Sólo una persona oyó los golpes del soldado. Hu Mudan tenía a la sazón catorce años, quince según el calendario chino. Todavía no era nuestra ama de llaves, ni siquiera una doncella. Era una niña famélica y descarriada que había entrado a hurtadillas en la casa para dormir con el chico de los recados en el chiscón que éste ocupaba junto a la puerta. Como la mayoría de los hambrientos, Hu Mudan no dormía bien. Y notó que pasaba algo; tenía buen oído para las desgracias. Así es precisamente cómo describía ella sus recuerdos de la Revolución: el ruido de la desgracia, tres porrazos en aquella puerta de madera maciza que la despertaron en mitad de la noche.
Pom. Pom. Pom.
Hu Mudan recordaba la rapidez con que el fuego consumaba su devastación en estampas de una claridad y un peso extraordinarios. La luz dorada parpadeaba en las ventanas de papel de arroz, iluminándolas como fugaces pantallas llameantes que rápidamente se venían abajo reducidas a cenizas. Las hileras de tejas vidriadas de color verde relucían como escamas de serpiente. Vio a un hombre salir al patio haciendo eses con una pila de dietarios en los brazos. Debería haber escapado a toda prisa, pero en cambio se quedó allí parado, una figura pequeña y de barba cana, contemplando la escena como si no formase parte de la misma. Una viga cargada de tejas se desplomó golpeándole en la cabeza y el hombre cayó fulminado como una marioneta a la que hubiesen cortado los hilos.
Hu Mudan no logró llegar hasta él; los separaba la viga en llamas. Se apartó del fuego tratando de encontrar la puerta trasera para esfumarse, pero entonces vio algo que la hizo pararse en seco. En el ala izquierda de la casa, una mujer joven se encaramaba sobre la barandilla de un balcón. La escalera era pasto de las llamas y el reflejo de éstas avivaba el verde claro de su batín de seda.
Sus miradas se cruzaron; la de la mujer era una pura súplica. Hu Mudan no podía apartar la vista de ella, no podía dejar atrás a aquella mujer que tenía los ojos clavados en el patio como si contemplase las fauces de la muerte. Tenía que llevársela consigo. Tenía que servirle de colchón de seguridad.
Le hizo gestos con las manos.
– ¡Salte, salte! -le gritó. Pero el bronco rugido del fuego se hizo más atronador-. ¡Salte, que yo le ayudo!
La figura verde se precipitó hacia el humo. La mujer cayó al suelo, derribando a Hu Mudan.
Hu Mudan oyó su propio grito, atenuado por el fragor de las llamas, pero el cuerpo que tenía al lado no emitió sonido alguno. Ese silencio la inquietó. Se puso en cuclillas, como a la defensiva. Cogió a la mujer por los hombros y le dio la vuelta. Eran hombros finos, casi afilados, los hombros de una joven esposa. Tenía los ojos entornados y en blanco; sus labios entreabiertos mostraban unos pocos dientes blancos, todos iguales. El resplandor del fuego le proyectaba sombras sobrenaturales en el rostro, por lo demás plácido y terso. Hu Mudan se fijó en el sensual resalte del labio superior, en las sinuosas mejillas, en la frente, amplia y ovalada, y en los ojos, hundidos. Que de repente pestañearon.
– ¡Vamos, levántese! -dijo Hu Mudan, resollando a causa del calor-. Deprisa.
Tiró del batín verde, sintiendo en las yemas el tacto cálido y suave de la seda.
La mujer, tosiendo, señaló la parte trasera de la casa. Le costaba caminar y apoyaba todo el peso en Hu Mudan. Avanzaban penosamente, paso a paso.
Detrás de la casa había un patio más pequeño que, en su día, habían construido para albergar un templo y que ahora estaba muy deteriorado. Tenía un estanque en el medio. En esa época del año el nivel del agua estaba bajo, pero así y todo servía de cortafuegos. Tras rodear renqueantes el estanque, ya no pudieron dar ni un paso más. Se desplomaron sobre la hierba, una apoyada en la otra, y se pusieron a contemplar el fuego. La mujer joven rompió a llorar. Hu Mudan miraba fijamente las llamas, como aturdida. El reflejo incandescente de la casa en el estanque le recordaba un espectáculo de fuegos artificiales que había visto un día en la otra orilla del río.
Por fin, la mujer alzó la cabeza y le dijo a Hu Mudan que se llamaba Chanyi.
– ¿Y tú quién eres? -le preguntó con su habitual tono curioso y amable-. ¿Eres nueva en la casa?
– No.
– ¿De dónde has salido?
Hu Mudan sacudió la cabeza.
– Quédate con nosotros, por favor -dijo Chanyi, y cerró los ojos.
Hu Mudan se quedó allí, en el jardín, aspirando el aroma de los crisantemos otoñales y la dulce y ajada fragancia de las rosas, tenues en medio del olor a chamusquina. La pesada cabeza de la mujer le cayó en el regazo. Una gruesa trenza le resbaló por la pantorrilla pero, aparte de eso, la mujer se quedó inmóvil, con la cabeza vencida hacia atrás, sobre las rodillas de Hu Mudan. Tenía un colgante de jade en el hueco de la garganta y dragones bordados en los bolsillos del batín. Mientras examinaba aquella prenda de color verde claro que hacía aguas y titilaba a la luz de las llamas, Hu Mudan reparó en la ligera protuberancia de la barriga y cayó en la cuenta de que el batín era un regalo de alguien que deseaba con toda el alma que esta nuera suya diese a luz un varón.
El fuego seguía ardiendo. A lo largo y ancho de China, infinidad de casas refulgían envueltas en llamas, irradiando una luz espléndida antes de desvanecerse como espectros reducidas a rescoldos y ceniza. Hu Mudan estaba sentada en el jardín con la joven nuera de la familia Wang. La invadió una sensación de paz y determinación, como una llamarada que respondiese a sus anhelos. Había encontrado alguien a quien consagrar sus cuidados y atenciones. Había estado con muchos hombres, pero hasta entonces jamás había confiado en nadie; ahora supo, por instinto, que confiar en una persona significaba responsabilizarse de ella. Hu Mudan inclinó la palma de la mano para alumbrársela con el fulgor marmóreo del fuego y vio el sendero de su vida trazado ante sus ojos, como un relámpago que se ramificara en la mano.
Había pasado hambre. Había estado sola. En aquella época turbulenta, Chanyi decidió acogerla. Hu Mudan creía en la lealtad a la antigua usanza e inmediatamente se puso a servir como doncella de Chanyi. Era la única que sabía peinar la melena de Chanyi, que le llegaba hasta las rodillas, empezando por las puntas y subiendo con tiento hasta la raíz. Era la única que sabía proteger a su señora del abatimiento que de continuo la rondaba. Después de que Chanyi diese a luz dos niñas y el cabello se le volviese más fino y ralo, Hu Mudan no hizo el menor comentario sino que siguió peinándola con mimo y delicadeza. Cuando se hizo evidente que Chanyi había perdido su hermosura, Hu Mudan no se brindó a adularla ni a darle falsas esperanzas. Y su señora la amaba más por eso. Le regaló su colgante de jade verde y le rogó que cuidase de sus hijas en el caso de que le ocurriese algo.
Cuando Chanyi murió, Hu Mudan juró que nunca se casaría. En lugar de eso, cuidaría de las dos niñas.
Durante los cinco años siguientes, Hu Mudan se sumergió en el hogar del amo y señor que le había robado la belleza a Chanyi, poniéndose al servicio de la suegra que le había comido la moral. Sentaba a la vieja Mma en el orinal y luego la ayudaba a levantarse. Vigilaba a mi abuelo y procuraba, sin mucho éxito, mantenerlo alejado de las partidas de paigao. Y lo que es más importante, velaba por mi madre y por mi tía. Cuidaba de las niñas con la misma ternura con que cuidara a Chanyi. Supervisaba sus modales, su apetito y su crecimiento. Les revisaba las deposiciones, las uñas, las palmas de las manos, el aliento, todo con gesto seco e inequívoco, como temiéndose lo peor pero sin que eso la amilanase.