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Li Ang frunció el ceño. Él era miembro del ejército, no del Partido.

– Podrías considerarlo como pago de una deuda familiar -dijo Charlie.

El humo del cigarrillo de Wang pareció detenerse en el aire.

– Si aceptas casar a tu hija con mi sobrino, cancelamos no sólo lo que le debes a él, sino todo lo que me debes a mí. Podrías considerar los cuatro mil yuanes de hoy como mi contribución a la boda.

A través de un velo de baijiu, fatiga y sorpresa, Li Ang admiró la buena cabeza que tenía su tío para los detalles: no podía permitirse sufragar una boda, pero ahora ya tenía el problema resuelto.

Oyó que su tío decía:

– … unos minutos para pensártelo?

Wang se aclaró la garganta.

– Para pensármelo…

– Aún no es de día. Podemos esperar -dijo Charlie-. ¿Por qué no echamos otro trago?

Se echó hacia delante, inclinó la botella sobre el vaso de Li Ang y después sobre el de Wang.

– Por la reflexión -dijo-. ¡Ganbei!

– ¡Ganbei!

Al acabar la siguiente ronda, Wang Daming se excusó y salió del despacho.

Después de que la puerta se cerrase tras el anfitrión, Li Ang y su tío se quedaron varios minutos sentados sin apenas decir nada, esperando. Li Ang le daba vueltas a la cabeza. Estaba deseando volver a percibir la ráfaga sorda y deslizante de la suerte. Pero se sentía tan cansado que apenas conseguía pensar; tenía la mente en blanco. Alzó los ojos en busca de consejo, pero el rostro de su tío no mostraba expresión alguna. Entonces, como si de pronto reparase en la presencia de su sobrino, sirvió con garbo otra ronda.

– Por la reflexión -dijo.

– Por la reflexión.

Charlie había llenado la copa del anfitrión y, tras beberse la suya de un trago, también le echó mano a aquélla. Li Ang agarró la botella y se la llevó a los labios. Su tío le hizo un gesto admonitorio con el índice.

– ¡El brindis!

– El brindis.

– Por el matrimonio -dijo Charlie.

– Por el matrimonio -asintió Li Ang.

Estaba levitando a un dedo de la silla; apenas notaba el peso de la botella en las manos. Cerró los ojos y bebió. El sol mañanero le teñía los labios de un rojo candente; le pitaban los oídos. Lo único que lo mantenía anclado eran los aguijonazos del aguardiente.

– Pero tío Charlie -dijo, soltando cada palabra con sumo cuidado como si fuesen barquitos de papel en el mar-, yo no sé si quiero una esposa.

– Esa decisión ya no está en tu mano.

El tío Charlie le mostró su sonrisa mellada como si le acabase de dar la solución a un problema. ¿Cuánto tiempo hacía que quería ver casado a su sobrino? Se trataba de una pregunta sorprendente a la par que complicada. Li Ang se prometió pensar en ello después. Entonces, la habitación entera giró delicadamente, un par de veces. Apoyó la cabeza en las manos.

Trató de recordar la cara de la chica. Sólo logró traer a la memoria una vaga impresión de su altura, de su elegante frialdad, y de la saña con que le había apretado el brazo.

Alguien abrió la puerta.

– Es que está cansado -oyó decir a su tío-. ¿Ya lo has decidido?

Mi tía Yinan tenía los lóbulos como conchitas de mar, finos y pequeños, presagio de una vida desdichada. Y las orejas delicadas y sensibles al tacto. De niña le tenía miedo al bastoncillo de marfil, fino como una paja, con que de vez en cuando le hurgaban los oídos para quitarle la cera. Sólo Junan sabía manejar aquel instrumento sin hacerle daño. Mientras Hu Mudan sostenía el candil, Junan escudriñaba el túnel sinuoso de las orejas traslúcidas y sonrosadas de Yinan. La mayor tenía el pulso firme y la vista aguda. Años después, Hu Mudan aseguraba que las hermanas se habían criado en un ambiente de tanta intimidad que Junan se sabía de memoria las vueltas y revueltas del conducto auditivo de Yinan. La anécdota pretendía dar fe de lo inseparables que eran.

Era la mañana del día de la boda de Junan. Mientras le limpiaba el oído a su hermana, Junan repasaba con Hu Mudan la lista de cosas que quedaban por hacer. Había que revisar el chipao [2] rojo por si tuviera algún botón suelto. Junan lo vestiría para inclinarse ante los antepasados. Luego se cambiaría y se pondría un moderno traje de novia de color blanco, para la ceremonia y el banquete en el hotel. Lo de los dos trajes y los dos rituales separados era una solución de compromiso improvisada a última hora para contentar a la tradicional Mma, que, aunque ya estaba casi ciega, era capaz de distinguir el rojo del blanco.

– Estáte quieta, meimei.

Yinan suspiró.

– Para ser una niña elegante tienes que ir toda limpia, incluidos los oídos.

– Pero es que yo no quiero ser una niña elegante.

– Solamente hoy -dijo Junan.

Yinan accedió y Junan se arrepintió un poco de haber insistido en limpiarle los oídos. No quería someterla a un tormento innecesario. Las dos le tenían pavor a esa separación que se había posado como un cuervo sobre los preparativos para la boda. Junan le había tranquilizado asegurándole que nada cambiaría. Iba a seguir viviendo en la casa de su padre con Yinan. A Li Ang lo habían destinado cerca, iría a visitarla en sus días libres, y todo seguiría igual que siempre. Pero sabía que no sería así. El menor cambio podía traer complicaciones. Al igual que su hermana, desconfiaba de cualquier promesa de seguridad. Sabía que podía desaparecer como una piedra lanzada a un lago.

Le colocó a su hermana un mechón detrás de la oreja. El pelo de Yinan, si bien no era lo bastante negro ni brillante como para merecer el calificativo de hermoso, era abundante y suave al tacto. Al arrimarse, Junan le vio algo en el cuero cabelludo. Se inclinó y apartó las delicadas ondas. Allí debajo, en la raíz del pelo, tenía un grano gordo y rojo, reventado de tanto rascárselo.

– ¿Y esto qué es, meimei?

– No sé. Me pica.

– Te has hecho sangre.

Junan reparó en otro grano. Le bajó la camisa para examinarle el cuello. Tenía más en la espalda y en el pecho.

Entonces consultó a Hu Mudan. La mujer examinó a Yinan y asintió levemente.

– Dime lo que es -le dijo Junan-. ¿Qué enfermedad tiene?

– Tiene el shuidou -respondió Hu Mudan como si tal cosa-. Una enfermedad infantil normal y corriente.

– ¿Y no hay forma de taparle la frente? Se lo va a ver todo el mundo.

Hu Mudan negó con la cabeza.

– Puede venir al hotel, pero no debería asistir a la boda. Esta viruela es muy contagiosa. Y peligrosa para cualquier mujer embarazada o cualquier adulto que no la hayan pasado de niños.

– Lo siento, jiejie -dijo Yinan con la cabeza gacha.

– Lo que hay que evitar es que se rasque. Podemos aliviarle el picor con compresas mojadas. La infección sigue un proceso y tiene que pasarlo.

Junan pensó con rapidez.

– Diles que aparten una silla de la mesa del banquete. Y tú, Yinan, no pongas esa cara. Vamos a tu cuarto.

– ¿Me puedo llevar a Guagua?

Se oía a la gallinita de Yinan cloqueando en el patio.

Junan meneó la cabeza.

– Ni se te ocurra meter aquí a ese pollo. Vete tú a saber si no ha sido ese pajarraco asqueroso el que te ha pegado la enfermedad.

En el cuarto de Yinan, Junan le cortó a su hermana las uñas con las minúsculas tijeras que en su día pertenecieran a su madre. Mandó a Weiwei que le llevase un cuenco con agua y que remojase trapos para aplicárselos a Yinan en la piel cuando se quejase de picores. Hu Mudan había dicho que si se rascaba, el shuidou le dejaría cicatrices y agujeros tan grandes como granos de arroz.

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[2] Vestido tradicional chino de mujer, de talle ceñido y sin mangas. [N. del T.]