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Me encontraba a gusto con mi nueva vida, tanto que casi me había olvidado de todo, cuando un día, en el trabajo, oí la historia de una mujer de noventa y cinco años que había huido de China a través de Hong Kong y había conseguido llegar sola a los Estados Unidos. Se había hecho con un pasaporte falso según el cual tenía sesenta y cuatro años, y se había instalado en el barrio chino de Manhattan, donde se había convertido en la abuela de todos sus vecinos aunque no era pariente de ninguno. La mujer recordaba la época en que empezaron a desvendarse los pies de las mujeres, y la revolución de 1911, y, claro está, la de 1949. Después se había ganado la vida cosiendo pantalones en una fábrica comunista. Mucho antes de enterarme de cómo se llamaba, ya sospechaba quién podría ser.

Hu Mudan había menguado con los años; la carne había huido de sus huesos y los recuerdos, poco a poco, también se le dispersaban. Los días que se encontraba bien iba a ver a una chica de Fujian que escribía cartas por dinero y así contestaba los mensajes que de cuando en cuando le llegaban solicitándole una entrevista. Después de tres años en los Estados Unidos, había empezado a recibir llamadas y cartas de periodistas e investigadores que querían hablar con ella. Hu Mudan no le decía que no a ninguno. Recibía a reporteros, investigadores y estudiosos en su nidito de Pell Street y les ofrecía un té. Cuando fui a verla, me enseñó con orgullo todos los artículos que guardaba recortados y forrados de plástico en un clasificador de anillas.

Fui pasando las hojas. «Recordando las costumbres chinas: La fiesta de Año Nuevo en los días del Qing.» «Memoria de una invasión: Una mujer centenaria evoca la matanza de Nanjing.»

– Pero si tú no estabas en Nanjing cuando la matanza… -le dije-. ¿No vivías en la provincia de Sichuan?

Se encogió de hombros.

– ¿Y a ellos qué más les da?

– Tratan de dejar constancia de sucesos históricos. Buscan la verdad.

– ¿Pero por qué tienen que saber nada de mi vida? -Me miró con furia-. Esos narizotas, esos extranjeros y sabihondos que llaman a mi puerta queriendo saberlo todo de mí… ¿por qué voy a tener que contarles mi vida?

– Quieren entender el pasado.

– Eso es imposible.

No había forma de razonar con ella.

– Entonces, ¿por qué no los echas?

– Es que me dan pena -dijo.

Le enseñé fotos de Mudan y de Evita. No me preguntó nada. Aceptó sus nombres en silencio y le prometí que muy pronto volvería con las dos.

Entonces se recostó con una expresión de total tranquilidad en aquellos ojos de párpados delicados, como si los reencuentros al cabo de las décadas fuesen el pan nuestro de cada día. Estuvo varios minutos sin decir nada y me pregunté si no estaría soñando despierta. Era muy anciana, demasiado para una sorpresa así. Pero cuando hice ademán de marcharme, Hu Mudan puso su mano, seca y cálida, en la mía. Comprendí que quería que me quedase con ella. Permanecimos sentadas, cogidas de la mano, y al cabo de un rato me pareció notar cómo le bullían los recuerdos en los huesos mientras se remontaba treinta, cincuenta, setenta años atrás.

Me dijo que los huesos se le habían convertido en aquellos oráculos de los cuentos antiguos. El tiempo se los pulsaba con delicadeza, como los dedos de un flautista al tocar el caramillo, pero sin tregua, hasta el punto de haber aprendido a identificar las melodías que surgían de su cuerpo. Y tenía la impresión de que, a medida que envejecía, la música de sus huesos había ido aumentando de volumen y cada nota se había fundido con la siguiente hasta producir arias e incluso óperas enteras. La primera, la muerte de sus padres en Sichuan. Luego, el telón de lluvia mientras viajaba río abajo hasta el mar; su llegada a la bella ciudad de Hangzhou y su primera visión de la hermosa y destartalada mansión de mi bisabuelo, con su imponente cortafuegos, algo deslucido, y el verde relumbrante de las gastadas tejas. En ese punto confluían nuestras historias, en esa mañana de octubre de 1911.

Seguimos sentadas hasta que empezó a anochecer. Ya tenía que irme a casa, pero había ido dispuesta a hablar y no podía marcharme sin hacerlo.

– Hu Mudan -le dije-, hay algo de lo que tenemos que hablar, algo que pasó hace años. Es sobre la pequeña Mudan.

– Es mi nieta.

– Sí. Hu Ran y yo estábamos… Por aquel entonces, no me imaginaba que pudiésemos llegar a separarnos. Nos amábamos desde siempre.

Hu Mudan asintió con la cabeza.

– Tengo la culpa de que Hu Ran decidiese ir a Taiwán. Lo siento -le dije-. Todo lo que ocurrió fue culpa mía.

Volvió a cogerme la mano; la suya seguía cálida y leve. -Xiao Hong -dijo-. Sabía lo de la pequeña Mudan. Lo he sabido en cuanto he visto la foto. Y la culpable fui yo, Hong. Sabía lo mucho que os amabais. Fui yo quien le dijo a Hu Ran que fuese a buscarte.

Después de ver a Hu Mudan, mi mente empezó a cruzar las fronteras del tiempo. A lo mejor iba por Canal Street y de repente veía a una niña en la esquina cuya timidez me recordaba la postura de mi tía cuando era joven. Cierto día, en un mercado del Upper West Side, la cesta de golosinas de una chica me trajo a la memoria la imagen de Weiwei, nuestra criada, que se había quedado en China y de la que nunca volvería a saber nada. Y una tarde, al ver a un grupo de viejos fumando en pipa, se apoderó de mí el deseo de encontrar a mi padre y enterarme de qué había sido de él.

Al principio, esos momentos me pillaban por sorpresa. Les restaba importancia, pensaba que serían cosa de la edad, y volvía con alivio a mi vida real. Pero enseguida fui cogiéndoles el gusto a esas visiones fugaces del pasado y a desear que se manifestasen. Aprendí a dejar la mente en blanco para suscitarlas. Después de todo, eran mi propia esencia; mi otra historia, reflejada justo debajo de mi vida. Con el tiempo, comprendí que la fuente de la que manaban fluía a borbotones. Todo un universo de recuerdos espejeaba en mi memoria. Bien entrada la noche, las siluetas empezaban a tomar forma, al principio borrosas, pero paulatinamente evocadas con mayor nitidez, mayor riqueza de detalles, hasta componer una estampa amplia y luminosa de aquellos años. Era como un mundo en el fondo de un lago que sólo determinados días resultaba visible, pero que siempre estaba presente. Cuanto más sustanciosa se hacía mi vida en los Estados Unidos, más vívidos, intensos y preciados se hacían esos recuerdos, plácidos y vastos bajo las aguas.

Una noche de invierno, al salir del trabajo, vi a un chico atando la bicicleta a un poste. La penumbra le había borrado las facciones de modo que sólo acertaba a verle la forma del cuerpo. Sabía que no era Hu Ran -Hu Ran estaba muerto- pero algo en su manera de moverse, la postura y la forma de la cabeza, me cortaron la respiración. Me embargó un recuerdo físico, el eco de una vieja pasión. Conmocionada, seguí mi camino. Había perdido algo valiosísimo, lo había perdido antes incluso de saber que lo tenía, y en tanto no aceptase esa pérdida, no haría más que sobrellevar ciegamente las sacudidas de su onda expansiva.

Me convencí de que debía buscar a los que habíamos dejado atrás. Hablé con Hu Mudan y anoté sus recuerdos. Pagué para tener acceso a la biblioteca de una universidad de gran renombre entre los investigadores, y mientras Evita estaba en el colegio, yo iba en tren al campus y me ponía a buscar libros y artículos. Al morir Mao, el telón de bambú se había distendido un tanto y empezaba a bajar. Ya se podía entrar en China, pero ¿dónde estarían mi padre y Yinan? ¿Qué habría sido de ellos?