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Hu Mudan abrió la puerta.

Empezó poniéndose a la defensiva. Señaló que estaba a cargo de las dos niñas desde que su amo enviudó. Y que en su calidad de mentora, debía respetar y hacer valer los elevados principios morales de la casa. Cuando el pollero le rebatió con rumores -que la difunta señora de la casa se había suicidado y que el amo era un jugador empedernido- Hu Mudan respondió que eso eran patrañas. Valoraba el viejo ideal del xingyi: fidelidad y lealtad. El hombre la escuchaba de buen humor. Le replicó que ésa era la típica palabra que en su día usaran los emperadores para dominar a los cándidos y los ilusos. Al cruzarse con su mirada, Hu Mudan sintió un súbito martilleo en el pecho, como si un desconocido la hubiese llamado por su nombre de pila.

Se había pasado años enclaustrada y ajena a las delicias del tacto. Y ahora que la pena y la preocupación la habían hecho olvidarse de sí misma, esas delicias llamaban a su puerta. Ahí estaba el placer, tan turbador e indiscutible como el perfume del verano. Había criado a mi madre y a mi tía con desvelo, teniendo presente lo que Chanyi habría querido. Pero tenía la impresión de que a la querida y ausente Chanyi, que había sido su amiga, no le habría disgustado aquel hombre.

– Vaya a lavarse a la bomba -le dijo-. Después venga por detrás a la puerta de la cocina.

Hu Mudan cerró la puerta y se recostó contra ella, con la gallina bajo el brazo y una expresión vacía en su rostro tostado e iluminado por el sol.

De no haber sido por el tiempo que hacía, tan cálido y fragante; de no haberse detenido a escuchar aquella melodía encantadora; si aquel hombre no le hubiese puesto aquella capuchita verde a la gallina, ¿habría dejado Hu Mudan desatendida la casa, propiciando así la historia que habría de decidir nuestras vidas? Me pregunto si habría podido hacer algo para protegernos del destino que había estado llamando a nuestra puerta, esperando ese breve momento de descuido para colarse.

Hu Mudan y el vendedor de pollos entraron en su cuartito situado detrás de la despensa. Estaba limpio como una patena. Lo único que tenía en el estante era su sombrero de paja y un tarro de cristal con la tapa agujereada, en cuyo interior los gusanos de seda de Yinan se cebaban con hojas de morera. Se tumbaron juntos. El hombre la miró con sus extraños ojos y le tocó la cara con delicadeza. Hu Mudan notó que la piel se le ponía tirante y la cara al rojo vivo; sintió que toda ella -las yemas de los dedos, las aletas de la nariz, las pupilas, sensibles a la luz- se cargaba de placer. Respiró hondo; era plenamente consciente del olor del hombre, y del suyo propio, que acudía al encuentro del primero. El hombre le sonrió muy cerca de la cara. Ella le sonrió mirándole a los ojos, que eran del color húmedo de la tierra en el fondo de un estanque. No oyó a los invitados de su amo entrando por la puerta, ni cómo lo saludaban con voz alegre y expectante.

Más tarde, en el patio, Junan la llamó.

– ¿Hu Mudan? -Alzó la voz-. ¡Hu Mudan!

Pero Hu Mudan no oía nada.

A sus diecisiete años, Junan no dejaba escapar un detalle. Veía lo mezquinas que eran las raciones y se había fijado en cómo Weiwei, la criada resultona, siempre le echaba el ojo con aire expectante a lo que su hermana y ella se dejaban en el plato. Había notado que el portero se alejaba. De todos estos cambios inquietantes, el más alarmante era el nuevo hábito de su padre, que por las mañanas se sumía en una especie de letargo, reservando las energías, a la espera de las timbas, con ocasión de las cuales se tiraba días sin pasar por casa o encerrado en el salón con sus amigotes.

Tenía grandes proyectos, decía éclass="underline" en cuanto llegase una buena racha, unas cuantas noches de suerte con las fichas, los llevaría a cabo. Pensaba financiar una expansión hacia el norte, usando el Gran Canal para mandar algodón a un nuevo y lucrativo mercado. Junan le había oído exponerle estos proyectos de expansión a su primo Baoding (sin mencionar, por supuesto, la necesidad de una buena racha con las fichas). Pero ella sabía lo importante que eran las fichas. Era su hija y entendía sus grandiosos designios. Hasta le parecían bien. Lo que la preocupaba eran los planes que su padre tenía para ella. Porque no existían. Es decir, sabía que cuando la cuestión de su matrimonio se hiciese insoslayable, su padre la mandaría a la casa de su amigo y vecino Chen, como un buen partido para el joven Chen Da-Huan.

Junan no podía ponerle ningún pero a Chen Da-Huan. Era un chico muy callado, idealista y cargado de espaldas, que cuando se cruzaba con ella ni la veía, de tan ensimismado como iba en su visión de la futura China. Hacía muchos ademanes con sus blandas manos mientras peroraba sobre los peligros del imperialismo y se declaraba convencido de que había que liberar a China de la opresión de todos los extranjeros y restituirle su pasada gloria. Su idealismo se debía a que su familia era rica y no tenía que preocuparse lo más mínimo por los yuanes que podían ganarse comerciando con los extranjeros.

Quizás el joven Chen Da-Huan pudiese ser un buen marido. Sin embargo, cada vez que Junan hablaba con él, no lograba quitarse de encima la impresión de que a Chanyi le habría disgustado semejante matrimonio. Su madre jamás había mencionado el asunto, pero Junan lo sabía. Siempre que se planteaba la posibilidad de casarse con él, los labios se le crispaban ante la sola idea.

Junan se acercó al despacho de su padre con los labios dibujando una línea recta. Oyó el ruido -chirridos, traqueteo- que hacían los hombres al meter más sillas en la sala contigua. Estaban encendidas las luces y Junan vio a su padre haciéndole gestos al chico de los recados. Mientras los escuchaba y observaba trajinar muebles, el ruido se hizo tan fuerte que le dolieron los huesos y le pareció que la casa fuese a caerse en pedazos.

– ¿Dónde está Hu Mudan? -preguntó. Pero en la cocina no lo sabían. Tal vez había salido a un recado.

Junan decidió sentarse junto a la puerta y esperar. Sabía que no debía ponerse a buscar a Hu Mudan como si la ama de llaves fuese de la familia, pero nadie se dio cuenta. Se sentó en el taburete donde a veces la cocinera pelaba judías. En el patio se espesaba el crepúsculo. De alguna parte de la casa llegó el sonido apenas perceptible de una flauta. Entonces oyó el palmetazo del tapete blanco y el derramarse de los amarracos de hueso, seguidos de un breve silencio y del chasquido de las fichas, roto a su vez por gritos y risotadas.

Ya casi era de noche cuando Junan oyó que llamaban a la puerta. ¿Sería Hu Mudan? Se levantó del taburete y fue a abrir.

Ante ella aparecieron dos hombres jóvenes. Uno llevaba una guerrera desteñida y el otro un uniforme del ejército que le quedaba corto de mangas. Eran demasiado jóvenes y pobres para ser amigos de su padre, pero, así y todo, en la expresión del más alto reconoció un halo de expectación que le resultó familiar. Un parásito, pensó. Percibió en su rostro un no sé qué de imprudencia que no le gustó. Era guapo. El otro era más joven, hermético y de rasgos angulosos, mal porte y gafitas redondas.

– Venimos por Wang Daming -dijo el guapo. Tenía acento de campesino-. ¿Nos deja entrar?

– No -contestó Junan.

– Vamos, mujer -dijo con desparpajo-. Que no te vamos a comer. -Miró por encima de Junan. Se oía perfectamente a los hombres, riéndose en el despacho.

– Vámonos, Li Ang -dijo el más joven-. La chica no quiere que entremos.

– Tú déjame a mí -respondió Li Ang.

– Yo me largo -dijo el otro.

Li Ang aceró el gesto. En ese momento Junan cayó en la cuenta de que eran hermanos. Li Ang no se dio la vuelta.

– Vete a casa a leer -dijo, encogiéndose de hombros-. Ya te enterarás mañana por la mañana de lo mucho que te has perdido.