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Yinan se iba a morir enseguida y él se quedaría solo y arrodillado frente a todo lo que había hecho. Li Ang venía sospechando, desde hacía mucho, que él seguiría adelante, que su cuerpo, de alguna forma, estaba protegido, blindado. De joven, la más profunda de sus convicciones siempre había sido la de que gozaba de invulnerabilidad física. Más tarde pudo constatar que no escaparía a los estragos de la experiencia y el recuerdo. Así y todo, le había aguantado el cuerpo. Las cicatrices relucían en su piel; le faltaban piezas aquí y allá. Ahora se daba cuenta de que los estragos más cruentos de la vida eran invisibles. Quienes detentaban el poder siempre lo habían sabido. Habían borrado de la faz de la tierra a muchos hombres, los habían aniquilado sin dejar rastro; y a los torturados los habían torturado de tal forma que las peores cicatrices no se les veían.

Junan también había ostentado una especie de poder, y lo había ejercido sin la menor señal de arrepentimiento. Seguro, pensaba Li Ang, que en algún lugar ella también tendría las mismas cicatrices, los mismos recuerdos atormentados. Ahora él iba a darle la amarga noticia de la enfermedad de Yinan. Tal vez eso la ablandase y le hiciese ceder a sus súplicas. Pues ¿acaso el más curtido y veterano de los generales no siente un instante de compasión al enterarse del infortunio de su antiguo enemigo?

En el avión a San Francisco mi padre dormitaba y hacía por leer el periódico, pero los ojos le engañaban de manera que ciertos caracteres le parecían componer el nombre de Junan. Eso le hizo tomar conciencia bruscamente de lo que estaba haciendo. No quería verla, pero había prometido hacerlo. Le daba pavor encontrarse con ella, pero cada minuto que pasaba la tenía más cerca.

Quedó con el taxista en que se bajaría antes de tiempo para poder andar y tranquilizarse. Más tarde, me contaría por carta que California le pareció demasiado perfecta para ser real, con aquellas calles impecables iluminadas por el sol y las casas tan nuevas que los árboles aún no habían crecido y tenían unas ramas y unos troncos tan suaves y estilizados como gargantas de niña. La sombra de mi padre, encorvada y hueca, vibraba sobre el asfalto.

Sus ojos, aquejados de hipermetropía por efecto de los años, divisaron los tejados rojos de la famosa universidad y los edificios de San Francisco, que centelleaban a lo lejos. Soplaba el viento, había poca polución en el aire, la visibilidad era buena. Siguió la carretera con la mirada y luego, torciendo a la derecha, distinguió una tapia alargada de ladrillo pálido que señalaba el comienzo de la propiedad de mi madre.

Había oído hablar de la casa y aun así le sorprendió. Lo que veía parecía flotar en el fondo de sus ojos: todas las formas y perfiles le resultaron familiares, desde las achaparradas estatuas de adorno hasta el tenue resplandor de tejas verdes que irradiaba el interior. Por un momento, tuvo la sensación de estar mirando un lugar que hubiese trascendido el mundo real hacía mucho tiempo y donde hasta el olor de la hierba y las flores era tan leve como el perfume de los sueños. Al acercarse lentamente a la casa vio el follaje de las trepadoras en el muro y, a continuación, la hilera de rosales, imponentes y primorosamente podados, que enarbolaban enormes y precisas flores de marfil sobre un fondo de ladrillo.

Sintió que sus pensamientos se elevaban ligeramente, arrastrados por el viento como un aroma, y volvió a verse, una vez más, en el viejo patio al que entrara, tantos años atrás, vestido con su uniforme de infantería y preguntando por el padre de Junan. Casi olía los fogones y oía el chasquear de las fichas de paigao que revolvía Wang Daming. Volvía a ser aquel muchacho con la autoestima a prueba de bombas y rebosante de esperanzas incuestionables que se plantó ante aquellos muros ajados y señoriales, intentando elucubrar, con el corazón desbocado, qué opulencias y misterios encerraban. ¡Cómo lo habían intrigado los encantos de la hermosa primogénita de Wang que vivía allí!

¿De veras había cambiado?, se preguntó. ¿Lo habrían cambiado lo más mínimo el amor o el tiempo, o seguía siendo aquel hombre que daba un paso al frente sin pensárselo dos veces?

Por alguna razón, esperaba encontrársela en la puerta, como la noche en que se conocieron. Pero cuando llamó, quien acudió a abrir fue un vulgar criado bajito.

Con gran fuerza de voluntad se identificó.

– Dígale a la señora que ha venido Li Ang a presentarle sus respetos.

El hombre se dio la vuelta y desapareció. Volvió al momento. Esta vez Li Ang percibió señales de inquietud. Al hombre le temblaban las manos al cerrar la puerta. Parecía aturdido y conmocionado, presa de un súbito ataque de ira, y Li Ang supo que su visita constituía toda una sorpresa.

El criado le hizo atravesar un gran salón y salir al patio. Según se acercaba al jardín entrevió un estallido de color y supo que habría flores de tal profusión y rareza como no había visto en sesenta años. Habría un estanque con peces de colores y un sauce, frutales y una morera. Había todo eso, efectivamente, como también había, en el centro del jardín, unas enormes rocas negras que habría mandado traer desde las imponentes montañas de un país lejano, altas moles que semejaban madera petrificada, estriadas con volutas del color de la obsidiana.

Estaba sentada junto a las piedras. Al acercarse, Li Ang percibió la elegancia de sus huesos, ahora incluso con mayor claridad toda vez que se le había consumido la carne. El cuello, la cara y las manos le habían menguado con la edad. Había logrado dominar cualquier emoción que hubiese podido embargarla al enterarse de su llegada y estaba imperturbable, con las manos entrelazadas sobre el regazo, quizá lastradas por el oro, las perlas y los enormes anillos y pulseras de jade que adornaban sus dedos y muñecas. Más jade y más oro macizo ceñían su garganta. Su rostro ovalado estaba pálido. A su espalda, situadas encima de una mesa estrecha, las estatuas alargadas de tres bodhisattvas lo fulminaron con una mirada glacial.

Hizo una sutil reverencia y ella asintió con la cabeza.

Aun después de tantísimos años, se estremeció al encontrarse frente a frente con la enérgica voluntad de Junan. Tenía los ojos levemente entornados, una expresión que él recordaba de sobra pero cuyo significado nunca había aprendido a descifrar. Sólo una persona hubiese sido capaz de decirle lo que pasaba por aquella cabeza, pero Yinan estaba muy lejos.

Rebuscó en la bolsa y sacó un regalo, una caja de caramelos de los que, según recordaba, solían gustarle, unas golosinas duras y brillantes de diversas formas.

– Bueno -dijo sonriendo-, ¿cómo estás, Junan?

– Perfectamente. Como es natural, mis fuerzas ya no son lo que eran, pero tú, ¡tú estás viejísimo!

– Sin embargo, me temo que las informaciones acerca de mi muerte no eran del todo exactas.

Ella torció el gesto; él se apresuró a hacer las paces.

– Me he convertido en un viejo -dijo. Y añadió con caballerosidad-: Tú, en cambio, estás prácticamente igual a como te recordaba.