Estábamos tan callados oyendo la radio y el ruido de las obras que sentimos el frenazo del coche, las pisadas en el césped y en la gravilla del jardín, la llave entrando en la cerradura y girando, el chasquear de los mecanismos de la cerradura. Apareció mi hermana, pálida como si la hubieran desgastado el clima y el roce con los objetos, lívidos los labios de niña enferma y caprichosa. «Me siento mal», saludó, y ordenó enseguida: «Llévame a la cama.» Iba a acatar su orden -sus órdenes siempre han sido para mí deseos- cuando me dijo: «Tú, no». Y me tendió un billete. «Vete al cine.» Ella no ignoraba mi odio hacia los cines grandes y tenebrosos. «No quiero», le dije, los ojos fijos en los dorados zapatos planos que estrenaba, devolviéndole el billete. «Trágatelo, y lárgate.» «Se encuentra mal», se justificó tío Adolfo, el pie en el primer peldaño de las escaleras que subían a los dormitorios. Fui a la cocina, llené un vaso de agua, hice una bola con el billete y me lo tragué. Pero me quedé en la casa.
9
A través de la rendija de la puerta vi la espalda desnuda de tío Adolfo como la espalda desnuda de mi padre, no la blanca espalda en la que resaltaba algo de vello cerca de los hombros y que mi hermana enjabonaba con una esponja amarilla y frotaba con la toalla color albaricoque los días anteriores a la noche en que aparecieron los hombres de la ambulancia para cargar con el cadáver del enfermo, sino la espalda que se bronceaba al borde de la piscina las mañanas de sol. Incluso en los largos domingos invernales era capaz mi padre de ponerse el bañador y zambullirse en el agua helada -un jardinero limpiaba entonces la piscina-, y luego se tendía sobre las losas como un atleta agotado por el esfuerzo de los entrenamientos. ¿Volvería mi padre? Me bastaba la presencia escindida de su boca y sus manos, de una nuca, del simulacro de su voz en la voz de Schuffenecker, de la espalda de tío Adolfo, de sus cejas. Me fijé en la ceja izquierda de tío Adolfo, la ceja de mi padre, dormido de perfil, el pecho aplastando las sábanas celestes, en la cama de mi hermana, junto a mi hermana. ¿No aparecería en el futuro alguien que tuviera las piernas y los brazos de mi padre, la frente de mi padre, sus facciones enteras, su energía? Entonces mi hermana tomó entre las manos la cabeza de tío Adolfo y la volvió hacia la pared, como si le molestara que la cara permaneciera girada hacía ella. Luego se irguió unos centímetros y me vio.
Nos miramos sin un gesto ni un signo, como quienes se encuentran por casualidad en un lugar abyecto en el que no quisieran estar o en el que, al menos, no quisieran ser sorprendidos: nos mirábamos con complicidad y rechazo, con maldad y piedad, rebosantes de vergüenza y ansia de olvido. Pero muy pronto mi hermana recobró su permanente expresión de fastidio, rodeada de indeseables -y yo era el principal indeseable de los indeseables- que empañaban la bella conducta a la que la destinaban sus cualidades, desterrada -no por sus culpas, sino por las culpas de los indeseables- de la normalidad resplandeciente que debería ser su vida. Sin una palabra alcanzamos el acuerdo tácito de que jamás hablaríamos de aquel veloz instante anquilosado, el instante en el que dos guerreros descubren el fondo de los ojos enemigos antes de asestarse mutuamente un hachazo o una puñalada.
Me escondí, con la tarta que el señor Devoto nos había regalado, en el cobertizo de la depuradora: era una tarta blanca en la que habían incrustado un círculo de fresas. Un impulso llevaba mis dedos a las fresas, otro impulso los retiraba. No tocaría las fresas, no tocaría la tarta. Comía poco y la sola idea de comer me resultaba repugnante: estaba seguro de que, si aguantaba en ayunas, alimentándome de agua y leche y naranjas, en el plazo de un mes me elevaría del suelo, podría caminar sobre la hojarasca de la piscina sin hundirme. Decidí hacer una prueba: cogí la tarta y el largo mango de la redecilla metálica que, en otro tiempo, se utilizó para cazar las hojas caídas a la piscina. Salí del cuarto de la depuradora y, empleando la red -una especie de raqueta de tenis de larga empuñadura-, coloqué con el cuidado con que se levanta un castillo de naipes la tarta de fresas en el centro de la costra de hojas y desechos que cubría el agua de la piscina: la tarta se sostuvo sobre las aguas quietas.
Se había hecho de noche, y me tumbé en la hamaca tiritando de frío a la luz blanquecina y clínica, de vacío estadio nublado, de los reflectores de las obras. Miraba con fijeza la tarta: ¿Se había hundido unos milímetros como una catedral que, de año en año, cediera a la inconsistencia del terreno sobre el que la habían construido? Cerré los ojos, los abrí: me pareció que se había hundido algo más. Y entonces alguien salió a la puerta de la casa. No lo vi, pero pude oírlo. Y apareció mi tío con el pelo mojado y aplastado y la espalda erguida y airosa, y alcanzó su coche y arrancó y se fue sin detenerse a echarle el cerrojo a la cancela. Una hora después, cuando el agua mojaba la nata de la tarta, lo siguió mi hermana: se había puesto un lazo de tafetán azul en el pelo, el traje sastre azul claro. El golpetazo de la portezuela del Opel me sobresaltó de un modo inexplicable. Volví a mirar la tarta y no estaba. Me pregunté si se habría volatizado a causa del halo de violencia que despedía mi hermana o se habría hundido.
Me figuré que iba en busca del hombre del Peugeot anticuado, así que me dispuse a esperarla. No quería que me supiera al acecho: me recluí en mi cuarto, de pie junto a la ventana bien apestillada, con la determinación de no ceder al sueño pegajoso. La polvareda que levantaban las cuadrillas de obreros se arremolinaba al viento, iluminada por los reflectores: en un relámpago me sorprendieron los caballos de la máquina giratoria que había salido en la televisión, los violentos cascos metálicos de los caballos sonrientes que subían y bajaban enloquecidos. ¿Estaba dormido de pie? ¿Sufría una pesadilla? Me había aislado en un coche detenido en un garaje con los cristales herméticamente cerrados; sentía una presencia física que, sin embargo, no veía: unas manos enguantadas de cuero negro o sosteniendo una tela alquitranada se preparaban para asfixiarme. Me desperté boca abajo, la cara contra la almohada: un coche arrancaba fuera. Me lancé a la ventana. El Peugeot ya había dejado atrás la cancela, se iba. «¡Espera, espera!», grité. Desde el exterior me verían -si alguien me veía- como una de las figuras que se agitaban en la pantalla del televisor sin sonido.
«¿Quién es? ¿Es papá, que ha vuelto?», le pregunté muy cerca de la oreja sin pendiente -ni siquiera tenía la marca del agujero-, y se despertó. Mi hermana estaba feliz, como si saliera de un buen sueño. «Es Martín, Martín, Martín.» ¿Martín? ¿Se había vuelto loca? Y metió la mano bajo la almohada y sacó la fotografía: mi hermana y un imberbe que me superaría en pocos años posaban del brazo ante un tiovivo parado, y los caballos sonreían con los cascos al aire, atravesados por rutilantes tubos niquelados. «Es Martín», repitió arrebatada por una obsesión. Y del cuello de Martín colgaba la cadena con el anillo de mi padre. «¿Qué harás con papá? ¿Qué pasa con tío Adolfo y Schuffenecker y el hombre que tiene la nuca como papá y el hombre de las manos como papá? ¿No los mandaba papá?» Mi hermana me dijo: «Te has vuelto loco.» Me abrazaba y, más allá de su cabeza, vi la pared oscura y la tiniebla reflejada en el espejo y las cosas casi invisibles y obstinadamente mudas, y en el techo la sombra de la grúa, y los cuerpos negros que parecían sombras pero no eran sombras sino los cuerpos mismos en el espejo. Pensé que debía responderle, y a la vez me tapaba la boca una rígida obligación de callar. Me caían las lágrimas de mi hermana sobre el hombro: me calaban la camisa y eran cálidas como la orina de un animalillo.