Pero los cambios que advirtió en su cara y en su cuerpo le produjeron desasosiego. Después de tantos años separados, la imagen que había conservado de Junan era la de sus años mozos: la piel siempre blanca y lozana, los labios rojos, los ojos chispeantes.
– Deja que te sirva una taza de té.
– No, no -protestó él-. Ya lo sirvo yo.
– Está bien.
Ya más tranquilo, llenó lentamente las dos tazas, procurando controlar el temblor de las manos.
– Es una pena que no bebas coñac antes de cenar.
– Qué se le va a hacer.
– Brindemos por los reencuentros después de muchos años. ¡Ganbei!
Alzaron las tazas a la par y de ese modo lograron entablar conversación. Puede que a Junan se le hubiese envejecido el cuerpo, pero lo que era la mente la seguía teniendo tan rápida y certera como siempre. Le contó todos los chismes acerca de sus viejos conocidos. Pu Taitai seguía empeñada en vivir en Taiwán, donde se dedicaba a la ardua tarea de contar por activa y por pasiva una especie de relato mítico de los acontecimientos de la primera mitad del siglo XX, un relato que recogía los hechos fundamentales -los intentos de la República por mantener unido el país, la invasión japonesa y la toma del poder por parte de los comunistas-, pero que, mediante una ingeniosa transferencia de culpas y una cuidadosa correlación de fuerzas, conseguía pasar por alto su propia derrota. Pu Taitai había repetido durante años la versión modificada del eslogan:
Diez años de nacimiento y acopio
Diez años de enseñanza
Ahora, transcurridos veinte años, Pu Taitai ya no lo recitaba tan a menudo, pero, en opinión de Junan, jamás había dejado de pensar que un día Taiwán triunfaría y que los nacionalistas volverían a la China continental para convertirse, una vez más, en sus legítimos gobernantes.
En los Estados Unidos, Hsiao Meiyu había desheredado a dos de sus nietos por casarse con «extranjeros». A Junan le parecía una lástima que el hijo se hubiese casado con una rubia -los niños saldrían con el cabello ralo y descolorido-, pero lo de la hija no le extrañaba lo más mínimo, siendo como era un dechado de genes infames: ojos pequeños, cara insípida y unas piernas gordezuelas como pepinos. ¿Qué chino se habría casado con una chica tan fea?
– «Patriota» -dijo Li Ang, aclarándose la garganta-. En China, a las jóvenes no se les dice «feas». Se les dice «muy patriotas».
Él mismo notó en su voz el viejo tono insinuante que siempre había usado al hablar con ella. Lo había echado de menos. Así solían comportarse cuando estaban juntos, no durante la guerra, cuando todas las conversaciones estaban cargadas de la tensión de los problemas logísticos y las despedidas, sino al principio, nada más casarse. Por entonces apenas se conocían; él pensaba que ella no podría lastimarlo ni cambiarlo de verdad. Y ella debía de haber pensado otro tanto de él.
– ¿Qué te trae por aquí? -le preguntó Junan de repente.
– ¿A mí? -respondió para ganar tiempo.
– Sé que no vendrías a verme a menos que quisieses algo de mí. ¿De qué se trata?
Li Ang volvió a respirar hondo. De pronto, el aire de California carecía de toda sustancia.
Muchos años antes, Junan le había dicho que algún día volvería suplicándole. Ahora la situación era exactamente la que ella había predicho; pero saberlo no facilitaba nada las cosas. Estaba dispuesto a suplicarle, pero si tenía que hacerlo, sería formulándole una petición cuya negativa pudiese soportar. Las últimas semanas, tumbado en la cama sin poder dormir, le había estado dando vueltas en la cabeza, preparándose una pregunta secreta que ni Yinan conocía.
– Bueno -dijo-, hace muchos años que no nos vemos. Y he tenido mucho tiempo para pensar en ti.
Junan escuchaba imperturbable. Era como hablarle a uno de los altos cipreses que se erguían detrás de ella.
– Sí -prosiguió-. Muchos años para pensar en lo mal que me he portado contigo y con tu hermana.
Junan sonrió.
– Es cierto. Soy consciente de lo que he hecho.
Hizo una pausa. Sabía que lo que estaba diciendo era verdad. Por un momento se planteó dejarlo estar, no pedirle nada. Pero todavía le importaba lo que ella pudiese pensar de él. Junan no mostraba respeto por las disculpas. Tenía que seguir adelante.
– No tienes por qué perdonarme -dijo-, pero, por lo menos, ¿no podrías apiadarte de Li Cai, el hijo de Yao? Es un crío listísimo, el primero de la clase. Su padre ha sufrido mucho por mi culpa. ¿Estarías dispuesta a avalarlo para que viniese a los Estados Unidos?
Ella no respondió nada pero siguió observándolo atentamente.
– Todos estos años -añadió Li Ang-, Yao ha seguido considerándote su bondadosa tía. Jamás le hemos dicho nada que lo hiciese cambiar de parecer. Él te estaría eternamente agradecido si ayudases a su hijo.
– ¿Qué quieres de mí realmente?
– Te lo acabo de decir.
– No, hay algo más.
Li Ang se dio cuenta de que seguía con las manos agarradas a los brazos de la silla. Respiró hondo. Junan le había arrancado la máscara. Ahora, desnudo y vulnerable, tenía que exponerle la petición de Yinan.
– Quiero que pongas fin a esta enemistad entre Yinan y tú. Quiero que la perdones.
Junan sacudió la cabeza.
– Por favor -exclamó-. Yinan… está sufriendo. Sólo tú… sólo tú puedes terminar con esta situación. Por favor, ve a verla. Está enferma. Se va a morir. Hazle ver que la has perdonado y vuestras almas podrán descansar en paz.
Hizo una pausa y levantó la vista hacia ella, esperanzado. Le temblaban las manos. Pestañeó para secarse los ojos. Se le vino encima la sombra imponente de todo cuanto había perdido y aún habría de perder, y se quedó esperando, como si los dos fuesen jóvenes y su vida prometiese mucho. Durante un buen rato ella no respondió. Tenía las manos entrelazadas sobre el regazo y se miraba el oro de sus dedos y muñecas con el ceño fruncido.
– Te ha hecho venir para pedirme eso.
– Ella…
– Es imposible. -Le temblaba la voz, se le caía en pedazos-. La gente hace las paces por múltiples razones, y tú lo sabes. -Respiró hondo y cuando volvió a hablar, Li Ang la notó más tranquila-. Pero no deberías interferir en nuestras rencillas. -Junan posó su fría mano en la de él-. Esto es algo entre Yinan y yo. Entre hermanas, ¿lo entiendes?
– No -dijo él. En ese instante se dio cuenta de que nunca había entendido a ninguna de las dos. Después de tantísimos años, el vínculo que las unía, aun estando enfadadas, le resultaba imposible de entender ni conocer.
– Hay cosas que, una vez rotas, ya no se pueden reparar jamás.
A él también le temblaba la voz.
– Puede que los tres no volvamos a vernos nunca más en vida, Junan.
Ella hizo un esfuerzo por controlarse. Se miró fijamente las manos hasta que logró erguir su rostro blanco y plácido, y volvió a sonreírle.
– Ya lo sé -dijo-. No cuento con ello.
Se hizo un largo silencio antes de que él se pusiese en pie. Salió del jardín y cruzó la hermosa casa, hasta donde lo esperaba el criado para acompañarlo a la salida. Pronto cogería el avión y viajaría para reunirse con la hermana de Junan. Había echado muchísimo de menos a Yinan y le llevaba regalos, fotografías y obsequios. Más valía mirar hacia el futuro y zanjar el tema. Pero la conversación con Junan se le había grabado a fuego en la mente.
Yinan murió a principios de la primavera siguiente. Mi padre me envió copias de sus poemas. Era un pequeño consuelo, me escribió, compartir sus recuerdos de Yinan con alguien que también la había querido. Las poesías, escritas en complejos caracteres, llenaban muchas hojas de papel, algunas amarillentas y otras nuevas, algunas de su puño y letra y otras recién transcritas por mi padre. Las leí todas, repetidas veces, sobre todo una que había escrito con sumo cuidado en una hoja gruesa de color crema.