Nos dormimos juntos. Había un ser frío que se acostaba conmigo por las noches y me tocaba y no me dejaba dormir de espanto, pero entonces me dormí sin darme cuenta y tuve un sueño: soñé que el Peugeot salía de la casa y que yo iba al cuarto de mi hermana y le preguntaba por el dueño del Peugeot, y mi hermana me enseñaba la foto de Martín, y me abrazaba y lloraba, y nos dormíamos juntos. Soñé con exactitud lo que había pasado y lo que estaba pasando: por primera vez en mi vida pude ver la cara que tengo mientras duermo.
10
Los domingos interrumpían las obras y nos despertaba la desacostumbrada ausencia de ruidos. Antes de abrir los ojos recordé que me encontraba en el dormitorio de mi hermana, en la cama de mi hermana, y adiviné que mi hermana ya no estaba en el cuarto. Yo ocupaba el hueco que otro cuerpo había excavado en las sábanas, y me acordé entonces de la noche en que me había tumbado en el sofá que el moribundo acababa de dejar vacío: pero ahora mi madriguera no era una fosa, sino una trampa camuflada y amable, un lugar en el que se me enredaba con comodidades mientras se planeaba mi perdición. Abandoné la cama caliente, me puse el albornoz amarillo de mi hermana, bajé a la sala. Mi hermana -tenía el pelo mojado y los dedos extendidos, recién lacados con el invisible esmalte de uñas, y se había puesto el vestido rosa de piqué- veía la televisión insonora, un paseo de sigilosas aves zancudas por las aguas lisas de un lago. «Te has puesto mi albornoz», dijo, aunque ni siquiera me había mirado. «El amarillo te hace más blanco.» Y me descubrí pálido en el espejo, como si hubiera sufrido una hemorragia mientras dormía.
Entonces empezó a oírse el motor del coche: sé que mi hermana lo oía tan bien como yo, a kilómetros todavía de distancia, pero permanecíamos callados, los ojos en la callada televisión, hipnotizados por las largas patas y los largos picos de los pájaros. Tenía mi hermana la arrogancia de quien ha tomado una fría determinación, se ha sometido a un proyecto; pero en los labios -entre los labios relampagueaban de pronto los fuertes dientes blancos- le quedaba un resto de vulnerabilidad, el temor de poder ser herida. El coche avanzaba hacia la casa, se detenía frente a la cancela. Nada decíamos mi hermana y yo, dos cómplices cercados que perciben sin una palabra, entendiéndose telepáticamente, la llegada de los comisarios. Sonó el claxon tres veces y tres veces más. Mi hermana me hizo una señal con la mano para que no me moviera. Se levantó de la butaca -una lima de manicura apareció en la butaca cuando se levantó mi hermana-, salió de la casa. De rodillas en el sofá del muerto espié, a través de un cristal que mi respiración empañaba poco a poco, lo que sucedía en el jardín.
Mi hermana no había abierto la cancela. Schuffenecker se apeaba de un Autobianchi diminuto: la portezuela metálica, al ser cerrada, resonó como un gong que alguien agarrara para que no pudiera vibrar. Oí de lejos la voz de mi padre: «¿Qué pasa? ¿No me abres?», pero no oí las explicaciones de mi hermana, que, con el pelo mojado, parecía aguantar una lluvia invisible y mágica que sólo caía sobre su cabeza. Schuffenecker, la voz de mi padre, proclamaba su mala suerte, contaba la visita a un astrólogo, las noticias nada tranquilizadoras que el astrólogo anunciaba. Mi hermana cruzaba los brazos, los dedos siempre extendidos y separados, como si se acurrucara a sí misma con una cierta rigidez; yo la veía de espaldas, separada de Schuffenecker por la cancela, y las puntas de sus dedos sobresalían como si quisieran transmitirme un mensaje impreso en las huellas dactilares. «No, no, nunca», oí nítida la voz de mi hermana. «Me duelen las piernas», casi chilló Schuffenecker.
Frente al edificio Inglaterra, encapuchado por inmensas lonas azules, naranja y amarillas, se detuvo un taxi: un individuo con un paquete blanco en las manos descendió del vehículo. El hombre del traje color de madera que se acercaba a nuestra casa mientras Schuffenecker exigía su derecho a sentarse unos minutos en una silla cómoda resultó ser el comedido señor Devoto. «Dios mío», dijo mi hermana, y oí caer los cerrojos y cadenas de la cancela. Me retiré sin prisas del ventanal, volví a mi butaca, simulé que la única cosa que encontraba interesante en el mundo era la imagen del caracol que, en la pantalla del televisor, escalaba un esbelto tallo verde. Las piernas de bailarín de Schuffenecker cojeaban, en efecto, ostensiblemente, víctimas de los malos augurios del astrólogo. Tras Schuffenecker surgió el señor Devoto, con la actitud de la araña que, en la esquina de un sótano desordenado y cochambroso, teje elegante y limpia su tela geométrica. El caracol acababa de alcanzar una hoja por la que se arrastraba trazando una línea de baba. Mi hermana cogió el televisor -no se molestó en desenchufarlo y una pálida luz verde, azul y amarilla le tintaba la cara y el pecho como si abrazara una lámpara o una gran linterna- y dijo: «Aquí tienes, Schuffenecker.» La voz de mi padre sonó irritada y desfallecida: «No es justo, no.» La boca de mi padre permaneció, sin embargo, inmóvil en la cara hierática del señor Devoto.
Tomó Schuffenecker el televisor conectado y salió cojeando de la casa: ante la puerta abierta de par en par se paró. El cable tenso del televisor no daba más de sí. Entonces depositó con sumo cuidado el televisor sobre la alfombrilla de goma: el caracol, en una imagen aclarada por la luz plena del mediodía, me miraba fijamente desde el suelo del porche. En silencio oímos la partida de Schuffenecker: jamás volvería a recibir el regalo de la voz de mi padre. El hirsuto señor Devoto sólo parecía prestarle su atención estrábica al telefilm divulgativo sobre la vida de los caracoles. Cerró mi hermana con un portazo, fue a la cocina, regresó con la caja de la tarta de fresas en la mano. Puso la caja blanca y rosa encima de la mesa. ¿No había notado que estaba vacía? Devoto colocó, junto a la caja de la tarta, una caja envuelta en papel de confitería que debería estar llena de dulces. Pensé en la tarta de fresas deshaciéndose en el fondo limoso de la piscina encapotada por la hojarasca; en la oscuridad de los pasteles dentro de la caja, rozándose unos con otros, nata con merengue y crema con guindas, agriándose poco a poco con el secreto silencioso con que las personas envejecen en la soledad de las habitaciones aburridas y maduran y se pudren los frutos en la rama o en las fuentes de la despensa.
Los ojos azules y desviados del señor Devoto se humedecían sobre la nariz y la boca de mi padre. «Me temo que ha habido un malentendido, señor Devoto», dijo mi hermana. «Le agradecería que se llevara su tarta.» Devoto protestó con el amortiguado tono monótono de quien está habituado a soportar una fría disciplina: parecía que hablara consigo mismo mientras unía las manos de mi padre, las separaba, formaba un cuenco con los dedos, juntaba el índice y el pulgar de la alzada mano derecha como si se tratara de unas pinzas hervidas. Concluyó: «No me extraña que me juzgue usted aburrido y que no admita mi amistad.» Cerró el puño como si estrujara un vaso de papel y se levantó hastiado de la silla, un poderoso que, en el momento conveniente, acierta a disfrazarse de subordinado. Entonces mi hermana dijo: «Se equivoca, señor Devoto; siento admiración por los hombres que saben ser aburridos.» Durante un segundo Devoto aparentó estar muerto o petrificado; luego cogió la caja de la tarta: advertiría por su liviandad que no guardaba nada dentro pero, modelo de educación, no dijo al respecto una palabra. «Gracias», fue su saludo definitivo, una despedida que rebosaba estilo y urbanidad.
Cuando mi hermana le abrió la puerta, en la pantalla del televisor encendido sobre la alfombra de caucho atrajo mi atención la escena de un hombre que, con una caja blanca y rosa en las manos, franqueaba una puerta. Evitó Devoto tropezar con el televisor, cruzaba parsimoniosamente el jardín. Lo llamé; volvió la cara, y pude ver por última vez la boca y la nariz de mi padre: mi padre se deshacía sin remedio. «¿Qué quieres, hijo mío?» Las lágrimas me corrían por las mejillas: la sombra de Devoto seguía andando aunque Devoto estuviera quieto. Ululaban sirenas. No contesté y Devoto alcanzó a su sombra. Una columna de humo se elevaba hacia el cielo en la zona de los edificios Noruega, Dinamarca y Finlandia. Corrí hacia la cancela y adelanté a Devoto. Mi hermana permanecía impasible junto a la televisión. «No afrontes riesgos innecesarios», dijo misteriosamente Devoto al pasar junto a mí. Los vehículos de los bomberos eran instantáneos arañazos rojos, fogonazos de alarmas amarillas y azules sobre las lonas que protegían el edificio Inglaterra. Devoto se alejaba hacia el teléfono público de la gasolinera, alicaído como el expulsado del país donde buscaba asilo. Pero, andando en dirección a las llamas, no parecía sentir autocompasión alguna, sino una cierta ligereza, la agilidad de quien ignora las leyes de los intercambios entre seres humanos. ¿Habría incendiado Schuffenecker, ciego de despecho, la Urbanización Continental?