– ¿No te ha mandado ningún recado?
– Pero Yinan -intervino mi padre-, ¿es que no te das cuenta que se niega a hablar con nosotros, que jamás podría hacerlo?
– Creo que en el fondo de su corazón todavía nos ama.
Mi padre agarró con fuerza los brazos del sillón.
– Aunque así fuera -dijo- ¿qué te crees, que lo iba a reconocer?
– La conozco antes que tú. Es la primera persona de la que tengo memoria, aparte de nuestra madre. Es una persona buena y leal. Siempre se portó bien conmigo. ¿Quién sabe cómo se sentirá ahora, después de tantos años?
– Lo que me importa es cómo puedas sentirte tú.
La voz de mi padre resonó con fuerza, como si estuviese hablando en una sala vacía.
Yinan le tocó delicadamente uno de los puños cerrados.
– Yo ya me cuido sola. Deja que hable Hong.
Entonces me miraron los dos. Llevaban muchos años esperando. Yo había cruzado medio mundo. No me quedaba más remedio que contarles lo que sabía.
De modo que les conté que Hwa me había dado órdenes de no decirle nada del viaje a mi madre. Les hablé de la fortuna de mi madre y de su hermosa casa tapiada, con su jardín contemplativo y sus tejas verdes. Les conté que se pasaba horas rezando a solas ante la imagen de Guan Yin. Les dije que todo el mundo creía que mi padre había muerto. Mi padre parecía abatido y Yinan lloraba, pero seguía preguntándome. Insistió en que le diese su dirección a mi madre. Sus preguntas eran lastimeras, en voz baja, como las de un niño. Mi propia voz me sonaba fría: ¿habría heredado de mi madre esa frialdad a la hora de lidiar con los sentimientos? ¿O era porque sabía que con cada una de mis palabras la estaba traicionando? Sin embargo, no me sentía desleal a ella. La mía era otra clase de lealtad. Como Yinan, yo también pensaba que aún se la podría consolar.
Nuestro último día en China pasé unas pocas horas a solas con mi padre. Fuimos dando un paseo hasta el parque y nos sentamos en un banco enfrente de una estatua dedicada a no sé qué héroes de la revolución. Le mostré a mi padre una fotocopia de un libro con la lista de los oficiales nacionalistas. Había rebuscado a conciencia en la biblioteca de la universidad y había encontrado un tomo voluminoso y polvoriento donde figuraba la misma fotografía que mi madre había enmarcado y colgado en una de las paredes de nuestra casa de Shanghai. Mi padre aparecía posando con un grupo de hombres de uniforme, el tercero por la izquierda, todo estirado y pleno de confianza en la flor de la vida.
El texto rezaba:
Li Ang (1909-49)
Hangzhou, Provincia de Zhejiang
1926 Infantería
1928 Segundo Teniente
1931 Casado
1932 Teniente
1936 Afiliado al Kuomintang
1937 Oficial de la Policía Fiscal
1942 Coronel
1945 General de División
1949 Capturado o muerto
Mi padre sonrió, un poco triste.
– Y cuando me muera -dijo-, esos renglones serán el único testimonio escrito de mi vida. -Meneó la cabeza-. De joven nunca me lo habría imaginado.
– ¿Qué querías ser de joven?
– Eran otros tiempos. No pensábamos en lo que queríamos hacer. Hacíamos lo que creíamos que teníamos que hacer. Actuábamos con la cabeza, no con el corazón. Pero luego cambié. No me di cuenta de lo que había hecho hasta mucho después. Para entonces ya era otra persona, no había vuelta atrás. Tuve que construirme una vida con la que pudiese vivir.
– ¿Por eso te quedaste en China?
– Sí -respondió.
– ¿Ha merecido la pena?
Miró a través del parque a un grupo que estaba practicando taichi. Entendió lo que de verdad le estaba preguntando: ¿cómo pudiste abandonarnos?
– Todos estos años me he representado la última vez que te vi -dijo-, en aquella casa de Shanghai, rodeados de muebles cubiertos con sábanas blancas. Estabas muy enfadada y eras tan joven… Sabía que tu madre cuidaría de vosotras pero no podía evitar preocuparme de si serías feliz, de cómo te irían las cosas.
– Todo salió bien -dije, pestañeando para contener las lágrimas.
– Sí -dijo. Pasado un momento, añadió-: Pero has heredado mi defecto. Lo recuerdas todo. Tú, yo, y también Yinan. Eso hace que la vida sea más insegura.
– Mi madre te habría dado seguridad.
– Ya lo intentó -dijo-. Sé que lo intentó. Mira, esto me lo regaló ella. -Se señaló el abrigo-. Me lo llevó a Chongking hace más de cuarenta años. Es muy calentito, y mira lo que ha durado.
Respiré hondo y sentí un escalofrío.
– Te he echado de menos, papá.
– Y yo a ti -dijo. Me puso la mano con delicadeza en la coronilla-. Los dos te hemos echado de menos. Y a tu hermana, y a tu madre. Hemos pensado en vosotras y os hemos amado en todo momento.
Posteriormente, aquel mismo año, mi padre y Yinan viajaron a Hangzhou. Al llegar se encontraron con que la ciudad había crecido más allá de las murallas. La calle del tío Charlie estaba asfaltada y repleta de oficinas. La mansión de los Wang había sido derruida para edificar encima. El viejo barrio había desaparecido; lo único que vieron de la vieja casa fue una teja verde rajada debajo de un tiesto en el alféizar de un vecino y, en un rincón polvoriento, la vieja morera que en su día alimentaba a los gusanos de seda de Yinan.
También quedaba el lago, ancho y plácido, y divisaron el feo muñón de la Pagoda de la Cumbre de los Truenos. El panorama no había cambiado mucho desde el día en que Yinan, siendo niña, la viera por primera vez.
Se quedaron un rato contemplando el lago. Alrededor de ellos corrían y chillaban niños vestidos con chaquetas rojas y rosas. Turistas extranjeros, cada uno de ellos acompañado de un guía angloparlante, se subían a las barcas de bajo bordo. Jóvenes parejas paseaban de la mano por el sendero. Nadie prestaba mucha atención a aquellos dos ancianos que miraban fijamente el lago.
Yinan nunca había sido una mujer fuerte. Las largas horas pasadas en la fábrica le habían lastimado los ojos y el cuello, y lo peor de todo era que la tela contenía un producto químico irritante que le hervía en la sangre y le consumía los huesos. Se resfriaba continuamente y tenía molestias en el oído interno. Ese otoño le diagnosticaron leucemia, lo que explicaba sus frecuentes enfermedades, el dolor en los huesos y aquella sensación de inexorable deterioro.
Una noche de aquel invierno Li Ang se despertó de repente, sobresaltado. ¿Qué es lo que le había asustado? Sin moverse, miró con cuidado hacia el otro lado de la cama. Yinan estaba tumbada boca abajo, con la cara hundida en la almohada. Li Ang aguzó el oído y trató de percibir el olor familiar, ligeramente acre, de su aliento. Era una noche tan fría que la luz de la farola no era más que un borroso resplandor tras la trama de helechos de escarcha y hielo que cubría el cristal de la ventana. Se quedó un buen rato quieto. Entonces percibió una lenta bocanada de aire, y luego otra. Y después, el tictac del reloj, cuya esfera oscura brillaba ligeramente a la luz de la ventana. Se quedó observando el lento avance del segundero alrededor de la esfera. Entonces supo qué lo había despertado. No había sido un ruido, ni mucho menos, sino el silencio, un terrorífico momento de silencio en el que temió que Yinan hubiese dejado de respirar.
De repente ya era de día. Los rayos del sol, pálidos y quebradizos, caían sobre la cama. Se vistió y fue a la cocina, donde Yinan, que ya se había levantado, había hervido agua para el té. El vapor se había vuelto escarcha en la ventana de la cocina, enclaustrándolos más si cabe en su pequeño apartamento. Respiró aliviado al sentir su presencia, al percibir los débiles reflejos del sol en aquella ventana tan pequeña y familiar. Se comió las gachas.
Yinan apareció en el umbral de la cocina con el abrigo y la bufanda puestos y las botas en los brazos, como si acunase a un bebé.
– ¿Qué pasa?
– Tengo que echar una carta.
Desde que tenía las señas de Junan, Yinan escribía a California todos los meses.
A Li Ang le daba miedo que pudiese resbalarse y caer; ahora que habían asfaltado las calles tardaba en fundirse el hielo. Se terminó el té y fue por el abrigo.
Me imagino el aspecto que tendrían las raras veces en que salían de casa juntos -por aquel entonces sólo cuando hacía bueno o era estrictamente necesario-: una pareja aseada y canosa, él algo cargado de hombros y renqueando ligeramente, ella más menuda y tocada con el sombrero de ala estrecha -y todavía elegante- que le habían regalado unos americanos durante la guerra civil. Yinan iba cogida del brazo de mi padre con una de sus manos enguantadas. Nadie que no los conociese habría podido imaginarse jamás por lo que habían pasado y lo que significaban el uno para el otro. Sus vidas se habían entrelazado tan inextricablemente como las raíces de dos árboles plantados uno al lado del otro para resistir el viento.
Hacía un frío espantoso y la frágil capa de nieve crujía bajo sus botas. Caminaban con la cabeza ligeramente agachada para protegerse el rostro y hablando lo justo con tal de repeler el frío. Cuando llegaron a la oficina de correos, Yinan le entregó la carta al funcionario y se cercioró de que la pusiese en el lugar apropiado.
– Cuando nos queramos dar cuenta -dijo el funcionario-, estamos en Año Nuevo.
El funcionario solía charlar con Yinan mientras le daba las vueltas. A Li Ang no lo llamaba por su nombre. Cuando salió de la cárcel, prácticamente todo el mundo se comportó como si nunca lo hubiesen acusado, como si no hubiese pasado nada. El funcionario de correos era el único que se acordaba y se avergonzaba de ello. Por eso evitaba mirarlo.
Se dieron media vuelta y se fueron a casa.
Ahora, al caminar en sentido contrario, el viento helado les cortaba la cara y les atravesaba la ropa. Li Ang no sentía la nariz ni las orejas, aun llevándolas tapadas por el gorro. Se apretó contra Yinan, que parecía sumida en un coma, para soportar estoicamente las embestidas, tan agarrotado que ni tiritaba. Al entrar en casa, apenas si notaron calidez. Mientras Yinan se quitaba las ropas, Li Ang fue a guardar su abrigo en el armario. Cuando volvió al recibidor se encontró a Yinan sentada en el escaño frotándose las manos.
– No puedo quitarme las botas -dijo.
Li Ang se arrodilló ante ella. Le cogió la bota y dio unos tirones para calibrar su terquedad. Yinan permanecía sentada ante él, silenciosa y obediente. Tal vez se le hubiesen hinchado un poco los pies. Él procedía con tiento, girándole el tobillo en busca del ángulo adecuado, mientras el olor de la nieve derretida se le metía por la nariz. Finalmente la bota cedió y cuando vio salir aquel pie enfundado en una media, Li Ang sintió que lo atravesaba la pena.
– Sabes que no te va a escribir -dijo.
Ella no contestó. Él, decidido a dejar las cosas claras, insistió.
– ¿Por qué te empeñas en escribirle y dejar que te haga daño?
Desde abajo, vio consternado cómo ella volvía el rostro.
– Lo siento -dijo él-. Venga, no llores.
Ella enseguida se enjugó las lágrimas y dijo:
– Es que me he acordado de una cosa que nos dijo mi madre una vez. Dijo que en el mundo se producen separaciones, pero que con toda seguridad nos volveremos a encontrar en el más allá.
Li Ang replicó en el acto:
– ¿Por qué piensas en el más allá, si todavía eres joven?
Ella se llevó las manos a la cara.
– Jiejie -dijo, llorando.
Él le cogió la mano. La tenía seca y fría y le notó la carne algo suelta y desprendida de los huesos, como si lo que hasta entonces la mantenía de una pieza estuviese desintegrándose finalmente. Entonces, de repente, le vino a la memoria el tacto y aroma de aquella mano fresca y flexible, la mano de Yinan tal y como era la primera vez que la tocó, hacía ya muchos años.