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– De repente nos llega una carta suya de los Estados Unidos, como caída del cielo -dijo Yinan entre risas-. Al llegar a Hong Kong se colocó en casa de una anciana muy rica. La cuidaba igual que cuidaba a la vieja Mma: la sentaba en el inodoro y le preparaba sus platos favoritos. Pero esta mujer era más agradecida y, cuando murió, le dejó algún dinero, así que Hu Mudan decidió ir a buscarte.

– ¿Cómo llegó a los Estados Unidos? -preguntó Tom-. No tiene familia. No sabe leer ni escribir.

– Se compró una familia falsa. El nombre es Lu. Sabía que si conocía a un número suficiente de personas, terminaría encontrando a Hong o a Hwa y, mira, así ha sido.

Más tarde tuvimos que discutir porque insistían en que Tom y yo durmiésemos en su cama. Tom zanjó la discusión diciendo que los tres «jóvenes» queríamos seguir hablando y que nos vendría bien que nos sacasen más cosas de picar. Al final accedieron a que pasásemos la noche en el suelo del salón. Entonces mi padre se levantó y ayudó a Yinan a ponerse en pie. Viéndola incorporarse, volví a sentir cómo había pasado el tiempo. Encorvados y frágiles, desaparecieron tras la puerta de su dormitorio.

La cerveza nos había soltado la lengua y charlábamos distendidamente, bajando la voz para no molestar a los durmientes. Yao preguntó si queríamos beber algo más. Fumaba, reía y empinaba el codo con la misma ansiedad que le había notado en la estación. No sabía qué pensar de éclass="underline" más cercano que un primo, pero sin ser del todo un hermano; un desconocido y a la vez un ser tan próximo. También intentaba armonizar su imagen con la del niño que yo recordaba. Aquel niño prometía mucho -despierto y rebosante de vitalidad-, pero el Yao de ahora parecía agotado y roto por dentro. Me enteré de que trabajaba en una fábrica de papel -de ahí el olor a sustancias químicas de su ropa- y de que no tenía muchas oportunidades de dejar a su familia para venir a ver a sus padres.

Tom escuchaba con atención, cambiando de postura de vez en cuando para acomodar su espigado cuerpo en la silla. Por regla general solía mantenerse al margen en presencia de desconocidos, pero con Yao parecía haber conectado. Cuando éste le ofreció un cigarrillo, Tom, que no fumaba desde la universidad, lo aceptó. Después de dar unas caladas, le preguntó si no echaba de menos a sus padres.

– Sí. Sobre todo a mi madre. Mi padre y yo no siempre nos llevamos bien. Tiene un carácter complicado. -Hizo una pausa-. Distante. A veces es como si no estuviese presente. Mi madre sabe entenderlo.

No supe qué decir.

– Supongo que nunca lo viste durante la guerra civil -dijo Tom.

– No me conoció hasta 1949, pero yo pensaba en él a todas horas. Era mi padre, un general y un héroe. Me forjé una imagen grandiosa de él. Cuando por fin nos reunimos, no tenía nada que ver.

Se calló de repente. Tom volvió a la carga.

– ¿Te resultó violento conocerlo cuando cambió el gobierno?

Yao frunció el ceño y se inclinó hacia delante para encenderse el cigarrillo. El resplandor de la cerilla dejó ver la pureza de líneas de sus huesos -los mismos huesos de mi madre- bajo sus ásperas facciones.

– Durante una época no podíamos estar juntos en la misma habitación. -Echó una bocanada de humo-. Lo mismo estaba distante y taciturno que, de repente, se espabilaba y volvía a su natural simpático y optimista, como si hubiese olvidado sus penas. Tenía mucha seguridad en sí mismo. Y me imagino que yo era igual. La que lo pasaba mal era mi madre.

¿Cómo debió de sentirse mi padre?, me pregunté. Tantos años deseando tener un hijo para llegar y encontrarse con un desconocido cuya imagen del padre soñado saltó en pedazos al verlo aparecer en carne y hueso. ¿Qué ser humano puede estar a la altura de los sueños de un niño?

– Quería intimar conmigo. Ojalá se lo hubiese permitido. Pero fue todo tan repentino, tantos cambios. Y me parece que él tardó en darse cuenta de que el reencuentro me… perjudicaba. Cuando Li Bing nos trasladó al norte tuvimos que mantener la identidad de mi padre en secreto. Usábamos el apellido de mi madre, Wang. Y yo empecé a avergonzarme… En el colegio recibíamos instrucción política y a mí me costaba aceptar quién era mi padre. -Hizo una pausa-. Me imagino que fue esa vergüenza lo que me hizo abrazar el maoísmo. Me iba bien en los estudios, pero, de alguna manera, se me habían roto todos los esquemas. No entré en la universidad. En lugar de eso, acudí a mi tío -y aquí detecté un retinte de orgullo en su voz- y empecé a trabajar para el Partido.

– Li Bing era el hermano de mi padre -le expliqué a Tom-. Estaba en la resistencia, antes de 1949.

Tom asintió, sin darse cuenta de que se le había apagado el cigarrillo. Aquella charla le importaba mucho más de lo que yo podía imaginar.

– Me fue bien hasta que murió Li Bing. Iba a casarme con Xiu, pero más o menos al año de morir nuestro tío, empezaron las depuraciones en el partido y descubrieron que mi sangre era impura.

Yao hizo una pausa y se miró las manos.

– ¿Cómo ocurrió? -preguntó Tom.

Yao no me miró a mí sino que clavó los ojos en el rostro de Tom, como si intuyese que él podría entenderlo.

– Después supe que fui yo mismo quien se había ido de la lengua, no contándolo todo, pero sí una parte, a un compañero de clase, años antes, lo bastante como para que se enterasen de quién era mi padre. Lo metieron en la cárcel. Estuvo más de un año preso. Sólo lo soltaron después de que mi madre y yo fuésemos a suplicarles a los viejos amigos de Li Bing, una y otra vez. Entonces decidieron que de algún modo yo estaba contaminado, contaminado por la sangre de mi padre y me mandaron al campo a purificarme entre los campesinos.

Su voz estaba cargada de emociones -pasión, furia, amargura-, pero hablaba con cuidado, casi balbuceando, como si las palabras le quemasen en la lengua.

– Xiu y yo hicimos la promesa de esperarnos el uno al otro. ¿Cómo íbamos a saber lo que tardaría en volver? Fueron ocho años. Me esperó, sí, pero perdimos un tiempo precioso. -Se miró los viejos zapatos de piel-. Pero bueno, no importa. Cuando me destinaron la primera vez, me enfadé con él, me enfadé muchísimo. Lo maldecía por su estupidez, por pensarse que podíamos vivir bajo el comunismo sin que nos descubriesen. ¿En qué estaba pensando? ¿Era verdad que amaba tanto a su país que no podía soportar abandonarlo? Si era así, es que era un ingenuo y un sentimental. ¿Tan terrible habría sido que nos fuésemos mi madre y yo? Ella dice que fue culpa suya, que fue ella quien lo obligó a quedarse porque se lo había prometido a Junan, pero yo sé que si de verdad hubiese querido marcharse, lo habría hecho.

Miré uno de los regalos de Yao que tenía en el regazo, un pañuelo bordado en tonos brillantes. No sabía cómo decirle la verdad.

– Antes de irme, fui a verlo a la cárcel. Me dijo que lo sentía. -Yao sacudió la cabeza. Suspiró y el ataque de ira que había alimentado su relato fue aplacándose y dando paso a la resignación-. Y entonces lo entendí. La decisión de quedarse en China la había tomado mucho antes. No podía saber lo que iba a ocurrir.

Siguió hablando hasta bien entrada la noche. Lo habían deportado a un minúsculo villorrio de montaña que le pareció el colmo de la desolación. Los campos estaban cuajados de piedras y durante la guerra los aldeanos habían padecido lo indecible. La desgracia se había cebado en ellos y apenas si tenían qué llevarse a la boca. Eran tan pobres que hasta los más ricos le pedían prestada la lata de aceite; en primavera comían hojas de árbol cocidas.

Yao no hablaba el dialecto local. Ni siquiera sabía dónde estaba. Pero por sus venas corría sangre de agricultores, la del padre de mi padre.

Me imaginé que los aldeanos se sintieron atraídos por su buena planta y lo buen mozo que era, por su carisma y por su amor. Pues parecía haber heredado una cosa de su madre: esa franqueza, esa simpatía que le hacía respetar a los demás y amarlos. También heredó sus ideales. Los lugareños se vieron arrastrados por su entusiasmo visionario. Organizó las aldeas, cavó pozos más profundos, desinfectó los ríos y abrió colegios. Bregaba con la paciencia de su madre y la fuerza de su padre.