Выбрать главу

– Al final todo salió bien -dijo-. Pero cuando me dijeron que podía irme, que mi exilio había concluido, volví y me encontré con que ya era un viejo y que el mundo había cambiado.

Ahora que se había desahogado, se desplomó en el sillón. Bajo aquella luz pálida, su rostro, surcado de arrugas, parecía paralizado. Oí pasos en la calle y el mugido de un búfalo de agua. Amanecía y los últimos labradores entraban en la ciudad.

– Necesitas dormir un poco -le dije.

Pero Yao no quería dormir.

– Cuéntame más cosas de tu madre -dijo, mirándome-. La recuerdo de cuando era niño.

Su voz sonó sincera, interesada. La pregunta me pilló desprevenida y no acerté a responderle.

– Siempre fue muy cariñosa y muy espléndida -dijo Yao.

Tom me miró y enarcó las cejas pero Yao no lo vio.

– Mi madre la quería mucho. Todavía habla de ella… Creo que aún la echa de menos y lamenta que la guerra las separase.

– De niñas estaban muy unidas -dije.

– Una vez me regaló un ferrocarril de juguete con unas vías tan grandes que tuve que abrir la puerta de la casa para montarlo. Cuando nos mudamos al norte tuve que deshacerme de él porque no teníamos espacio. -Dejó de hablar unos instantes. De su rostro ajado surgió una mirada distante; estaba pensando en lo mucho que prometía aquel flamante trenecito-. Tengo que contarte un secreto, jiejie. De pequeño, a veces pensaba que ojalá hubiese podido irme con vosotras. Habría ido a los Estados Unidos y todo sería diferente. -Se quedó callado un momento-. Pero para mí ya es demasiado tarde, ya he vivido mi vida.

Al día siguiente llevamos a Yao a la estación. Nos abrazamos, nos dijimos adiós y prometimos escribirnos. Después, mi padre y Yinan volvieron para echarse una siesta. Tom y yo nos tumbamos en la salita pero no dormimos. La estancia parecía vacía sin las palabras ardientes y agitadas de Yao.

Tom estiró el brazo y me puso brevemente la mano en el hombro.

– Creo que no habría sido correcto que le dijeses por qué se quedó su padre.

– Espero que tengas razón. -Estaba agradecida de tener a Tom tan cerca: era un consuelo. Pero no lograba relajarme. Pasado un momento le dije-: Parece como si hubiesen tratado de contárselo, pero no hubiesen podido, o no hubiesen sabido, explicarle lo que pasó con mi madre. Quizá es que quisieron protegerlo. O dejar que conservase sus buenos recuerdos para no amargarlo.

– Pues anda que no tiene motivos para estar amargado… -Tom se dio la vuelta y por un instante pensé que se iba a dormir. Pero entonces habló-. Pero ¿cuántos de nosotros no hemos desperdiciado nuestras vidas de un modo u otro? Si Yao hubiese venido a los Estados Unidos, lo mismo se habría pasado años luchando siquiera para levantar cabeza. Podría haberse amargado por culpa del racismo o de alguna otra cosa. A veces las mujeres no os dais cuenta de lo crudo que lo tenemos los hombres. No todo el mundo triunfa como Pu Li.

Tal vez Tom estaba pensando en lo mucho que había luchado su padre. No sabía muchas cosas de él salvo que sus ambiciones habían chocado de frente con la barrera del idioma. Tom las había pasado moradas para llegar a la universidad. ¿Y qué decir de mi propia vida?, me pregunté. Me gustaba mi trabajo, pero una vez le había dicho a Hu Ran que quería ser periodista o escritora. Me quedé despierta dándole vueltas a las palabras desasosegadas de mi hermano. Entonces, a punto ya de dormirme, caí en la cuenta de que Yao sencillamente había asumido la versión de la historia que le había transmitido Yinan y, como Yinan jamás diría nada en contra de mi madre, Yao había dado por hecho que el villano era mi padre.

Pasamos unos cuantos días con ellos de lo más tranquilos. Mi padre nos enseñó la fábrica y nos llevó a ver los lugares donde décadas antes los lugareños habían luchado contra la ocupación japonesa. Tom pasaba horas tomando apuntes mientras Yinan le enseñaba a hacer los panecillos típicos del norte y platos de fideos. Luego, me enseñó algunas de sus viejas poesías. Eran versos crípticos y descarnados. Tal vez tuviese en común con mi madre un celo por la intimidad que hacía difícil extraer algo verdaderamente personal de sus composiciones. Varios de los poemas parecían versar sobre el suicidio de su madre.

Lo sostuvo entre sus frías y blancas manos.

Acuática tumba, sepultura de agua,

que te hundes silenciosa en el lago de los sueños.

Me pareció que todos los poemas iban dirigidos a una sola persona, la única capaz de entenderlos cabalmente.

Hacia el final de nuestra estancia yo ya tenía claro que Yinan y mi padre habían padecido un calvario, una racha aciaga de la que salieron mermados. Se habían desprendido de algún elemento fundamental. Tal vez se vieron obligados a soltarlo para seguir con vida. No eran las mismas personas que yo recordaba.

Así y todo, decían, habían recibido ayuda. En la época en que deportaron a Yao y Li Ang acababa de ser puesto en libertad, una persona acudió en su auxilio. La primera carta desde Hong Kong les llegó después de irse Yao. Las señas venían escritas con letra elegante en barrocos caracteres. Al principio no se imaginaban quién podría haberlos localizado desde el extranjero. Mi padre sostuvo el sobre con el brazo estirado -la edad y los trasiegos le habían provocado una hipermetropía- hasta que pudo distinguir el nombre de Chen Da-Huan, el viejo conocido a quien un día regaló su pitillera y que no se había olvidado de él. Cuando abrió la carta, le cayó en el regazo un alargado billete verde de cien dólares.

En la carta, Chen Da-Huan daba las gracias a mi padre por haberlo ayudado. Qingwei y él habían logrado finalmente llegar a Hong Kong. Qingwei no vivió mucho -ambos sabían que se estaba muriendo- pero dio a luz a un hijo, Fengwa, y pasó el último año de su vida con relativa comodidad. Chen Da-Huan se había prometido corresponder a la generosidad de mi padre. Se dedicó a buscar noticias suyas con ahínco, hablando con los refugiados que cruzaban la frontera y colocando anuncios en la prensa, hasta que consiguió la información.

¿No era maravilloso, dijo Yinan, que Chen Da-Huan recordase aquel pequeño favor? ¿Que pudiesen reunirse después de tantos años? Al decir eso, Yinan me miró con los ojos agrandados por las lentes de sus gafas de lectura.

– Hong, en todos estos días apenas has mencionado a tu madre. ¿Se encuentra bien? -Mi padre la cogió de la mano-. Pienso en ella a diario. Siempre he esperado que intentase buscarnos. Que, después de tantos años -hizo una pausa-, quisiese hablar con nosotros.

– Yinan -dijo mi padre.

Ella le soltó la mano. Se notaba que el tema ya venía de largo.

– ¿Cómo esta de salud? -continuó Yinan-. ¿Es feliz?

Miré a Tom, pero él sacudió la cabeza. Yinan quería que le respondiese yo, no mi marido. No era la primera vez que yo trataba de eludir una pregunta en aquella visita. Por ejemplo, ya había contado una mentira piadosa para explicar por qué no nos habían acompañado Hwa y Pu Li. En un momento dado, me había burlado de la amnesia culinaria de Hwa, de su conversión al filete con puré de patatas. Lo cierto es que no sabía qué pensar de la vida de mi hermana. Parecía bastante feliz pero, después de más de treinta años, todavía se negaba a ir a Los Ángeles, donde residía Willy Chang con su mujer y sus hijos.

Ya había tenido bastante con tratar de explicar lo de Hwa. El tema de mi madre lo había evitado por sospechar que lo que dijese sólo serviría para decepcionarlos.

Yinan insistió: