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Allí en Taiwán, mi madre conocía a Hsiao Meiyu por frecuentar los mismos círculos; de cuando en cuando coincidían en una cena. Ahora que su madre había muerto, Meiyu había eclipsado a sus hermanas. Se había convertido en una mujer arisca y con fama de esnob que sólo alternaba con las familias de los generales. Habría preferido evitarla, pero hasta yo sabía que debíamos ser corteses.

Lo que sucedió a continuación fue cosa de un momento. Meiyu y Yun-yi entraron por la puerta. Nosotras sonreímos y las saludamos con la mano. Meiyu miró en nuestra dirección; casi diría que su mirada se cruzó con la mía. Entonces ella y Yun-yi se desviaron. Fuimos hacia ellas -todas sonrientes, con los ojos abiertos y las manos extendidas- pero pasaron de largo. Seguimos adelante, salimos por la puerta giratoria y un segundo después estábamos de pie en la acera barrida por el viento.

– ¿Nos ha visto? -preguntó Hwa.

– ¿Qué más da? -dije burlona, aunque el encontronazo me había dejado helada-. Creo que no.

– Pues yo creo que sí. Vaya si nos ha visto.

Fuimos a otra tienda, pero la visión de Meiyu y Yun-yi había ensombrecido la excursión, y no tardamos en volver a casa. Hwa no hablaba de otra cosa. Traté de consolarla, diciéndole lo bien que le quedaba el jersey rosa que se había comprado y que nadie más en la fiesta tendría un jersey tan bonito… Pero estaba preocupada.

– ¿Te diste cuenta -dijo- de que este fin de semana mamá no fue a la fiesta de Hsiao Taitai?

La semana siguiente nuestra madre alternó como de costumbre. No le dijimos nada del incidente. Pero a los pocos días volvió a pasar lo mismo, esta vez con otra compañera de mahjong de mi madre con quien Hwa se topó cuando volvió a casa desde la parada del autobús. Con todo, tardamos varios días en enterarnos de lo que pasaba. Naturalmente, fue Hwa quien reconstruyó los hechos.

– Hsiao Taitai y los padres de Willy están hablando de casar a sus hijos -dijo-. Hsiao Taitai ha oído que Willy y yo tenemos una amistad especial y se lo ha contado a la madre de Willy. Ahora sus padres le piden que les explique qué es lo que hay entre nosotros.

– ¿Y él que les ha dicho?

– Que no lo sabe.

– ¿Nada más?

– Eso es lo que me ha dicho él.

Hwa se tapó la cara con las manos.

– Pero Hwa -dije yo-, ¿cómo va a saber lo que hay entre vosotros si tú no le dices nada? Si supiese la verdad, tal vez se opondría al matrimonio.

– No sé yo si lo haría.

– Tienes que hacerle saber cómo te sientes.

– ¡No!

– Pero Hwa, él no puede saber que lo amas si tú no se lo dices. Muéstraselo. Díselo. Míralo a los ojos.

Durante un largo instante se esforzó en hablar. De repente soltó:

– ¡No pienso hacerlo!

– ¿Qué quieres decir?

– Que no puedo.

– Pero Hwa, si no hablas con él, lo vas a perder.

Al oír eso, enderezó la espalda y se alisó la falda por encima de las rodillas. Vi cómo se le demudaba el rostro en un gesto de pena y determinación. Sólo horas después, tumbada en la cama sin poder dormir, conseguí recordar dónde había visto yo antes ese gesto categórico de renuncia y supe que Hwa nunca abriría su corazón a Willy. No quería estar a merced de nadie.

Poco después nos enteramos de que Willy se había prometido.

A Hwa se le partió el alma. Se le notaban todos los huesos. Las menstruaciones la martirizaban. Perdió todo interés por las fiestas de graduación. Mi madre asistió a todo ese proceso sin abrir la boca. Sabía de sobra lo que pasaba. Pero cuando yo le mencionaba el tema, se limitaba a decir:

– Tiene que seguir luchando. Tiene que tirar para adelante. Tiene que aprender a renunciar.

– Por las noches la oigo llorar a través de la pared.

– Ya encontrará a otro.

– No creo que sea eso lo que quiere.

Mi madre apretó los labios.

– Ya habrá otro hombre que la proteja -dijo-. Una mujer nunca estará a salvo mientras no se dé cuenta de que lo mismo da un hombre que otro.

No dije nada. Silencios así eran necesarios entre dos mujeres adultas que vivían bajo el mismo techo.

2 de enero de 1954

Querida Hong:

Te escribo ilusionadísima. Debido a las leyes de extranjería, Ming y yo hemos tardado más de lo que pensábamos en afincamos en los Estados Unidos, pero estoy contenta porque por fin puedo darte una buena noticia. Mi iglesia está ofreciendo una beca a un estudiante chino de mérito. Te escribo en nombre de mi iglesia para ofrecerte la beca siempre que apruebes el examen del gobierno de Taiwán y consigas que te acepten en una universidad estadounidense. El gobierno de los Estados Unidos también exige que los becados dispongan al menos de dos mil dólares al año.

Estoy segura de que con lo inteligente y seria que eres no tendrás ningún problema para pasar el examen ni para destacar en una universidad estadounidense. Te resultará difícil separarte de Mudan, pero puede quedarse en Taiwán, con tu madre, mientras tú completas tu educación. Podrás verla todos los veranos. Es una oportunidad de oro y espero que la aproveches. Dime si hay algo que pueda hacer para ayudarte.

Un abrazo,

Katherine

Todo aquel que quisiese estudiar en los Estados Unidos estaba obligado a aprobar el examen del gobierno. Quien sacaba una nota lo bastante alta y encontraba una universidad que le subvencionase los estudios, recibía un visado de estudiante. No sería nada fácil competir con los alumnos más cualificados de Taiwán en aquella época. Pero el destino de mi hija me serviría de acicate. No quería que se criase en un ambiente como aquél, rodeada del prejuicio de mujeres como Hsiao Meiyu. No quería que viviese eclipsada por lo que yo había hecho. Gracias a mi madre, yo disponía del dinero para ir a los Estados Unidos, las alhajas que llevaba bajo la ropa mientras nos bombardeaban.

Así que me puse a estudiar inglés más a fondo, empezando por el viejo libro de cuentos de Yinan y después pasando a gramáticas más complicadas. Repasé las matemáticas, apelando al gusto por los números que llevaba en la sangre. Por último, estudié la historia del país que habíamos dejado atrás. La había aprendido de niña -como todo colegial chino- y ahora volví a leérmela entera, sentada en mi escritorio, en aquella isla cercana al continente, luchando contra el sueño y la pena. Estudiaba con detenimiento las listas de los grandes emperadores que habían unificado el país desde las llanuras amarillas del norte hasta el salvaje suroeste y las ricas costas del sureste. Leía acerca de las dinastías, de sus triunfales inicios y su postrera desintegración; surgían, se alzaban y caían a lo largo de milenios y, cuando caían, siempre dejaban atrás un grupo de refugiados que huía a los últimos confines del imperio y, en ocasiones, a la isla donde se había afincado mi familia. Me sorprendí leyendo cada vez más despacio, temerosa de llegar al final, pues echaba de menos a Hu Ran y a mi tío, a mi padre y a Yinan, y a Yao mi hermano y primo. Y cuando llegó la hora de subir al avión rumbo a San Francisco, pensé que los estaba dejando atrás a todos.

Todas las semanas me llegaba una carta nítida y escueta de mi madre en la que me informaba, con sequedad, de las actividades de la pequeña Mudan. Si me las hubiese escrito en un tono un poco más compasivo, podría haberle confesado el suplicio que me había supuesto separarme de mi hija. Pero las palabras de mi madre no invitaban a semejante franqueza. «Te echa de menos -me escribía-, pero le enseñó una foto tuya y le explicó que te has ido porque quieres construir un nuevo hogar para ella. Es una niña razonable y está deseando que llegue el verano para verte.»

Al principio, Hwa me escribía con frecuencia. Se sentía muy sola y el otoño se le estaba haciendo eterno y cuesta arriba. Lo más duro fue el día de la boda de Willy Chang y Yun-yi. La invitaron, pero se quedó en casa. Me escribió una carta para desahogarse conmigo. «Aunque ahora mismo me parezca imposible -decía-, sé que un día me casaré. En el fondo, siempre he deseado casarme con alguien a quien amase de verdad. De algún modo, serviría para compensar todo lo que nos ha pasado. Aunque quizá este sueño de amor no sea más que el sueño de una chiquilla.»