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El hermano pequeño se esfumó en la oscuridad.

Li Ang se quedó allí, expectante. Junan se planteó darle con la puerta en las narices, pero no lo hizo. Su silencio estimuló al joven.

– ¿Y bien? -preguntó Li Ang.

Junan alzó fugazmente la vista para mirarle la cara y la bajó al instante.

Aunque no fue más que un breve parpadeo, aunque apenas si llegó a echarle un vistazo en aquel crepúsculo cada vez más espeso, Junan lo captó por completo, como si hubiese aspirado una bocanada de aire. Vio a un joven, a un niño, en realidad, vestido con un uniforme de alférez de segunda mano y sin gorra, lo que dejaba al descubierto un pelo de punta y unas facciones curtidas por la intemperie. Era poco mayor que ella, tenía las piernas largas y todavía no era un hombre hecho y derecho. Junan intuyó que tenía hambre. Viéndolo, también se percató del efecto que ella misma causaba en los demás, un efecto de distanciamiento creciente. Empezó incluso a percibir una ligera hostilidad hacia sí misma: una chica bonita pero fría, que se mostraba indiferente a apuestos desconocidos. No le molestó. Su postura era tan primorosa que parecía que le habían trazado la columna con una pincelada, y dibujaba circulitos con el dedo en el cerco de la puerta.

El chico se refugió en lo personal.

– ¿Wang Daming es tu papá?

Tenía la voz grave y de una sonoridad sorprendente; hasta las frases más breves apuntaban melodía. Una voz así podía atraer incluso a una mujer empeñada en ser fría. Junan levantó la vista para mirarlo. Unos ojos brillantes y remotos. El chico dio un paso al frente y se le arrimó lo bastante como para tocarla.

Junan lo observó a través de las pestañas.

– Mi padre está ocupado. No puedes entrar.

– Vengo a jugar al paigao, no a obedecerte.

Sonrió. ¿Qué fue lo que le decidió a hacer eso? ¿Cómo pudo darse cuenta, inmediatamente, de que si algo no soportaba Junan era que se burlasen de ella?

Fue un deje de dulzura en la voz del chico lo que le hizo perder los estribos. Junan alargó el brazo y le agarró de la manga.

– ¿Y quién te ha dicho que puedas jugar?

Se quedaron mirándose fijamente. Junan tenía el brazo largo y apretaba con rabia. Si el chico daba un tirón, ella le arrancaría un jirón del único uniforme que tenía. Debió de asustarse, qué duda cabe, al verse ante semejante arrebato de cólera por parte de una niña desconocida. Seguro que tomó buena nota y quedó avisado. ¿Cómo no iba a darse cuenta? Pero no lo hizo. Se limitó a sonreír de nuevo y a esperar que la cosa cambiase. Pasó un buen rato. Hasta que por fin Li Ang vio lo que había estado esperando, un suavizarse del ceño, cierta renuncia en la boca. Junan dejó caer los hombros. La sonrisa de Li Ang había surtido efecto. Ella no lo invitó a pasar ni le mostró el camino, pero le franqueó el paso y lo dejó entrar en el cuarto donde se hallaban reunidos los jugadores.

Li Ang tenía una constelación de cicatrices en la espalda que se extendía desde la paletilla izquierda hasta el centro de la columna. Tenía la piel tostada, y las heridas, al cerrarse, se le habían quedado de color azul lavanda. Cuando se acaloraba o se exaltaba, se le ruborizaba el cuerpo entero, y las cicatrices le refulgían pálidas por toda la espalda, como vetas de carne quemada.

Lo habían herido en Shanghai, durante una provocación japonesa. Se había alistado como voluntario y se ocupaba de los recados; un día vio una granada lanzada contra el joven cabo Sun Li-jen y lo apartó de un empujón. La metralla le desgarró el hombro y se le alojaron unas cuantas piezas junto a la columna, pero Sun salvó el pellejo y, como muestra de agradecimiento, le pagó los estudios en la escuela militar.

Ahora que era oficial del ejército, Li Ang se gloriaba de sus cicatrices. Solía mirarse el hombro en el espejo, estirando el cuello para vérselas en mitad de su espalda tersa y morena. Su padre había sido un pequeño agricultor, prácticamente un labriego, pero ahora él, su hijo, estaba llamado a recorrer una senda más ilustre. Había adquirido ese futuro a cambio de tan sólo un pequeño sacrificio. Su cuerpo no le preocupaba. A decir verdad, había veces en que lo desconcertaba. ¿Le pertenecía, o tenía vida propia al margen de su conciencia, como las imágenes trémulas que proyectaba el cinematógrafo? Ese hombro moteado… ¿se había interpuesto entre el cabo y el enemigo? ¿Estaba realmente salpicado de cicatrices? ¿O bien existía en algún lugar que él no conocía, intacto, como si nada de aquello hubiese ocurrido? Como de costumbre, se sacó esas ideas de la cabeza. Eran tan inútiles como el recuerdo de su madre y de su padre, muertos cuando tenía diez años. No eran más que ecos en el interior de su mente, formas que se demoraban en las márgenes del sueño. El dulce timbre de la voz de su madre, la profundidad de aquellos ojos de suaves párpados. La mano de su padre en la botella de aguardiente de sorgo, con las uñas todas roídas. Li Ang procuraba no pensar en ellos, pues estaban muertos.

El ritmo endiablado del paigao exigía reconocer las combinaciones de fichas y registrar atentamente los movimientos del anfitrión. Li Ang lo había aprendido de su tío, que jugaba a lo que le echasen. Por las tardes, la papelería de Charlie era un hervidero de partidas de go [1] y ajedrez. Charlie era un tahúr incluso jugando al bridge duplicado. Una vez él y su mejor amigo se embolsaron cuatrocientos peniques de las arcas de la cristiandad tras merendarse a dos pastores de la Iglesia Metodista de Hangzhou.

Había siete jugadores, entre ellos un coronel calvo cuya brigada había invadido Nanjing en 1911. Le dio un codazo a Li Ang.

– ¡Ajá! Conque te han ascendido, ¿eh?

Charlie mostró el hueco que tenía entre los dientes.

– Vamos a ver si en el ejército no se te ha olvidado divertirte, sobrino.

Li Ang se preguntó por qué le gustaría a su tío jugar al paigao con aquel anfitrión. Wang Daming parecía moderado: no era bullanguero ni escandaloso, ni tampoco grandote ni llamativo en ningún sentido. Tras sus gafas plateadas tenía una mirada acuosa y afable; desprendía un saludable olor. Li Ang no advirtió señal alguna -ni en sus maneras ni en su bien amueblada casa- que lo delatase como jugador. Pero cuando se puso a remover las fichas, Li Ang lo vio claro. Repiqueteaban a un ritmo sensacional, con absoluta precisión, y, sin embargo, los movimientos de Wang parecían obrar en contra de esa exactitud rítmica. Eran místicos y frenéticos: la espalda encorvada, los codos bien abiertos, las manos con un punto de histrionismo. Revolvía las fichas con los dedos una y otra vez, acariciándolas como si fuesen las cuentas de un rosario. Mirándolo y oyéndolo, Li Ang se dio cuenta de que Wang era víctima de una obsesión: creía en el pensamiento mágico como baluarte contra un dolor oculto. Incitaba a hacer apuestas fuertes que luego él igualaba a toda costa. Esa noche podría ocurrir algo inusitado.

El baijiu menguaba en la botella; el cuarto se iba caldeando. Los hombres se volvían cada vez más bulliciosos. Li Ang pensó que los únicos que se lo pasaban bien eran Charlie y el viejo coronel Jiang. Un vecino, Chen, había ido únicamente para apaciguar a Wang. Bebía poco, apostaba con mesura y apenas ganaba ni perdía nada. Algunos bebían más de la cuenta y apostaban sin ton ni son. Y a Wang, ese hombre místico y atribulado, no le hacía ni pizca de gracia. Li Ang decidió impresionarlo y mantuvo la compostura, como su tío.

Dos botellas de baijiu. Tres botellas. Wang removía las fichas. Esta vez se inclinó sobre ellas como tratando de calentar la partida con la fricción de las fichas contra la mesa. A Li Ang le pareció oír que alguien llamaba a la puerta. Se volvió pero no había nadie. Al ver lo que le había caído en suerte, volvió a poner atención en la partida. Un doce y un ocho rojo: la combinación de más valor. Ésta es la mía, se dijo. Apostó todo cuanto tenía en esa baza, y en la siguiente, que también ganó, esa vez con un dos y un ocho rojo. Wang se sonrió y empujó sus fichas hacia delante, y a Li Ang las manos del anfitrión le parecieron algo menos crispadas.

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[1] Juego oriental en el que dos jugadores colocan alternativamente fichas blancas y negras en un damero de veinte por veinte escaques y que gana quien acota un área mayor. [N. del T.]