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Busqué palabras que pudieran ayudarla. Rara vez acudía a mí.

«Podrías presentarte al examen y venir a los Estados Unidos -le contesté-. Vivir aquí es muy interesante y seguramente conocerías a otro chico. O igual puedes ir a Hong Kong -añadí-. Seguro que mamá tiene una amiga, o conoce a alguien allí, que podría echarte una mano si te matriculases en la universidad. Así podrías aprender a vivir por tu cuenta y a ser independiente.»

Estuvo un tiempo sin responder. Hubo de transcurrir más de un mes antes de encontrarme uno de sus habituales sobres azules en el buzón.

22 de febrero de 1956

Jiejie:

Te escribo para contarte que Pu Li y yo nos vamos a casar el 3 de junio, aquí en Taipei. Inmediatamente después viajaré a los Estados Unidos para buscar casa en California y Pu Li empezará el segundo año de su master en la universidad de Stanford. Pu Taitai quiere quedarse en Taiwán. Todavía tiene esperanzas de que el Generalísimo reconquiste pronto la China continental. Espero que cuando tengamos hijos, mamá venga a los Estados Unidos, a vivir con nosotros. Así volverá a haber tres generaciones de la familia viviendo bajo el mismo techo.

Sé que todo esto te parecerá un cambio muy brusco. Pero ya ha pasado mucho tiempo desde que Pu Li era aquel crío que quería cogerte de la mano en el cine. Estoy segura de que lo entenderás. Gracias por los consejos de tu última carta, pero después de pensarlo bien, he decidido hacer las cosas al estilo de mamá. Tenía ciertos reparos ante la idea de casarme, pero ya los he superado y está todo decidido. La verdad es que estoy sumamente contenta. Y mamá está muy orgullosa de mí.

Meimei

Mi madre y Pu Taitai se encargaron de los preparativos de la boda. Envalentonadas por el dinero de mi madre y los contactos de Pu Taitai, organizaron un festejo descomunal, al que invitaron a todas sus amistades, a los amigos de las dos familias, y a las familias de aquellos que habían conocido al padre de Pu Li y al mío. La capilla fue idea de Pu Taitai; la mujer estaba influida por el recuerdo de las bodas cristianas de postín celebradas en los viejos tiempos. Tras la boda habría un enorme banquete, y Hwa se había hecho con otro traje, un chipao rojo de lo más historiado, para la segunda ceremonia, que, por deseo expreso de mi madre, se oficiaría en estricta observancia de la tradición china, con su anciano, su testigo y su reverencia ritual a los antepasados.

Volví a Taiwán para asistir a la boda. Taipei estaba azotada por los últimos coletazos del monzón. Los edificios se hundían y reflotaban entre inmensos nubarrones, irguiéndose oblicuos como si la ciudad y todos sus habitantes girasen atrapados en un remolino. Llovía cuando llegamos a la iglesia, llovía con tanta intensidad que, aunque eran las once de la mañana, parecía estar anocheciendo y, ya en el interior del templo, bajo aquella luz mortecina, cuando mi madre y Pu Taitai traspasaron el umbral de la puerta, fue como si surgiesen de las nieblas del pasado. Mi madre, con su hermosa y abundante melena ya entrecana, lucía un porte exquisito. Ahora que frisaba en los cincuenta se había quedado muy delgada, pero conservaba su garbo e inteligencia, así como la vieja aureola de entereza y circunspección.

Hwa también había perdido peso. En su día tenía los pechos redondos y los hombros curvos, pero con el ajetreo de la boda había adelgazado hasta convertirse en la mujer que sería por el resto de sus días: chiquita, huesuda, con los ojos penetrantes y el pelo, aquella preciosa melena, corto y marcado con permanente. Los preparativos de la boda la habían enflaquecido. Había envuelto el vestido con unas telas y lo había guardado en una caja enorme, pero así y todo tenía miedo de que, en el trayecto hasta la capilla, se le mojase con la lluvia. El chófer le iba protegiendo la cara, toda maquillada, con un inmenso paraguas rojo, pero ella, de todas formas, sostenía una gabardina sobre la cabeza. Al final, tanta precaución resultó un acierto. Según se apeaba de la limusina, el rugido de un trueno nos dejó a todos sordos y el chófer, un emigrante como nosotros que de niño había vivido la ocupación de Nanjing, se llevó tal susto entreverado de recuerdos, que el paraguas se le venció peligrosamente hacia un lado y tuvo que ser un viejo amigo del difunto general Pu quien, renqueante y todo, se lanzase a rescatarlo.

En el vestíbulo me tropecé con Pu Li. Estaba espléndido con su esmoquin completo de brillantes tachones dorados y unos zapatos de charol que relucían en sus pequeños pies. Me pregunté cómo habría hecho para llegar con ellos así a la iglesia, con la que estaba cayendo. Resultó que se había presentado allí antes de la lluvia para cerciorarse de que todo estaba tal y como Hwa y su propia madre querían.

– Felicidades -le dije-. Me alegro de que vayas a ser mi hermano.

No bien me salieron de la boca, pensé en lo estúpidas e insultantes que debían de sonar esas palabras.

Pero Pu Li se limitó a sonreír y me dijo:

– Jiejie.

Tras la ceremonia, él y mi hermana pasarían una semana juntos en Taipei. Luego él se volvería a California para reanudar sus estudios. Hwa se reuniría con él pasados unos meses. Pu Li me preguntó qué planes tenía, y le expliqué que pensaba especializarme en psicología e inglés. Me felicitó por ello. Yo también lo felicité y le deseé que fuese muy feliz. Me di cuenta de que nunca me había gustado tanto como en ese momento. Entonces se retiró, para ocuparse de no sé qué detalle, y me quedé sola en mitad de aquel vestíbulo atravesado de ecos. Si no hubiese vuelto a ver a Hu Ran -o si hubiese acudido al boticario- esa boda podría haber sido la mía. Poco a poco, el instante de arrepentimiento se transformó en alivio.

Mi madre y yo nos sentamos en nuestros bancos. Al instante, Hwa entró a solas en el templo. Iba tan tiesa como un general y con una expresión de inescrutable serenidad en el rostro. No teníamos parientes ni amigos que la llevasen del brazo al altar. Los amigos varones de mis padres, como tantos otros de su generación, habían muerto. Hwa llegó lentamente al altar y allí se quedó parada, austera y hermosa con su traje blanco.

El pastor leyó en mandarín:

– Por más que hable las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no poseo amor, no seré más que un ruidoso gong o un platillo estrepitoso. Por más poderes proféticos que tenga, por más que entienda todos los misterios y todos los saberes, y mi fe sea tanta que mueva montañas, si no poseo amor, no seré nada. Por más que regale todas mis posesiones y haga entrega hasta de mi cuerpo con tal de gloriarme, si no poseo amor, no ganaré nada.

»El amor es paciente y amable; el amor no es envidioso, ni jactancioso, ni arrogante, ni descortés. No porfía en imponer su voluntad; no se irrita ni guarda rencor; no se regodea en fechorías, sino que se regocija con la verdad. Lo soporta todo y todo lo cree, lo espera todo y todo lo resiste.

»El amor nunca acaba.

Pu Li estaba muy serio; la expresión de Hwa era de resolución. A mi vera, del otro lado del pasillo, Pu Taitai alzaba el rostro hacia el pastor con gesto fervoroso, como embebida en sus palabras, pero al observar con detenimiento sus ojos ojerosos, una se daba cuenta de lo lejos que estaba.

Mi madre estaba inmóvil como una estatua. Tenía la cabeza vuelta y sólo yo vi sus lágrimas.

El lago de los sueños

Nueva York y Palo Alto 1989-93

Cuando era pequeña mi tía me contó una vez el cuento de una mujer china que le llevó un naranjo plantado en un tiesto a una amiga coreana a la que le encantaban las naranjas. En China, el naranjo daba esferas de oro pálido cargadas de gajos dulces y brillantes, envueltos en piel traslúcida y apergaminada. La coreana colocó el arbolito en una ventana orientada al sur. Cuidaba de los azahares y esperaba con impaciencia, pero, con el paso de los meses, se dio cuenta de que las naranjas no eran las mismas. Eran más pequeñas, tanto como mandarinas, de piel escarlata y con hoyuelos. Por fin una de ellas maduró y, al ir a tocarla, se quedó con ella en la mano. La mondó con ansiedad: los carnosos gajos se habían contraído y teñido de un carmín oscuro. Parecían haberse encerrado en sí mismos, como para conservar las fuerzas en su nuevo hogar. La coreana comprobó que el sabor, si bien seguía siendo delicioso, era algo más ácido y peculiar.