Entonces Martín saltó a la piscina, dio dos o tres traspiés, llegó hasta la maleta, se apoyó en ella para frenar y la derribó. «No la abras», repitió mi hermana, pero las manos amoratadas de Martín hurgaban ya en los cierres metálicos oxidados. Saltaron los cierres. En el fondo de la piscina, sobre las losas húmedas, se movían las sombras de las ramas de los árboles, caminos trazados en un mapa irreal y poco fiable que cambiara sin interrupción. Martín revolvía el contenido de la maleta: ceniceros con el monograma de hoteles y bares, billeteras jamás estrenadas, un sujetador con la etiqueta todavía puesta, cucharas y tenedores con iniciales de restaurantes, cuatro pitilleras iguales, estilográficas y bolígrafos, un libro con cuadros de Cézanne, piezas de vajilla rotas. «¿De quién es este tesoro? ¿Hay un cleptómano en la casa?», preguntaba Martín sin dejar de examinar lo que encontraba en la maleta. Mi hermana se encaminó hacia la casa. Martín cerró la maleta, se enderezó, le pegó una patada a la tarta del señor Devoto. «También robó una tarta», dijo. Las fresas volaban como trozos de carne cruda.
«Deberías hablar con tu madre para vender la casa», dijo Martín durante la comida. Mi hermana acababa de ducharse y despedía nitidez: su piel no reflejaba la luz, sino que emitía una luz propia. «¿Te pasa algo?», le preguntó Martín. «No», se encogió de hombros, fuertes y erguidos bajo el albornoz: miraba el apio y la lechuga de la fuente, le quedaba en el labio un resto de zumo de zanahoria. Levantó los ojos y observó a Martín como si hubiera compartido con él la niñez bajo el mismo techo, y luego le hubiera perdido el rastro durante la juventud, y ahora lo reencontrara y no pudiera evitar la sospecha de que él había dedicado los últimos años a las más depravadas tropelías. «¿Por qué no damos esta misma tarde una fiesta para celebrar la limpieza de la piscina?», preguntó Martín. Tenía los labios relucientes de aceite. «Sería estupendo», dijo mi hermana. «¿Hay tiempo para llamar a gente?» «Desde luego», le respondió Martín.
Estábamos frente a la televisión cuando mi hermana dijo que se iba. Le pedí que me llevara con ella. «¿Hablarás con tu madre?», preguntó Martín. Se había puesto las gafas para ver la televisión y tapaba con una mano el hueco del cristal roto. «Con un solo ojo se ven las cosas sin relieve», me dijo mirándome. Me imaginé cómo sería yo sin relieve y sentí una confusa sensación de mareo: así me ocurre cuando me imagino muerto. «¿Con qué madre vas a hablar?», le pregunté a mi hermana. La voz de la televisión me impedía que entendiera bien las cosas que se decían, y el silencio que llegaba del exterior, paradas las obras, me producía un vacío en la cabeza: hubiera agradecido la explosión de un barreno o la puesta en marcha de las hormigoneras. No me contestó mi hermana. Salió muy ceremoniosa con un traje de chaqueta gris, como si fuera a una entrevista de negocios o a un funeral. Me alivió oír el motor del Opel rugiendo a través del gastado tubo de escape.
Por primera vez en mi vida me quedaba solo con Martín en la casa. No me preocupaba eso: me preocupaba que era la primera vez que Martín se quedaba solo conmigo. Podía prever mis reacciones, pero no las reacciones de un extraño. «Voy a ver la piscina vacía», le dije. «Te acompaño», me dijo él. Empecé a subir las escaleras hacia mi habitación. «¿No ibas a la piscina?», me preguntó. «Quiero coger mi gorra», contesté. Pero en cuanto llegué a la planta de los dormitorios, me encerré en el cuarto de baño. Olía al jabón de mi hermana. Desde el ventanuco vi la piscina vacía, la destrozada tarta del señor Devoto, el cubo de zinc, la máscara de buzo, las sombras diluidas de las ramas de los árboles en las losas celestes y manchadas del fondo. Cerré los ojos, aguanté la respiración, bajo el agua. Sabía que si aguantaba hasta contar noventa me cambiaría la cara o se me borraría. Tuve que abrir los ojos al alcanzar el número 57, respirar para no asfixiarme. Martín golpeaba la puerta. «¿Vamos a la piscina o no?» Comprobé en el espejo que mis facciones no habían cambiado.
No pasamos por la piscina. Fuimos en el Peugeot al teléfono público de la gasolinera. Martín quería empezar a llamar a la gente para que se presentara en mi casa con botellas y cintas de música. Pensaba ya en un alud de desconocidos recorriendo las habitaciones para atropellarme. «¿Quiénes vendrán?», me atreví a preguntar. «Estudiantes y compañeros del laboratorio de botánica», dijo Martín. La palabra laboratorio me sonó en los oídos como el choque de los cristales que se impregnan de sangre para los análisis clínicos. «Muy bien», dije. Hablaba Martín por teléfono, marcaba una y otra vez. Notaba ya el agobio de decenas de individuos repartidos por el jardín, la casa, el cobertizo de la depuradora, el garaje. «Ha estado aquí tu hermana.» Al otro lado del cristal estaba el mecánico de la gasolinera: ¿Sabía quién era yo, quién era mi hermana? Apoyaba las manos con restos de grasa en el borde del cristal a medio bajar. Las manos olían a gasolina. El hombre se había afeitado después de días sin hacerlo y le quedaban islas de barba mal cortada. Entonces me acordé de la mujer que viajaba al lado de mi padre y decía: «No te has afeitado bien.» No me acordaba de la mujer sino del peinado de la mujer y de la frase «no te has afeitado bien». No me acordaba tampoco de la voz de la mujer, pero supe que mi hermana estaba ahora con ella en una cafetería del centro -yo había estado en esa cafetería, localizaba la cafetería en la memoria, aunque fuera incapaz de recordar el nombre-, que hablaban de desmantelar la casa y venderla. Ahora mismo estarían hablando o habrían acabado de hablar y la mujer se estaría guardando en el bolso las cucharillas y el recipiente de servilletas de papel.
14
Frente a la persiana metálica de la cochera Martín encendió los faros del Peugeot: la persiana era sucia y vieja, y las luces, al estrellarse contra el metal gris y negro de grasa parecían arrancar una oleada de astillas y polvo. La luz rebotaba en la persiana y nos forzaba a entrecerrar los ojos como si estuviéramos al sol. Pero se había hecho tarde y las farolas funcionaban en la avenida Embajadores, y yo me había perdido después de salir de la avenida, aunque sabía que estábamos cerca del mercado de mayoristas y de las carnicerías, cerca de la casa de habitaciones sin muebles que Martín usaba como vivienda. «Espera», dijo Martín. Bajaba del Peugeot, y yo tuve miedo de que echara a andar y se alejara y me dejara en el coche en marcha y oscuro; pero sólo iba a quitar un candado y levantar la persiana. Conforme la persiana subía, descubrí el recinto que habíamos cruzado mi hermana y yo, tras salir de las neveras de la carne, para llegar a la escalera de caracol que conducía al cuarto de Martín.
Volvió Martín al coche y, sin cerrar la portezuela, lo introdujo en el patio interior. «Vamos», ordenó. Lo seguí por la escalera. Subía los peldaños de tres en tres, y yo corría para no quedarme rezagado y solo en la espesa luz amarilla. Las sombras eran más pesadas que los cuerpos, se movían con mayor torpeza, y entonces me vi subiendo por primera vez la escalera de caracol con mi hermana: entonces la escalera era más ancha: o yo había crecido o las naves de las carnicerías habían menguado. «Si no nos damos prisa, llegaremos tarde a la fiesta», dijo Martín. Atravesábamos las habitaciones desoladas, y Martín se quitaba la cazadora y la camisa. Pulsaba interruptores que encendían tubos fluorescentes: en la luz blanca Martín se dilataba, parecía más seguro. Enchufó el flexo de su estudio: las hojas translúcidas seguían mostrando sus nerviaciones desnudas sobre los anaqueles, cuerpos helados sobre mesas de depósito de cadáveres.