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En la puerta de la casa, bajo el porche, mi hermana había entablado conversación con los chinos de las gabardinas negras: los tres sostenían vasos de papel con la finura del que alza una copa del cristal más pulido. Me consoló que mi hermana se distrajera en la fiesta. Entre frase y frase lanzaba una mirada a la cancela, y los chinos la imitaban cortésmente, sigilosos, respetando el fruncimiento de cejas, las preocupaciones de mi hermana. Me acerqué a mi hermana: a pesar de que se llevaba el vaso a los labios, el vaso estaba vacío, y vacíos estaban los vasos de los chinos. La música sonaba ahora al volumen más elevado, y me guiñó la mujer elegante que, sentada entre dos coches en una silla de terraza, un tacón quitado y otro puesto, bebía directamente de una botella. «¿Todo muy bien?», decían los chinos. «Todo muy bien», decía mi hermana. Mi hermana esperaba cerca de la puerta, y yo esperaba cerca de mi hermana.

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