Andaba rápido hacia la urbanización, y mis pasos me provocaban una maligna inquietud, como si me sorprendiera de repente en un espejo inesperado. Durante un tiempo, hacía mucho, tuve deseos de perderme y me iba por calles y calles al acecho del instante en el que la memoria me traicionara y fuera incapaz de volver a mi casa. Había siempre una esquina con carteles de cine, un cine, una farmacia, un hombre parado que me señalaban la salida del laberinto. La única vez que conseguí olvidarme de dónde estaba y cómo había llegado hasta allí, y, apoyado en la tela metálica que protegía una vivienda, me preparaba para gritar pidiendo ayuda, descubrí, a través de los setos y los árboles, que me encontraba en la parte trasera de una casa que era muy parecida a mi propia casa: veía las sombrillas, el columpio, el cobertizo de la depuradora, y me parecía estar mirando mi casa, aunque había caminado durante más de una hora huyendo de ella. Cuando chillé, acudieron mi hermana, mi padre, una mujer que me consolaba rogándome que diera la vuelta y entrara en la vivienda. Obedecí. Durante meses pensé que me tenían prisionero unos seres que eran exactamente iguales a los miembros de mi familia y vivían en una casa igual a nuestra casa.
Antes de llegar a la gasolinera me crucé con una mujer que llevaba guantes de goma y con un hombre que llevaba guantes negros. Me crucé con mucha más gente, incluso una mujer me miró con fijeza a los ojos como si quisiera hipnotizarme; pero no recuerdo con precisión ninguna cara ni ninguna cicatriz: sólo me acuerdo del peso doloroso de mis pies, que trataban, en vano, de pisar la cabeza de mi sombra; de cómo no se calentaba jamás la caja de cartón entre mis manos frías; de los guantes de goma naranja y de los guantes negros. Dejé atrás la gasolinera, arrojé la caja en el contenedor de basura e inicié el descenso hacia la casa. Frente al edificio Dinamarca me adelantó una gran moto negra y dorada: el motorista tocó la bocina con estridencia al pasar junto a mí; me pareció que quien lo acompañaba se reía. «Ojalá se cayeran», pensé. Y la moto derrapó en la curva de los edificios Noruega y Finlandia, y se salió de la calzada reventada por las taladradoras.
Pero en el momento en que comencé a oír la música, la moto me adelantó otra vez: sus tripulantes eran invitados a la fiesta. Los coches rodeaban la casa y algunos tenían los faros encendidos. La cancela estaba abierta y había más coches en el jardín, cerca del Opel. La música salía potente del magnetofón acoplado a la radio de un Fiat. Estaban conectadas las lámparas del jardín, y las sombras de los bailarines se alargaban sobre los muros de la casa, como manos ante el cono de luz de un proyector de cine, entrelazados los dedos para formar figuras extrañas. Junto a la esterilla de caucho había un zapato de tacón caído; en el sofá de la sala de estar encontré sentados a los dos chinos de gabardinas negras con los que había viajado en el autobús: veían la televisión, a la que habían quitado la voz. «No entendemos idioma, no idioma», repetían, señalando a la orquesta que tocaba en la pantalla muda; «mejor sin voz», añadieron. Se levantaron ceremoniosos y me saludaron con una inclinación de cabeza.
Subí al dormitorio de mi hermana: mi hermana se pintaba los labios frente al espejo. «¿Eres tú, Martín?», preguntó sin unir prácticamente los labios, y la voz surgió extraña como la de una impostora que, ante un cómplice, dejara de imitar la voz del individuo cuya personalidad usurpa. «Soy yo», le dije. Se volvió hacia mí: me miraba como si le costara reconocerme. «¿Y Martín?», me interrogaba. «Vendrá», dije, «cuando cambie la rueda pinchada del coche». Del perchero descolgué la máquina de fotos guardada en su funda de cuero. «¿Qué haces?», dijo mi hermana. No le contesté: sabía que no iba a moverse, manejando, como estaba, el pincel para los ojos. Regresé a la sala de estar: los dos chinos continuaban mirando la televisión silenciosa. Sobre el televisor coloqué la cámara de fotos, acoplé el automático, pulsé el disparador, corrí para sentarme junto a la pareja oriental. Los chinos se levantaron al unísono para cederme el asiento en el instante en que se abría el obturador de la cámara.
Al aire libre me sentí mejor: disfrutaba viendo a los que bailaban, y el ritmo de las canciones hacía que me olvidara de mí mismo y de mi peso, y me arrastraba de un lado a otro como una corriente de agua. Pasé ante un hombre que encendía un cigarrillo: la llama del fósforo le iluminaba la cara; con el fósforo todavía prendido me observó a través de la primera bocanada de humo, y luego los ojos me traspasaron, me dejaron atrás, enfocaron la figura de alguien cuyas pisadas aplastaban la gravilla de la pendiente que llevaba al garaje. «Hola», saludó el fumador. Quise contestarle, pero no conseguí emitir un solo sonido. ¿Me había evaporado? Me miré las manos: allí estaban, sucias y entintadas por los letreros corridos y borrados de la caja de hielo. ¿Seguían también los pies dentro de los zapatos? ¿Habían desaparecido? Me quité el zapato derecho y el calcetín: el pie derecho tampoco se había disuelto en la atmósfera fresca de la noche.
Me aburría la moto y los coches con los faros encendidos y la música y las voces demasiado altas para imponerse sobre los instrumentos modernos, y, cuando se callaba el magnetofón, el rumor mutilado e impúdico de las frases desnudas, sorprendidas en el apagamiento repentino de la música, admiradas de sí mismas: era el momento que aprovechaban, en el mutismo insoportable, para romper vasos y copas y aplastar los cascotes con botas de motorista. El tumulto de los que bailaban en el fondo de la piscina vacía era más divertido: los bailarines giraban, gesticulaban y saltaban con soltura como hábiles buzos en aguas muy claras. Los faroles y las luces de los coches multiplicaban las sombras: las paredes celestes y blancas eran sábanas tensas e iluminadas tras las que se proyectaban las siluetas oscuras de una banda de muchachos sin sueño. ¿De quién era la sombra quieta que se extendía, como una marca fronteriza, hasta la escalerilla metálica? Levanté un brazo y comprobé que era mi sombra.
Entonces vi que las luces rojas y blancas de un avión se aproximaban a la luz roja que resplandecía en la cúspide de la grúa. Si el avión chocara contra la grúa, ¿caerían pedazos ardiendo sobre nuestro jardín? El motorista vestido de cuero revolvía con un trozo de tubería de plomo en el montón de hojarasca podrida: tenía puesta una careta antigás. Bajé al fondo de la piscina. Los bailarines se acercaban a la maleta que había abierto Martín y dejaban sobre las toallas, las billeteras, los cubiertos, los ceniceros, las servilletas robadas una prenda: un pendiente, una cinta, un jersey, una sandalia. La maleta que mi padre arrojara una noche a las aguas corruptas rebosaba ahora con los regalos de los visitantes. Una mujer que andaba de puntillas me empujó hacia los brazos de otra mujer que me empujó hacia los brazos de un sujeto tambaleante bajo un sombrero sin ala que, aunque sonreía alardeando de unos dientes destruidos, estaba triste como un perro enfermo. Todavía me esperaban los brazos de la mujer que empuñaba la cartera de plástico transparente: me pasaban de uno a otro como una pelota, y yo simulaba reír a carcajadas. Cuando entró en el juego el joven caballero gordo y deforme de camisa planchada y corbata de nudo ajustado y perfecto, con tres bolígrafos de distintos colores en el bolsillo superior, no aguanté más: corrí hacia la escalera niquelada perseguido por las muecas y el jolgorio de nuestros invitados. Les deseé a todos, mudo como quien reza, que se murieran, y, una vez a salvo, frente a la depuradora, me sentí feliz: estaba seguro de que mis deseos se cumplirían antes o después.