Aquel aciago día, meses atrás, en otra vida, mi madre le había pedido a Li Bing que la ayudase a sacar el cargamento de muebles, obras de arte y demás objetos de valor que almacenaba desde hacía tanto tiempo. Mi tío no se desentendió y los envíos burlaron el bloqueo. Mi madre lo escondió todo y se puso a esperar. Tenía la sospecha de que aquellos símbolos de la vieja China no tardarían en tener su demanda, y dio en el clavo. Todo el mundo quería algo. El señor Jian cobraba unas cantidades exorbitantes y luego le contaba a mi madre quién había adquirido esto y quién lo otro. Una mujer de Hangzhou compró un paisaje del Lago del Oeste y lo pagó con lingotes de oro. El conservador de un museo de Taipei se llevó varios objetos. Hasta Hsiao Taitai pagó en oro por los pergaminos que años atrás había desechado en Chongking, y el señor Jian se las ingenió para que la mujer no se enterase de que mi madre no la tenía en tanta estima como para regalárselos. Los refugiados se rodeaban de símbolos del pasado y mi madre se embolsaba más dinero, que luego dedicaba a invertir de cara al futuro.
Yo estaba enfrascada en otro tipo de futuro. Apenas mostraba interés por nadie que no fuese mi hija. Nos pasábamos el día juntas en mi dormitorio. Yo misma le daba el pecho y, por las tardes, mientras Mudan dormía la siesta, leía novelas de kungfu o miraba por la ventana o contestaba las cartas de Katherine Rodale. Como estábamos tan unidas, Mudan casi nunca lloraba. Las visitas de mi madre llegaban y se marchaban sin acordarse de que había un bebé en la casa. Pasábamos el rato inmersas en nuestro mundo privado: yo, amando y añorando, y Mudan, en su propio universo de sueños de bebé. Era muy joven para saber que no tenía padre y que yo, su madre, había traicionado a todos cuantos había amado.
La fuerza de nuestras dos familias se veía en la espalda recta de Mudan y en su espléndida pero contenida energía. Enseguida consiguió ponerse de pie, y yo disfrutaba viendo con qué facilidad aprendía a andar y correr. Mi madre también se fijaba en esas cosas, pero miraba a la pequeña Mudan con cierta reticencia. Me daba la impresión de que veía en ella el vestigio de una época que prefería olvidar. O quizá es que la tomaba como la prueba evidente de mi deshonra. Nunca hizo el menor comentario, pero con el paso del tiempo, fui dándome cuenta de que otros no eran tan cuidadosos. Hasta Pu Taitai evitaba a Mudan, y con el tiempo, fui apartando a mi hija de las amigas de mi madre. No quería que la hiciesen daño con sus prejuicios y menosprecios.
Un día, cuando Mudan tenía casi tres años, mi madre me llamó a su cuarto.
– Tengo algo para ti, Hong.
Sacó una caja de madera normal y corriente, del tamaño de una caja de zapatos. La puso encima de la mesa y la abrió con una llavecita.
Empezó a enseñarme, uno por uno, los collares que había juntado durante años. Había sartas de jade verde y de jade rojo. Había perlas de agua dulce con forma de capullos de gusanos de seda y de diminutas velas de cera. Recordé los momentos que había pasado acurrucada contra ella, sintiendo las hileras de perlas alrededor de su cuello. Las últimas tres sartas eran perfectamente redondas. Había una ristra muy larga de esferas de color plateado, grandes e impecables, y otra de un blanco cremoso. Por último, sacó un collar de perlas rosas a juego, perfectas, lo bastante largo como para dar dos vueltas alrededor del cuello.
– Quiero daros parte de mis joyas a ti y a Mudan -dijo mi madre.
Me quedé mirando al suelo, sorprendida.
– He estado observándola. Tiene una personalidad muy concreta. Sus alas la llevarán lejos, si se le da la oportunidad. Como la enjaules, no te lo perdonará. Mira, Hong, éste no es un buen lugar para… para una niña sin padre. Tienes que buscar un lugar seguro, para ti y para Mudan.
– ¿Adónde debería ir?
– Donde nadie te conozca, a un sitio donde nadie te eche en cara tu pasado. A algún lugar donde puedas afrontar el futuro con la cabeza bien alta. Te hará falta dinero. Deberías vender el jade y las perlas de agua dulce y guardarte las perlas a juego para ti y para tu hija.
Me estaba diciendo que me fuese. Hablaba con voz resuelta, con una mueca de determinación en los labios.
– Desciendes de una línea de mujeres nacidas con mala estrella. Todas hemos vivido encorsetadas por las circunstancias. Tu abuela, por una sociedad implacable. Yo misma he tenido que luchar para salir adelante en medio de una guerra. Y tú, Hong, has caído en la red que tú misma te has tejido. Entiéndelo. Tienes que evitar que tus decisiones acaben perjudicando a tu hija.
Cogí una perla entre los dedos. Era tersa y lustrosa, de color blanco plateado, una profanación oculta en una concha refulgente.
– ¿Y Hwa? -pregunté.
– Hwa se casará.
Cogió el collar de perlas rosadas y lo dejó a un lado.
– Hwa se casará.
Me había pasado años recluida en los apremios de la maternidad, dejando que Hwa se las arreglase sola. Me venía con pucheros pero, viendo que no le hacía caso, dirigió la atención a sus amigas. Se volvió sociable, segura de sí misma, jovial y ambiciosa. En un cierto momento, durante esa época, se enamoró de Willy Chang, que había madurado y se había convertido en un joven ágil y moreno, guapo de cara y sensible de carácter. Antes de salir de China, el padre de Willy había invertido todo el dinero de la familia en oro y, en consecuencia, el chico era un partidazo.
Todo parecía indicar que los intereses que compartían Willy y Hwa eran estrictamente académicos. A él le apasionaba escribir poemas y mi hermana se especializó en literatura para hacerle compañía. Se pasaban los apuntes en la biblioteca y rara vez se veían a solas. Hwa negaba estar enamorada, pero sus palabras la delataban.
– Es un chico complicado -me dijo un día-. Es como una piña, áspero por fuera, pero dulce y tierno por dentro.
Le encantaban sus poemas y sus travesuras, y estaba tan orgullosa como una amante de lo guapo que era.
Willy también gustaba a muchas otras chicas. Para contrarrestar ese interés, Hwa hubo de echar mano de toda la perseverancia y estrategia que en su día aprendiera observando las partidas de mahjong de mi madre. Sobre todo le preocupaba Yun-yi, la nieta de Hsiao Taitai e hija única de Hsiao Meiyu. Viéndolo retrospectivamente, sé que debería habérselo contado todo a mi madre, pero por aquel entonces me importaba mucho más que Hwa valorase la lealtad y los secretos.
– Un buen chico -me dijo un día mi madre por aquella época-. Un chico con una reputación sólida… una buena reputación… y de buena familia, con una profesión bien pagada.
Me di cuenta de que no se refería a Willy Chang.
– ¿Piensas que a Hwa le va a hacer falta un marido con dinero? -le pregunté.
– No -dijo-, el dinero lo tenemos nosotras. En el mundo moderno, es más importante que tenga una profesión que una fortuna.
– De todas formas, me parece que Hwa querrá elegir su pareja por sí sola -dije.
Mi madre sacudió la cabeza.
– ¿Qué te crees, que no me doy cuenta de nada? Tú espera y verás.
Los problemas de Hwa empezaron el verano previo a su último año de universidad. Lo recuerdo como si fuese ayer. Había dejado a Mudan unas horas al cuidado de mi madre para ir con Hwa a unos grandes almacenes y ayudarle a buscar un vestido para una fiesta de graduación, un modelito que le gustase a Willy. Se había dejado el pelo largo, lo llevaba recogido en un moño muy elegante, y había empezado a usar faldas y jerséis americanos. Hwa encontró un jersey de punto de color rosa claro que le quedaba muy bien, pero no tenía con qué combinarlo. Quería una falda de verano con un estampado de flores; pensó que podía ponérsela con el jersey y con su blusa blanca favorita, que tenía el cuello bordado.
Según llegábamos a las puertas de cristal, vimos a Hsiao Meiyu y a su hija Yun-yi en la acera, a punto de entrar en los almacenes.