Un abrazo,
Yinan
Después de la cena y de que Evita hubiese subido a hacer los deberes a casa de una compañera que vivía en nuestro bloque, le traduje la carta a Tom.
– ¿Y ahora qué hago? -le pregunté.
Tom me miró extrañado.
– ¿Es que no vas a ir a China?
– No lo sé.
– ¿Estás nerviosa?
Se apartó el pelo de sus ojos oscuros y melancólicos y me miró fijamente. Yo sabía que estaba pensando en su propio padre, que los había abandonado a su madre y a él cuando sólo tenía cuatro años.
Al día siguiente salí del trabajo antes y me fui a ver a Hu Mudan. Era una tarde húmeda y sombría, cargada con la típica atmósfera otoñal, violentamente tornadiza. Fui corriendo hasta la boca del metro pisando charcos. Intentaba no pensar en mi madre. Me daba miedo que pudiese detectarme mientras me abría paso, descarriada y decidida a burlar el destino, entre la muchedumbre que se apiñaba en los andenes. Cogí el metro a Chinatown y apreté el paso en mitad del tropel de paraguas relucientes y chorreantes. La separación de mi familia tocaba a su fin.
Hu Mudan tenía una mala tarde. El mal tiempo se había filtrado por las paredes y le había calado los huesos. Le ofrecí una de las aspirinas que llevaba en el bolso pero no la quiso. Me dijo que nada podía curar lo envejecido que tenía el cuerpo. Había días, dijo, en que podía recorrer mentalmente todo su esqueleto a partir de los pinchazos que le daban los huesos, días en los que apenas podía moverse pues el más leve gesto de un dedo le descargaba una sacudida de dolor por todo el cuerpo. En días así, Hu Mudan se sentía perdida y despistada: se quedaba dormida en una época y se despertaba en otra.
Vimos juntas la televisión. Un grupo de náufragos en una isla discutían a propósito del barco que uno de ellos divisaba a lo lejos.
Le hablé de la carta de Yinan.
– Claro que quiero ir a verla -dije-. Tom y yo tendremos vacaciones en primavera. Pero no sé cómo decírselo a mi madre. Sé que no le iba a hacer gracia.
– Las casas se queman -dijo Hu Mudan-. Los objetos de recuerdo desaparecen. Lo que importa es que hemos vivido y perdonamos a nuestros seres queridos, los perdonamos por la vida que hayan llevado. -Por un momento, parecía que desvariaba, con aquellos párpados tan leves como hojas de otoño-. Dile eso a tu madre. Le dices que yo he dicho que debemos perdonarnos los unos a los otros.
– ¿Tú me perdonas?
Sonrió.
– ¿Cómo no voy a perdonar a la madre de la pequeña Mudan?
– ¿Y a mi madre?
– ¿Se perdona a sí misma?
– Dice que mi padre está muerto. Y reza -dije-. Se pasa horas rezando, todos los días, hasta cuando el hijo y la hija de Hwa van a verla. Hwa dice que cuando cree que nadie la ve, se mete en el templo y se arrodilla ante Guan Yin. Hwa oye el roce de sus rodillas en el suelo.
– Mmm…
Aquello indicaba que Hu Mudan estaba más al tanto de las plegarias de mi madre de lo que yo pensaba.
Yo quería creer que mi madre rezaba para liberarse. A lo mejor quería deshacerse de su viejo rencor, soltar la ira.
– Hu Mudan -le pregunté-. ¿Tú crees?
– No -respondió-. Ahora no.
– ¿Antes sí?
– La iglesia metodista de Hangzhou era un lugar muy tranquilo. Pasaba por delante y pensaba que ojalá pudiese entrar y quedarme allí sentada.
– ¿Y por qué no entrabas?
Titubeó.
– Entré una vez. Daban dos misas, una para extranjeros y otra en chino. Me quedé en el umbral y escuché la misa en chino. Sonó una música occidental, canciones sencillas y melodiosas, todas tocadas en armonía. Entonces se puso a hablar un hombre, durante un buen rato, sobre un dios. Decía que si creías en ese dios, te salvabas. Después de morir vivías eternamente en un lugar donde nunca tenías hambre ni frío ni jamás volvías a sufrir la menor molestia. Después le di muchas vueltas a eso, pero no me lo pude creer.
– ¿Por qué no?
– No me creo que haya ningún mundo después de éste donde vayan a ayudarnos a superar lo que hemos hecho en vida.
– ¿Crees que no tiene remedio?
– No necesariamente. Lo único que sé es que ese dios no tiene nada que ver con eso.
– Luego no crees que haya vida después de la muerte…
– Rodale Taitai sí lo creía.
– ¿No crees que el espíritu está separado del cuerpo?
– Una vez, cuando era niña, estuve muy enferma. De la misma enfermedad que había matado a mis padres. Estaba tan mala que casi me dieron por muerta. «Un niña sin padre ni madre, ¿para qué habría de seguir viviendo?» Luego, esas voces se alejaron. Sentía que desaparecía, que se me disolvían la mente y el espíritu a medida que mi cuerpo se quedaba sin fuerzas. Cuando me recuperé, mi espíritu volvió. Creo que cuando mi cuerpo abandone esta tierra, yo también la abandonaré.
Cerró los ojos. Me imaginé la idea que Hu Mudan tenía de la muerte. Le llegaría cuando el sinfín de piezas que la hacían funcionar simplemente se desgastase y se parase, como el engranaje de un viejo reloj.
Pasaron los minutos. De repente habló como si no se hubiese ido por las ramas.
– Dile a tu madre que es lo único que importa.
Al cabo de un rato abrió los ojos.
– No puedes entrar por esta puerta -dijo-. Tienes que entrar por la puerta de la cocina.
Habló con voz serena y atrayente, como si me acabase de conocer y las dos fuésemos víctimas del mismo y poderoso hechizo.
Ésa fue la época en que llamé a Hwa y me dijo aquello de que era imposible recuperar el pasado. Es más, me dijo que si insistía en regresar a China, me guardase mi deslealtad para mi solita. Nuestra madre se estaba haciendo mayor; la noticia de mi viaje la enfadaría y la afectaría mucho. Interpretaría cualquier contacto como una alianza y me convertiría en su enemiga.
– No lo entiendes -dijo Hwa-. Para ella papá está muerto. Se ha olvidado de él.
– Nunca le dijeron que había muerto. Mintió.
– No exactamente -dijo Hwa para defenderla-. Ella dijo: «Por lo que a mí respecta».
– Sé que no está en paz consigo misma.
– Ni siquiera vives en la misma costa que ella -dijo Hwa-. Has decidido llevar una vida separada de mamá, así que no tienes derecho a decidir qué es lo que le conviene o le deja de convenir.
– ¿Y tú tampoco quieres verlo?
Levantó la voz.
– Déjame en paz -dijo-. Tú quieres vivir tu propia vida y yo no me meto, así que no te metas tú en la mía.
Hwa tenía razón. Yo había fracasado. Cuando nació la pequeña Mudan, me ensimismé tanto en mis propios asuntos que llegué a pasar años enteros sin recordar todo lo que Hwa y yo habíamos compartido de niñas. No era de extrañar que la hubiese perdido. Su boda con Pu Li había impuesto otro límite. Mi hermana se había sumido en su matrimonio y en la lealtad a mi madre, y había desaparecido.
De modo que, al llegar la primavera, Tom y yo salimos del país sin decírselo a mi madre. Volamos de Nueva York a San Francisco, y de ahí a Hong Kong. En Hong Kong cogimos un avión que sobrevoló las montañas a baja altura hasta llegar a Chongking, que ahora era una ciudad bulliciosa donde la mayoría de los viejos barrios habían sido derruidos para edificar encima, aunque las entradas a los refugios antiaéreos seguían visibles en los desfiladeros del Jialingjiang. En el viejo muelle, adonde en otro tiempo llevaban los cadáveres de las víctimas de los bombardeos japoneses, nos embarcamos en un crucero de placer por el Yang-Tsé. No hubieron de pasar muchas horas antes de vernos en el corazón de la provincia de Sichuan. A nuestro alrededor se alzaban escarpadas orillas donde los campesinos labraban la magra corteza de tierra que cubría las rocas, parcelándola con esfuerzo y tesón en pequeñas sementeras verdes de tiernos pimenteros y judías, o dejando que la tapizasen las flores blancas y amarillas de la colza. El agua que surcaba el barco era transparente como el cristal y se veían las hermosas piedras acumuladas en el fondo, fragmentos de las montañas que en su día, sometidas a un calor y un peso enormes, se habían desintegrado dando lugar a aquellos suaves óvalos de intensas rayas negras, grises y blancas. En un lugar así, supe entonces, era donde había nacido Hu Mudan.