Fuimos en avión a Pekín y cogimos un tren abarrotado. Teníamos un asiento doble sólo para nosotros, pero, así y todo, no conseguía relajarme. Iba como una niña, mirando por la ventanilla presa de la ansiedad, imaginándome la apariencia de mi padre con un amor y una expectación típicamente infantiles. Tantos años queriendo volver a China y ahora que los vastos trigales del invierno desfilaban ante mis ojos, ni los veía.
– Ojalá Hwa estuviese aquí, con nosotros -le dije a Tom.
Se encogió de hombros. No le hacía gracia volar, pero en cuanto aterrizamos en Pekín se le había alegrado la cara. Ahora estaba muy atareado tomando apuntes en un cuadernito azul.
– Seguro que de haber podido, habría venido -dijo-. Pero su destino es tratar de contentar a tu madre.
– Siempre ha sido así. -Me quedé pensando-. Pero más todavía desde que me vine a los Estados Unidos. Es como si estuviese viviendo la vida que mi madre quería: un marido devoto, una casa grande. Un hijo.
– A las hijas perfectas no se les permite viajar mucho.
Sonreímos y lo dejamos estar. Pero mientras miraba por la ventana los campos arados y me relajaba con el parloteo en mandarín que me rodeaba -aunque era un mandarín del norte, con su acento característico-, pensé que estaba llevando a la práctica el deseo más secreto de mi madre. En su día había amado a Yinan y a mi padre más que a nada en el mundo. Bajo su engreída soledad, su estatus y su poder, seguro que albergaba el profundo y vehemente deseo de restablecer el contacto con ellos. Alguien tenía que tenderles la mano. Yo la había decepcionado tantas veces que ahora estaba excepcionalmente capacitada para ir en contra de sus deseos en beneficio de su felicidad. Eso quizá me colocase a la altura de Hwa: yo también quería verla feliz. Según nos aproximábamos a la estación donde nos esperaban sus enemigos, supe que lo que quería era complacer a mi madre, y que siempre lo había querido, por más irrazonable e inflexible que se mostrase.
Al apearnos del tren me llegó un olor a carbón encendido y a castañas. El cielo del norte era de un gris pálido y el aire frío. No reconocí a la pareja de ancianos que esperaba en el andén, unos metros más adelante, observando a los pasajeros que se bajaban de otro vagón. Estaban los dos juntos, cada uno con su abrigo viejo, un poco frágiles, un poco perdidos. Ella lo agarraba del brazo. Cuando se giraron y me vieron, pareció que ella fuese a perder el equilibrio. Cogí a Tom del codo y me fui hacia ellos como en una nube. Me había imaginado a Yinan parecida a mi madre, que estaba toda estilizada y ligeramente bronceada por el sol de California. Pero esta Yinan parecía desvaída y difuminada bajo la luz invernal.
Su voz, sin embargo, era fluida y cálida.
– Xiao Hong -dijo-, ¡muchas gracias por venir a vernos!
– Ayi -dije yo.
Me apretó las manos y pude detectar en su mirada un rastro de aquella incandescencia que relumbrara en la casa amortajada de mi madre.
Mi padre llevaba su abrigo de lana echado por los hombros. El tiempo y las tribulaciones habían consumido sus fuerzas, descarnándole el cuerpo y borrándole el color de la cara. Sólo le quedaba la silueta, que titilaba levemente por los bordes.
– Hong -dijo-. Tienes buen aspecto.
– Tú también.
– ¡Ja! No me tomes el pelo.
Su voz sonó suave y feliz. Me llenó de alegría percibir su viejo optimismo y ver que atrás quedaban las penas del pasado. Habíamos sobrevivido a nuestras separaciones, traiciones y elecciones. Habíamos vivido para volver a encontrarnos, y todo estaba perdonado.
Saludaron calurosamente a Tom. Yinan se dirigió a él en inglés.
– ¿Cogemos un taxi? -pregunté.
– En un minuto. -Mi padre me miró sonriente y me dio una sorpresa-. Yao viene en el próximo tren. Estaba tan emocionado con vuestra visita que se ha venido desde Tianjin, sólo por esta noche. No tardará en llegar.
Ambos sonreían encantados.
Yao fue el primer pasajero en apearse. Aunque venía cargado de paquetes, según corría a nuestro encuentro percibí en sus andares algo de la vieja gallardía de mi padre. Sonreía de oreja a oreja, y era la misma sonrisa que yo recordaba del día en que mi madre le hiciera desfilar con su uniforme nuevo. Pero cuando se acercó, vi cómo lo habían trabajado los años. Tenía la piel más áspera, arrugas y ojeras en el rostro, y le faltaba un diente. Había un punto de ansiedad en su modo de andar, en la forma de saludarnos y dejar los paquetes en el suelo para abrazarme.
– Jiejie -dijo.
Le olía la chaqueta a tabaco y a algún producto químico acre y penetrante.
– Didi -contesté.
La palabra me supo extraña en la lengua.
Le presenté a Tom.
– Encantado de conocerte -dijo Yao en inglés-. Hace mucho que no lo practico -añadió.
Me acordé de que había estudiado en el colegio de los misioneros. Entonces volvió al mandarín. Mencionó a su esposa y a su hijo, que estaban en Tianjin. No habían podido venir, pero nos enviaban saludos. Los paquetes que estaban a sus pies contenían pequeños regalos para mí, Tom, Evita y Mudan. También había algo para Hwa, sus hijos y mi madre.
Pasamos una tarde muy agradable en el salón del ruinoso pisito de mi padre y de Yinan. Yinan preparó un guiso típico. Después de cenar, mientras bebíamos cerveza y picábamos cacahuetes, nos dedicamos a intercambiar detalles de nuestras respectivas vidas. Mi padre y Yao fumaban cigarrillos. Nadie mencionó los acontecimientos ni los rencores que nos habían separado; enseguida me pareció que sólo había pasado unos años fuera y que había vuelto a mi casa. Lo único que me recordaba mi vida americana era la presencia de Tom, que, repantigado en una silla de tijera cerveza en mano, trataba de descifrar lo que le decían en inglés y se reía con frecuencia. Mi padre y Yinan estaban radiantes a la luz de la lámpara. Nuestra presencia los había rejuvenecido. Viéndolos hablar y gesticular con las manos, me acordé de aquellas tardes de antaño que pasaban sentados en el patio comiendo pipas de sandía saladas.
Mi padre se alegró de que Hwa se hubiese casado con el hijo de su viejo amigo Pu Sijian. Escuchó con interés la historia de Pu Taitai y su inquebrantable fe en el viejo gobierno. Y me pidió que le confirmase lo que había oído acerca del general Sun Li-jen y la suerte tan adversa que había corrido. Ya exiliado en Taiwán, pasó muchos años bajo arresto domiciliario acusado de tomar parte en una conspiración contra el Generalísimo.
Nos contaron que Li Bing había muerto de cáncer en 1965. Les hablé de Hu Ran y, gracias a su empatía, sentí que mis palabras cobraban dignidad.
Yao sacó unas fotos. Xiu, su esposa, era una mujer delgada de ojos grandes y expresión inteligente y algo apesadumbrada. Pero Cai, su hijo, era una versión juvenil de mi padre. Tenía un rostro franco y curioso, y miraba con avidez a la cámara.
– Quiere ser astronauta -dijo Yao-. Le decimos que ya es mayorcito para soñar despierto, pero la verdad es que se le dan muy bien tanto la física como los deportes.
Tom y yo les fuimos pasando las fotos que habíamos llevado de Hwa y de su familia, de mi hija Mudan y de su familia, y de Evita. También había llevado una de mis hijas con Hu Mudan. En la instantánea aparecían dos mujeres sonrientes y llenas de energía que descollaban sobre una figura diminuta con el rostro apacible y surcado de arrugas de un viejo bodhisattva.