Hoy en día, siempre que pienso en la suerte que corrimos, nacidas y criadas en un país y emigradas a otro, me acuerdo del cuento de Yinan.
Pu Li creció en direcciones imprevistas y sus raíces prendieron con solidez en suelo extranjero. Sus virtudes siempre habían sido la diligencia, la formalidad y el buen carácter. Con los años, su talento para cumplir con su trabajo y congeniar fue cristalizando en un ascenso tras otro hasta llegar a jefe de uno de los departamentos de la floreciente empresa de software en la que trabajaba, donde tanto superiores como subordinados lo admiraban y tenían por un hombre justo. También demostró ser un marido tierno y generoso, y aunque Hwa jamás lo sacaba a colación, me consta que tácitamente se enorgullecía de ello.
Hwa quería empezar de cero en los Estados Unidos. Construyó para su familia un mundo de claridad y orden, estudiándose los programas de televisión y suscribiéndose a revistas que le enseñasen el estilo de vida americano. Convenció a Pu Li de que se pasase a los filetes con patatas y los postres americanos. Cuando tuvo a su primer hijo, un niño, su designio estaba completo. Decidió que a Marcus lo criarían en inglés, un idioma sin las palabras precisas para dar nombre a los dilemas que nos habían atormentado. Instaló una moqueta blanca que empezaba en el borde del recibidor y se extendía por todas las habitaciones. Todo el que entraba debía quitarse los zapatos y ponerse unas zapatillas bordadas. Las visitas solían comentar lo espléndida que era la moqueta y lo nueva que estaba, y siempre que Hwa esperaba invitados, hacía una batida por toda la casa para alisar marcas y rozaduras hasta dejarla como un manto de nieve blanca y reluciente que hubiese caído uniformemente por todas partes.
¿Y qué decir de mi vida en los Estados Unidos? Al final, como decía Hwa, igual resultaba que no era ni mejor ni peor que la de cualquier otra persona.
Al terminar la universidad me traje a la pequeña Mudan a Nueva York, donde Rodale Taitai me consiguió un trabajo en una organización subvencionada por la iglesia para asistir a inmigrantes recién llegados. Me ocupaba de presentar los unos a los otros, explicarles las leyes y resolverles el papeleo. Cuando en 1965 se pusieron barreras a la inmigración, aprendí cantonés y me convertí en defensora de los que pretendían traerse a sus parientes cercanos. Asistía a clases nocturnas, hice un master en trabajo social y conseguí un trabajo en un organismo municipal.
Durante años, la gran urbe, enorme e indiferente, me procuró consuelo. Nadie sabía nada de mí ni conocía a mi familia. La pequeña Mudan era una niña grácil e imprevisible; había sacado el pelo de su padre, azul de puro negro, y sus expresivas facciones. Después de haber estado separadas tanto tiempo, era un alivio poder irme a la cama sabiendo que estaba en el otro cuarto, leyendo tebeos de Hong Kong bajo el edredón, a la luz de una linterna. Hasta lidiar con sus problemas de adaptación al nuevo país me suponía un alivio. Con el tiempo se fue aclimatando y poco a poco aprendió a hablar inglés. Estábamos muy unidas, aunque no me contaba nada de la época que habíamos pasado separadas.
Yo había dado por hecho que Hu Ran me acompañaría siempre, que caminaría a mi lado, como un recuerdo parejo de todo lo que habíamos padecido. Pero, conforme pasaba el tiempo, las ondas de nuestra separación se hacían más anchas. Cada mañana me alejaba un poco más. Trataba de retener su imagen en la memoria, me esforzaba en mantener vivo el olor a humo de sus ásperas ropas, el color de sus ojos, la forma de su boca. Sufrí esta comezón durante años, hasta que, finalmente, mis recuerdos se calmaron como el sueño y dejé de sentir la presión de sus dedos en los míos. Al cabo de varios años, ya no era capaz de recordar a Hu Ran sin concentrarme, sin forzar la imaginación.
No debía de parecer diferente a muchas otras neoyorquinas, más espigada, si acaso, y con aspecto de llevar menos tiempo en la ciudad, con una expresión más distante. Había estudiado inglés, había encontrado trabajo y me había adaptado al estilo de vida americano. Viéndome, nadie podría imaginarse la historia de mi vida ni la de mi familia. Pero lo cierto es que esa herencia, las separaciones y traiciones de mi país, de mi familia, las mías propias, me habían destrozado. Durante años guardé las distancias hasta con Hwa y mi madre. Sólo las veía en vacaciones. Me mostraba indiferente cuando me insinuaban que debería encontrar a alguien, tal vez un viudo, que pudiese pasar por alto lo que ellas consideraban la vergüenza de la pequeña Mudan. Les decía que no tenía interés en casarme. En realidad, lo que tenía era miedo. ¿Cómo podría amar a otro hombre después de haber dejado tan claro que no se podía confiar en mí? Conocía demasiadas de mis flaquezas. No me veía con fuerzas para intentarlo. Sólo hacía una excepción con mi hija. Estaba decidida a no fallarle. Por ella me levantaba de la cama todas las mañanas, y por ella volvía todas las noches corriendo a casa.
Conocí a Tom Márquez en el master. Me sentí segura haciéndome amiga suya porque era distinto a todas las personas con que me había criado. Era alto y delgado, así que no se parecía en nada a Pu Li; tenía la cara alargada y melancólica, y unos ojos hundidos que jamás me recordaron a los de Hu Ran. No había probado la comida china en toda su vida. Al principio, tantas diferencias me confundían pero, con el tiempo, fui descubriendo lo que teníamos en común. Los padres de Tom eran inmigrantes. Su madre lo había criado sola, así que entendía a Mudan. Además, se mostraba leal y me hacía reír durante mis años de balbuceos, disculpando mis pausas y trompicones con la paciencia de un hombre obstinado. Su confianza y cordura me convencieron a dar el paso. Al cabo de varios años, lo más normal era que uniésemos nuestras vidas, así que finalmente nos casamos en el ayuntamiento. Criamos a Mudan juntos y tuvimos una hija, Evita Junan.
Así que Hwa no mentía al decir que las cosas me marchaban bien. Mis hijas crecieron y alcanzaron su plenitud. A Mudan se le dieron bien los estudios y se licenció en derecho. Creía firmemente en la justicia, convicción que compartía con su padre y tío abuelo. Evita Junan se convirtió en una mujer tan fuerte y hermosa como sus dos abuelas. Al terminar la universidad en California, volvió a Manhattan y aceptó una serie de empleos variopintos: unas prácticas en el ayuntamiento, un período en una publicación semanal y un puesto en el zoológico. Quería tomarse un tiempo para decidir a qué iba a dedicarse. Todos los fines de semana iba corriendo al parque para echar un partido de fútbol. Cuando la veía ponerse su camiseta, con aquella cara congestionada que salía de golpe por el cuello y aquella garganta tan robusta que surgía como liberándose de un yugo, me daba cuenta de que nadie podría inmovilizarla ni coartarla jamás. Habían pasado muchos años desde que mi abuela se viese obligada a caminar sin que tintineasen los cascabeles que llevaba cosidos en el dobladillo de las faldas.
En los años posteriores a mi salida de Taiwán, afrontamos múltiples retos y corrimos muchas aventuras en los Estados Unidos. Pero al pensar en esas historias, veo que no puedo incluirlas en ésta. Quizá la parte americana de nuestras vidas merezca contarse por separado. De momento, bastará decir que, después de más de treinta años en los Estados Unidos, estoy contenta. Sólo de vez en cuando, cuando una de mis hijas leía en silencio en el sofá, su mueca de concentración o la raya de su pelo me traían a la memoria algún conocido del pasado. La mayoría de las noches dormía bien. Rara vez hablaba de mis años en China con nadie, ni siquiera con Hwa o con mi madre, que tenían sus propios motivos para guardar silencio.