de su belleza en sus años mozos y ahora estaba consumiéndose.
– Llevo años -dijo-, desde que nació Yinan, sin tener hijos. Lo he intentado por todos los medios habituales. Sólo hay una cosa que no he probado: la medicina de un boticario. -Hizo una pausa y tragó saliva-. Ya no soy una jovencita -continuó-. Cumplo treinta y cinco en Año Nuevo. Pero otras a mi edad no dejan de parir niños. Quiero que me digas… si voy a tener un hijo varón.
– Tienes miedo de que tu marido se busque a otra. -La monja hablaba con criterio; cada una de sus secas palabras era como la mano de un médico examinando una herida-. Pero existe otro motivo que has de saber. Un motivo más importante.
Chanyi cerró los ojos.
– Padeces una especie de enfermedad -dijo la voz anciana-. Lo veo en las arrugas que te rodean la boca. Te pasas las noches en vela. Te las pasas en vela porque quieres saber lo que va a pasar. Déjame que te diga una cosa que he aprendido. No sirve de nada saber lo que va a pasar. ¿Me entiendes?
La voz flotaba como una hoja seca. Transmitía indiferencia, carecía de resonancia o peso alguno, y Junan sabía que ese desinterés era la prueba de que la vieja decía la verdad. Sintió que se le encogía el cuerpo, como si un dedo huesudo le rozase el cogote.
– Por favor -susurró su madre-. Te pagaré. -Echó la mano al bolso-. En dólares de plata. Cien dólares de plata.
– Taitai, hay mujeres que sólo tienen hijas.
– Mil dólares.
– He prometido solemnemente no mentir.
– Cualquier cosa -susurró Chanyi-. Lo que sea.
– Otras mujeres aprenden a compartir sus maridos, taitai.
Chanyi soltó un grito como si le hubiesen atizado. Estrechó el paquete entre sus brazos y se dio media vuelta en dirección a la puerta, arrastrando los pies como si fuesen piedras.
Junan salió del jardín. Se restregó los pies en la hierba húmeda y le dijo a Yinan que hiciese lo mismo.
– ¡No, tenemos que darnos prisa!
– Límpiate los pies -insistió Junan. Pensaba que su madre no iría muy lejos. Pero a Chanyi el pánico le había agilizado el paso. En su afán por avanzar rápidamente había sacrificado hasta el último átomo de su garbo y, para cuando las niñas la alcanzaron, la madre ya casi había llegado al lago.
– Mamá -gritó Yinan.
Chanyi no pareció oírla. Estaba mirando las aguas, como sondeando sus profundidades.
Años después, Junan se permitía recordar aquella excursión a través del lago. Veía la pagoda derrumbada, en aquel cerro que tapizaban los pétalos lacerados de las flores de los frutales. Pensaba en la anciana, que le profetizó que se casaría con un soldado, y recordaba que Yinan había dicho que no quería casarse. Por último, Junan visualizaba la esbelta silueta de Chanyi recortada contra las nubes, y trataba de imaginarse en qué habría estado pensando su madre entonces.
Tal vez Chanyi estuviese evocando la tarde que pasó en esa misma orilla acompañada de su joven esposo, los dos sentados, felices, risueños y despreocupados, bajo una lluvia de pétalos. Habían alquilado una barca y surcado a la deriva la superficie del lago, compartiendo la esperanza y el deseo de fundar una familia, de tener hijos varones.
O tal vez estuviese mirando hacia el futuro. Es sorprendente cómo una mala noticia aclaraba el panorama. Si seguía sin dar a luz un varón, tendría que aprender a vivir como una mujer caída en desgracia. Compartir un hombre, compartir su hogar… Tendría que luchar por sobrevivir, como tantas otras. Estaba al cabo de la calle. Sus deseos y motivaciones crecerían deformes y retorcidos, y aprendería a odiar a la otra, a la esposa más joven. Conforme fuese marchitándose y encaneciendo, aprendería a hablarle con un puñal escondido, a ponérselo difícil. Lucharía con uñas y dientes para arrancar pequeñas concesiones. Cuando por fin la esposa joven se alzase con el triunfo y diese a luz un niño, Chanyi aprendería a odiarlo, y se afanaría en atrofiarlo, en malograrlo, en destruirlo.
Sabía que era posible sobrevivir a todo ese quebranto, a tamaña vergüenza. Todo era posible. Ahora bien, ¿estaba dispuesta a ser la mujer que resultara de todo eso? ¿Una mujer sin la menor esperanza? De pie ante la vasta e indiferente belleza del lago, Chanyi contempló el mundo reflejado en su superficie: una alameda, un templo, montañas en lontananza. Durante un largo instante todo lo demás se difuminó y desapareció de su campo de visión. Y el lago se le antojó tan profundo y prometedor como un descanso.
Matrimonio
La historia de mi familia es como una piedra. A menudo pienso en sus verdaderas dimensiones, en su peso, en su forma. Hace muchos años la arrojaron a aguas profundas, arrastrando tras de sí un chorro de aire y sin dejar nada más que ondas.
La mala suerte nos golpeó mucho antes de que mi abuela muriese ahogada. Lo sé por Hu Mudan, nuestra antigua ama de llaves, que decía que los problemas empezaron antes de que naciese mi madre. Una noche de otoño, en 1911, un grupo de hombres entró por la puerta principal de la casa, que no tenía echado el cerrojo. Una vez dentro, pegaron fuego a la casa y corrieron a dar parte del acto a la Alianza Revolucionaria. En el último momento, uno de ellos, pensando en los que habría dentro, dio la vuelta y llamó a la puerta una, dos, tres veces. Pero el llamado muro de sombra, construido dentro de la puerta para repeler influencias malsanas, amortiguó los golpes. El fuego se extendió rápida y vivamente con el aire otoñal, y cuando los de la casa se quisieron dar cuenta de lo que ocurría, ya no había quien frenase el incendio.