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Te esperé muchos días;

días soleados, días radiantes de escarcha.

Bajo un cielo despejado, la brisa mece las barcas.

Pronto llegará el invierno.

Guardé los poemas en mi caja de caudales, entre las páginas del libro de cuentos, que estaba hecho trizas. Dentro del libro también había guardado los desvaídos mensajes de Hu Ran y las dos viejas fotos que me acompañaban desde Chongking. Tras cuarenta años, los objetos se habían apergaminado y habían perdido el color. Lo único que parecía ser indestructible eran las perlas de mi madre, que salieron de su saquito desenroscándose como si estuviesen vivas: una sarta de esferas graduadas de color plata de las cuales la más grande era mayor que mi pulgar. Las perlas brillaban trémulas a la luz, proyectando una especie de resplandor sobre los manoseados papeles, y por un momento me imaginé lo que diría mi madre. «Las casas, el oro y las alhajas mantienen su valor, Hong. Todo lo demás se deprecia.»

No obstante, las fotos seguían suscitando mi interés. Una era el retrato de Yinan cuando era niña, con una rosa en la mano. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y un vestido claro que le quedaba un poco raro, como si se lo acabasen de retocar. Lo que me llamaba la atención era la pose: el semblante alicaído, los ojos mirando a la cámara, la expresión de timidez. Pero había algo más, algo que no era timidez y que le confería un aspecto atormentado.

En la foto de su boda, mis padres estaban tan jóvenes que casi dolía mirarlos. La cara de mi padre no mostraba el menor indicio de futuras tribulaciones ni sabiduría. Simplemente estaba guapo con su uniforme de teniente y su gesto de arrogancia y, al mismo tiempo, extraña inocencia. A su lado, mi madre estaba impecable. Llevaba el pelo recogido en un moño que le tiraba de la cabeza hacia atrás y le levantaba la barbilla. Ya entonces, con sólo diecinueve años, lucía un porte majestuoso y un absoluto dominio de sí misma. La frente, amplia y ovalada, encerraba pensamientos impenetrables. Su mirada inteligente era tan cristalina como el agua. La curva delicada que iba de la nariz a la boca, la boca en sí, el mentón: no se le veía el menor signo de debilidad por ninguna parte. Pero en algún sitio tenía que estar. Un mechón de pelo rebelde, un hueso hundido, algún error minúsculo… ¿Dónde estaba la huella delatora del destino?

Examiné la foto de Yinan en busca de algún parecido entre ambas hermanas, la guapa y la fea. Las dos parecían tener el mismo aire reservado que insinuaba la existencia de algo que no podía tocarse. Ésa era, a mi entender, la parte de sí mismas que jamás compartirían con nadie salvo entre ellas. Mi madre y mi tía siempre habían estado tan unidas que, aun después de traicionarse, se atraían de un modo que excluía a todos los demás. La traición había creado una hermana fantasma que ninguna otra persona podría reemplazar. En todos esos años no fueron capaces de exorcizar ese espectro. Las dos tenían el alma vacía, como un cuarto que esperase con expectación la llegada de una importante visita.

A raíz de la intempestiva visita de mi padre, mi madre me dejó de hablar. No me devolvía las llamadas ni me contestaba las cartas. Intenté hablar con Hwa, pero a Hwa todavía le escocía la ira de mi madre. Cuando ésta se enteró de que Hwa había estado al corriente de mi viaje a China, la reprendió con dureza. ¿No has hecho ya bastante?, me preguntó mi hermana. ¿También tienes que hablar de todo lo que has hecho?

Pues sí, tenía que hablar de ello. No para regodearme, como sospechaba Hwa, sino porque mis conversaciones con Yinan, Yao y mi padre habían desatado sentimientos más oscuros que yo no lograba aplacar. La única capaz de darles salida era mi madre. Pero ella ya había tomado una decisión: sólo hablaría conmigo cuando le viniese en gana. De modo que, durante muchos meses, esperé a que me citase.

Hwa me contó que mi madre apenas reaccionó ante la noticia de la muerte de Yinan. Es muy probable que ya hubiese tenido algún presentimiento de su inminencia, alguna intuición o tal vez un sueño. El día en que se enteró de la noticia, mantuvo todas sus citas. Se vio con su abogado. Regañó a su agente de bolsa por vender unas acciones de la empresa de Pu Li, llegando incluso a amenazarlo con el despido, y el agente le mandó una cesta de frutas como disculpa.

Pero las semanas siguientes pareció como si la vieja ferocidad de mi madre diese paso a una mera actitud vigilante. Puede que ella también lo supiese. Ese verano mandó que le sacasen una foto en blanco y negro. Una vez a la semana, le pedía a Hwa que la llevase al templo grande. Allí guardaban las cenizas los monjes, junto a una arboleda situada a varios cientos de metros del templo en sí. Las metían en unos compartimentos que me recordaban a los armarios de las viejas boticas. Mi madre donaba dinero para garantizar que sus propias cenizas ocuparían un lugar destacado. Hwa me contó que había encargado un pisapapeles de cristal soplado para que lo colocasen en la repisa que había delante de su compartimento. Dentro del globo de cristal brillaba, impecable, una flor de vidrio rojo.

Hwa me llamó en octubre, cuando mi madre sufrió el derrame.

– Más vale que vengas ahora mismo.

Tom estaba en unas jornadas de la universidad donde daba clases, así que aterricé yo sola en San Francisco en un espléndido día de otoño y cogí un taxi hasta la casa de mi madre.

El portero estaba de pie sobre una alfombra de seda oscurecida y arrugada por las ruedecillas del material clínico y el ir y venir de las pisadas. Hwa, toda lívida, me esperaba a su lado. Nos miramos cara a cara y nos saludamos con la cabeza. Del interior de la casa me llegó el zumbido de una máquina.

– Mamá ha perdido la vista -dijo Hwa-. No saben si será pasajero o no. Pero puede hablar, está consciente.

– Me alegro de verte -le dije a mi hermana.

Hwa miró a la alfombra.

– Vamos -dijo.

El dormitorio de mi madre estaba en silencio y perfectamente recogido. Caía un poco de luz sobre su colcha de raso beis bordada con el ideograma de la longevidad repetido cien veces. Al aproximarme a ella, vi que el misterioso proceso que la mantenía con vida se había replegado. Mi madre se había convertido en una pálida y alargada filigrana de huesos cubiertos con una capa de carne blanca como la cera. Pero cuando llegué a la cama, abrió sus temibles ojos.

– Mamá -dijo mi hermana-, soy yo.

La voz de Hwa sonó aguda y débil.

– ¿Quién está contigo?

– ¿Has dormido bien? Tienes mejor aspecto.

Los ojos de mi madre se movieron hacia Hwa.

– No me mientas, so pánfila -le soltó de repente.

Di un respingo. Hwa salió corriendo de la habitación.

Mi madre apartó la mirada de Hwa y la fijó algo alejada de donde yo estaba.

– Soy yo -dije-, Hong.

Me senté en la butaca que había junto a la cama. Estuvimos un rato en silencio. Miré por la ventana y vi la silueta de un roble recortada contra las colinas, que habían agotado toda la gama de verdes hasta llegar a un amarillo leonado. Las ramas, nudosas y retorcidas, se estiraban hacia el cielo de la tarde. Percibí la antigüedad del árbol, el declinar del día, y una energía incómoda y refunfuñona que se dirigía a su final.

Era verdad que nos habíamos hecho enemigas, aunque ése nunca había sido mi deseo. Mi madre no tardaría en pasar a mejor vida… y yo ya no correría peligro. Pero seguíamos enfrentadas. Lo notaba en el runrún de los aparatos; lo sentía en el aire, en el crepúsculo que se avecinaba. Sentía la necesidad de derrotarla, de atacar, como si no me pudiese creer que el núcleo oscuro y violento de mi universo fuese a desaparecer jamás.

– Estamos enfadadas la una con la otra -dije.

– Sí.