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Le preocupaba que pudiesen padecer la melancolía que había hecho presa en su madre. Pero ninguna de las hermanas apuntaba el menor indicio al respecto. Junan creía firmemente en la justicia y en el orden natural de las cosas. Leía a Confucio, con su estricta jerarquía de obediencias dentro de una familia: la esposa al marido, la hija al padre, los jóvenes a los ancianos. Según estas leyes, ella era responsable de Yinan y Yinan debía obedecerla. Junan, a su vez, debía obedecer a su padre, quien, por su parte, respetaba y honraba a la anciana Mma. Este sistema garantizaba que cuando Junan envejeciese, sus propios nietos se ocuparían de ella.

Era imposible concebir dos hermanas más diferentes. Mientras que la tez blanca de Junan y su afectada serenidad vaticinaban su belleza y aplomo, la carita estrecha y los ojos de renacuajo de Yinan no eran presagio de nada. Mientras que Junan jamás perdía la compostura y no mostraba más que un frío decoro, Yinan carecía de decoro alguno. Lo suyo eran las raíces y los secretos, los tesoros enterrados. Le gustaba cavar en la tierra, construir patios imaginarios con piedras y barro. Cuando la mandaban meterse en casa, se pasaba horas sentada en la cocina, sorbiendo gachas de arroz con azúcar y escuchando las consejas estrambóticas de la cocinera. Prestaba gran atención y rara vez se reía. Era como si intuyese ese velo, tan fino como el papel de arroz, que separa el mundo de los vivos de lo que ya no existe.

Con todo, a pesar de sus diferencias, las hermanas se querían con una pasión que tranquilizaba a Hu Mudan. La forma en que se amaban la reconfortaba y a la vez la obsesionaba. Las dos hermanas siempre habían estado unidas, pero al morir su madre se hicieron inseparables. Todo lo hacían juntas y no reñían jamás. Por las tardes, mientras Junan estudiaba los caracteres chinos, Yinan dibujaba sentada a su lado. Algunas noches en que Hu Mudan no lograba conciliar el sueño, se levantaba de su camastro, salía de su cuarto, situado detrás de la cocina, y llegaba, cruzando el patio, hasta los aposentos de las hermanas. Con frecuencia se las encontraba juntas en uno de los dormitorios, con las oscuras cabezas rozándose y el pelo desparramado por las almohadas como trazos de tinta.

Mi abuelo, efectivamente, se buscó una amante, aunque no se trataba de una mujer de carne y hueso. Siempre había tenido pasión por el juego y cuando Hu Mudan lo conoció, su afición al paigao ya era insaciable. Cualquier otro pasatiempo le resultaba insípido y vulgar. Las cartas podían contarse; las estrategias del ajedrez estudiarse. El paigao era el único juego que le daba lo que él quería: entregarse a la incertidumbre, compartir con los compañeros de partida una misma necesidad de consumirse en la esperanza amarga y delirante del azar.

Le explicó a Hu Mudan que había que reducir los gastos domésticos al mínimo. Sólo debía hacer una excepción con lo relativo a sus hijas y a la anciana Mma.

– No le digas nada a nadie -dijo-. Enseguida saldremos de este apuro.

Pero el apuro duró y los criados, naturalmente, fueron los primeros en notarlo. La cocinera comentaba la mala calidad de las verduras; el chico de los recados se quejaba de que le echasen menos arroz al puchero. Hu Mudan comía menos. De día prestaba atención al chismorreo de los criados del vecindario: era el medio más fiable de enterarse de cuánto dinero había perdido mi abuelo. Las noches en que la partida se jugaba en casa, Hu Mudan convencía a las niñas de que su padre simplemente estaba divirtiéndose; después de acostarlas, se ponía a escuchar a escondidas lo que se cocía en el salón. Así, se enteró de qué jugadores eran unos cobardes y mentirosos, y cuáles unos faroleros.

Mediado el verano, al portero le dio por largarse por ahí y ausentarse durante horas. Mi abuelo ni se enteró, así que tuvo que ser la propia Hu Mudan quien se quedase en la puerta de la calle, esperando. El barro de las lluvias de primavera, al secarse, se había convertido en un rostro cuarteado. De pie bajo un sol oblicuo, Hu Mudan se echó a temblar. Algo se cernía sobre la casa, una sombra de alas negras.

Desde su posición en la entrada de la casa, Hu Mudan percibió un olor a caballo mezclado con otro más próximo a amoníaco. A su izquierda se oía claramente el ruido gorgoteante del chico de los recados haciendo aguas menores. De la cocina llegaba el tintineo de las cucharas de porcelana al rozar los cuencos de porcelana.

Durante media hora no ocurrió nada. Pero entonces oyó que alguien se acercaba por el camino. Atisbó entre los batientes y vio a un hombre caminando calle Haizi arriba procedente del centro de la ciudad. Se trataba, a todas luces, de un campesino, de un desconocido, no de un amigo de la familia. Pese al calor reinante, llevaba puesta una gruesa chaqueta de algodón que hacía imposible verle la forma del cuerpo. Pero a Hu Mudan le sonaba de algo, tal vez por los andares. Se quedó mirándolo mientras se acercaba hasta que casi distinguió sus rasgos bajo el ala de su sombrero de paja: unas facciones duras y castigadas por el sol y unos ojos velados por la sombra. Era el pollero del mercado del barrio. Hu Mudan apenas lo conocía, sólo sabía que venía dos veces por semana desde una granja de gran tamaño propiedad de su familia política y situada en las afueras de la ciudad.

Hu Mudan tenía un hambre inadmisible en una ama de llaves respetable. Se le notaba en los ojos, pequeños y almendrados, más sesgados de la cuenta y con un brillo fuera de lo común; se le notaba en la boca, de aspecto taimado pero capaz de suavizarse y convertirse en un atractivo mohín. Tenía el cuello terso y los pechos erguidos, unos brazos y unas piernas bien torneados, y una piel perfecta del color de la arena. Además, nunca había estado embarazada. Mucho tiempo antes había llegado a sospechar que era estéril, lo cual le proporcionó una libertad que le duró hasta los treinta y tantos.

Ya se había fijado en el pollero unas horas antes, esa misma mañana, una mañana tibia en la que el más mínimo ruido cobraba la viveza del inminente verano. El sol caía a plomo sobre los vendedores y su mercancía, sacando lustre a los pollos y avivándoles el olor. Hu Mudan evocó épocas más prósperas, no mucho tiempo atrás, cuando Mma llegó a mandar que matasen un pollo para cocinar un único puchero de sopa. Andaba Hu Mudan embebida en esos recuerdos cuando, de pronto, reparó en que el hombre la miraba.

Era fornido, de mofletes rubicundos y hombros musculosos, que rebosaba vitalidad en cada gesto. Al ver que ella lo estaba observando, reveló una hilera de dientes blancos y sanos. Acto seguido sacó una flauta de caña y se la llevó a la boca, frunciendo los carnosos labios en torno a la boquilla. Una catarata de notas breves y brillantes surcó el aire, de tal suerte entrelazadas que a Hu Mudan le fue imposible reconocer la melodía. Los pollos corretearon hacia el hombre y se agruparon a sus pies.

Por un instante Hu Mudan se quedó parada, embelesada con los pollos agrupados, con la música del pollero, con aquellas manos de ágiles y largos dedos. Pero cuando el hombre paró de tocar y le sonrió, Hu Mudan se acordó de la familia. Desde que muriera Chanyi había llevado una vida de monja, velando por las dos niñas a su cargo, siempre temerosa de perderlas de vista. No tenía ni dinero para comprarle un pollo ni fuerzas para lidiar con sus galanteos. Se dio media vuelta y se marchó, dando el asunto por zanjado.

Ahora, mientras atisbaba por la rendija, se dio cuenta de que aquel hombre había dado con la casa. Se quedó parado delante de la puerta, con aire cohibido y las manos ocultas en el chaquetón. Hu Mudan notó que se le subían los colores ante tan halagüeña sorpresa. Sabía que el hombre la estaba viendo fisgar por la rendija. Sacó las manos con parsimonia y le tendió una ofrenda: una gallina rechoncha y parda, con lindas pintas negras y los ojos tapados con una capuchita verde para evitar que armase alboroto.