– Ya sé que no te pareció bien que fuese a verlos, pero todos estos años tú misma has debido de pensar en ellos muchísimas veces. ¿No te alegraste siquiera un poquito de que lo hiciese? ¿De haber podido verlo una vez más antes de morir?
– Nuestras vidas no son asunto tuyo.
– Pero es que vuestras vidas son lo único que recuerdo. Son el centro de todo lo que sé.
No dijo nada pero movió ligeramente la cabeza hacia un lado: un asomo de su viejo gesto de impaciencia.
– Te crees que sabes mucho -dijo.
– ¿Ni siquiera querías saber si habían sobrevivido? -le pregunté-. Pues sí, sobrevivieron, para que lo sepas, a pesar de todas tus decisiones. Ni siquiera tú puedes controlar completamente a los demás.
Me acordé de que mi padre ya le había insinuado eso mismo una vez, en aquella última tarde lluviosa en Shanghai. ¿Cómo le habría sentado escucharlo ahora, entre tinieblas? Un espasmo de debilidad, o tal vez de dolor, le atravesó el rostro, pero no me pude reprimir. Me estaba acordando de mi padre, con su abrigo de lana; de mi tía Yinan, llorando después de cuarenta años. Me estaba acordando de Hu Ran, que se murió ahogado mientras los muebles de mi madre burlaban tranquilamente el bloqueo; veía a mi hermano Yao, con la vida destrozada y los ojos inyectados de sangre, diciéndome que ya era demasiado tarde para él.
– No lo entiendo -le dije-. Cuando los tratas con crueldad te haces daño a ti misma. No tienes en cuenta tus propios sentimientos. Los amabas más que a nadie y los sigues amando. Los amas a los dos y, sin embargo, les has arruinado la vida.
– Dime -replicó mi madre-, ¿qué habrías hecho tú? Te crees que me conoces muy bien, pero ¿te conoces a ti misma? ¿Cuánto habrías sacrificado tú para quedarte con aquel a quien más deseabas?
Abrí la boca pero no logré articular palabra.
Mi madre miraba al frente, con coraje, hacia la oscuridad. Puede que entonces volviese a sacudir la cabeza; el caso es que se le cayó hacia a un lado, señal de que había llegado el momento de marcharse. Cerró los ojos.
– Tú siempre fuiste su hija -dijo, casi para sus adentros-. No lo entenderías.
Tenía razón. Qué poco sabemos de los que nos preceden. De manera que mi madre y yo firmamos una especie de tregua. Nos quedamos esperando en silencio, escuchando cómo la noche desplegaba sus alas sobre nuestras cabezas. Antes de salir de la habitación, le di el rosario de pequeños budas que tenía encima de la mesilla. No podía mover los dedos pero le gustaba tener las cuentas en la mano. Su regularidad la confortaba, igual que las plegarias que había repetido en las últimas décadas. Ahora me di cuenta de que no rezaba por obtener la liberación ni el perdón ni una muerte plácida. Las oraciones le daban fuerzas. De alguna forma, afianzaban su firme propósito de vivir hasta el final sin cambiar un ápice.
Los tacones de Hwa resonaban en el suelo inmaculado de la cocina. Estaban encendidas todas las luces, y casi dolía mirar los grifos de limpios y relucientes como estaban. Hwa se despistó y se le salió el agua de la tetera. Al ir a dejar en la mesa un plato de cristal con dulces de ajonjolí, se le cayó uno al suelo. Me agaché y lo recogí para que no le diese mayor importancia. Cerró un cajón tan bruscamente que pegué un bote. Fue con paso decidido hasta la lumbre y se plantó ante la tetera, a esperar.
– No sé por qué la he aguantado tantos años.
Su voz sonaba ahogada y trémula.
– Hwa -dije, procurando consolarla-. Ya sé que mamá puede parecer cruel, pero…
– No es que lo parezca, lo es.
Se echó a llorar. Sollozaba toda encogida, y, cuando le puse la mano en el hombro, lo noté resistente, como un caparazón.
– No es culpa tuya, Hwa. Aquí la culpable soy yo, y ella lo sabe. No ha sido su intención tratarte con frialdad.
Sus sollozos subieron de tono.
– Meimei, sabes que te quiere. Te has portado de maravilla con ella todos estos años. Ya verás como, cuando descanse, querrá hablar contigo para arreglarlo todo.
Hwa alzó la cara y me miró. Se le había corrido el maquillaje y tenía los labios descoloridos.
– No. No es eso lo que va a pasar. ¿Sabes lo que va a pasar? Pues que iré a verla y perderé el control y me echaré a llorar. Entonces le suplicaré que me perdone. Eso es lo que hago siempre.
Esperó a que le contestase, pero yo no sabía qué decir.
– Sigue enfadada porque no le avisé de que iba a venir papá.
– Fue porque querías protegerla -dije-. ¿No se lo puedes explicar?
– No, ésa eres tú. Tú eres la única que tiene derecho a explicarse.
Las palabras de Hwa salieron disparadas hacia mí, como si buscasen un lugar donde hacer impacto, y me preparé para resistirlo.
– En el fondo -dijo Hwa-, mamá sabe cómo es. Sabe que cualquiera que permanezca a su lado va menguando hasta desaparecer. Por eso ha perdido a todos a quienes verdaderamente amó. Perdió a nuestro padre y a Yinan. A ti te amaba y te dejó marchar. Sabía lo que andabas haciendo en Shanghai, hace todos esos años. Yo le decía que estabas con Pu Li, o jugando al baloncesto, o cualquiera de esas excusas tontas que te inventabas, pero no creo que se las creyese jamás. Dejó que siguieses tu camino, aunque eso casi acaba contigo. -Giró la cara, húmeda y descompuesta, y me miró-. Ayer preguntó por ti.
– Lo que te pasa, Hwa, es que estás enfadada.
– Nunca tuviste que casarte con quien ella te dijese. Nunca tuviste que vivir con ella. ¿Qué te crees, que yo no sabía con quién quería casarse Pu Li realmente? ¿Te crees que yo no sabía lo que hacía?
Le brillaban los ojos, rotundos y categóricos.
– Mira, no te culpo de nada, pero ¿sabes cómo me «propusieron» matrimonio? Su madre le escribió una carta desde Taiwán. Yo no tenía ni idea. Entonces su madre le preguntó a mamá si le parecía bien. Yo seguía destrozada por lo de Willy. No tuve fuerzas para decir que no. Cuando Pu Li volvió a Taiwán, sabía que ya estaba todo decidido. Nunca me lo pidió. Ni siquiera mencionó jamás el tema.
– Hwa.
– A ti te daba igual. Estabas muy por encima. Muy ocupada en huir de nosotras.
– Yo no quería abandonarte, meimei.
Hwa miró a otra parte.
– Aunque bien mirado, Pu Li no te amaba lo bastante como para insistir en casarse contigo. Hizo lo que le mandó su madre.
– Meimei -dije-. Después de tanto tiempo, eso ya no importa.
– Claro que importa.
– Pero, después de todos estos años, está clarísimo que os queréis.
– Sí -dijo. De nuevo estaba llorando-. Ahora nos queremos. Pero sí que importa.
Por unos momentos, pareció quedarse satisfecha con mi silencio. Lavó la taza y el platillo y lo recogió todo. Pero al cabo de un rato, empezó a ponerse nerviosa. Miró la hora. Entonces se levantó, se pasó la mano por el pelo, y salió de la cocina. La oí cruzar el jardín; supe que mi madre también la habría oído. Hwa iría hasta ella y cerraría la puerta, y, de alguna forma, en aquel dormitorio vacío, las dos celebrarían el oscuro y necesario ritual del perdón.
El día siguiente a la muerte de mi madre, su abogado, Gary Liu, fue a casa de Hwa con un sobre de seda salvaje de color marrón con el sello más grande y rebuscado de mi madre estampado en la solapa. Dentro del sobre estaban el testamento y las instrucciones para los funerales. Sería incinerada y se observarían los tradicionales cuarenta y nueve días de luto. Dejó todo lo que tenía a sus cuatro nietos, excepto la casa, que se la legó al templo, junto con una donación para su mantenimiento.
No habría sido realista esperar que mi madre abandonase este mundo sin dejar asimismo una serie de órdenes precisas. Pero ni siquiera Hwa se había imaginado que fuesen a ser tan prolijas. Había incluido el nombre y la dirección del sastre que había confeccionado el vestido con el que había que incinerarla, así como los retoques definitivos que habría que hacerle una vez muerta. Su florista compondría los ramos de sus flores predilectas según los bocetos que había dejado. Especificó los nombres de las dos empresas de catering encargadas de suministrar las ofrendas, una para la fruta y la otra para preparar las diversas miniaturas de tofu. Dejó dibujado un croquis de la mesa con los nombres de las cosas que quería que colocásemos encima: frutas y papel moneda, incienso y adornos. Advertía de que las ofrendas serían considerables y que, por tanto, su retrato en blanco y negro debería colgarse a una cierta altura por encima de la mesa para que las pilas de fruta y comida no predominasen sobre su efigie. Tras la ceremonia, todo el mundo disfrutaría de un fastuoso banquete. Ya se había hablado con el restaurante y se había decidido el menú, que sería carísimo; para el personal del templo, que no comía carne, habría un menú diferente pero igual de elaborado. Unas limusinas trasladarían a todo el cortejo fúnebre al restaurante. La distribución en los vehículos ya estaba decidida.