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Entonces desconecté la radio: no sólo giré el interruptor, sino que, además, desenchufé el aparato. Aquella radio formaba parte de la maldición. Subí a los dormitorios, cogí la lata de las fotografías, busqué en el ropero donde mi hermana colocaba las camisas del muerto: planchadas, olían a detergente y suavizante, pero, en una capa más profunda, el olfato sensible detectaba el hedor de las medicinas y de la enfermedad. Comprobé las etiquetas de las prendas más antiguas, las que vestía mi padre en las fotos. En la foto junto al columpio llevaba una camisa blanca con rayas oscuras. Localicé esa camisa: era dos tallas mayor que la camisa a cuadros que mi hermana compró para que se la regaláramos en el que iba a ser su último cumpleaños. ¿No debería la gente saber cuál es su cumpleaños final? No digo que lo sepa desde siempre: lo podría saber en el momento de apagar las velas de la tarta.

Ya no me cabía ninguna duda: el individuo empequeñecido y ridículo de la cabeza tronchada como una planta seca, como dormido mientras esperaba que lo enjabonaran para el afeitado, entreabierta la boca con un hilo de saliva de labio a labio, nada tenía que ver con mi padre; había venido con las excavadoras, las taladradoras, los barrenos, las hormigoneras y las grúas: había sido una pieza más, ahora inservible y desechada, de la destrucción y el derrumbe. Ni siquiera su dedo se ajustaba al anillo de mi padre. ¿Había desaparecido el anillo? Corrí escaleras abajo: el vaso de agua reposaba sobre un plato en el que alguien había apagado un resto de cigarro. No estaba la alianza. Y entonces sonó el timbre de la puerta. Si era mi padre, mi verdadero padre que regresaba, yo no podría devolverle su anillo.

3

A través de la ventana aparecían mis tíos, tía Esperanza y tío Adolfo, sombras ennegrecidas alargadas hacia la cancela por los focos blancos de las obras; mis tíos: tía Esperanza, la hermana de mi padre, que de tan buen grado se plegó a los deseos del enfermo de no ver a nadie ni ser visto por nadie durante los meses de la agonía; tío Adolfo, el cómplice de tía Esperanza, que, las manos en los bolsillos como buscando un salvoconducto para entrar en la casa o un justificante o tan sólo una explicación, miraba a la reducida alfombra de caucho, mientras su mujer alzaba los ojos hacia la mirilla de la puerta, plena de confianza en sí misma o en su maldad. Yo sé que una vez ahogó o mandó ahogar o permitió que cerca de ella ahogaran a seis gatos que luego fueron tirados en una bolsa transparente a un contenedor de basuras. Mantenía los ojos fijos en la mirilla, acechando que mi ojo surgiera, empañado por las lágrimas, tras el vidrio minúsculo.

Nunca me ha gustado defraudar las esperanzas que los mayores y los superiores depositan en mí; así que esperé que pulsaran otra vez el timbre. Entretanto me restregaba los ojos con fuerza, y en los grifos de la cocina me mojaba las manos y me las pasaba por los ojos, aspiraba agua por la nariz y dejaba que me goteara de un modo repugnante e impúdico. Corté un puñado de papel higiénico, lancé un par de hipidos y suspiros que a mí mismo me conmovieron, y me encaré decidido a los intrusos. Cuando abrí la puerta y se enfrentaron al ser desvalido y chorreante en el que me había convertido, tía Esperanza y tío Adolfo hallaron la oportunidad de desplegar toda la teatrería y palabrería para la que se habían venido preparando desde que mi hermana les dio aviso del final del agonizante. Yo había tenido la amabilidad de prepararles el decorado que necesitaban, y me lo pagaban con el viril apretón en los hombros con el que mi tío consiguió que se me saltaran de verdad las lágrimas; con los abrazos y besos de mi tía, que me causaron -lucía unos pendientes aterradores- varios arañazos en un pómulo. El espeso aroma del perfume, el maquillaje y las pomadas me provocaron una convulsión espasmódica que certificó el deplorable estado en el que me había postrado la muerte repentina de mi padre.

En volandas me llevaron a la cama, me ayudaron a desnudarme; incluso me arroparon. Me hablaba mi tío de que los hombres continúan viviendo en sus hijos, y yo temblaba ante la idea insoportable de que, durante la noche, penetrara por mi boca o por mi nariz o por una de mis orejas el individuo consumido y babeante y tenebroso que los mismos camilleros, habituados a calamidades, habían tenido que cubrir con una manta para no verle la cara: penetrara dentro de mí y se quedara dentro de mí para siempre. Entonces llegó mi tía con la leche caliente. Odio que se ahogue a los pequeños animales, pero mucho más odio, desde muy niño, la leche caliente con azúcar. Y, para colmo, en aquel momento se me revelaba una íntima e inquietante correspondencia entre el acto de calentar leche y el de ahogar gatos. Pero no ofrecí resistencia: me bebí hasta la última gota. El hedor y el sabor a tela arrugada, húmeda y jabonosa; la cenefa de espuma adherida a las paredes del vaso me dieron la sensación de que me envolvían la cabeza en un paño mojado sin otro fin que causarme, por asfixia, una muerte dolorosísima. «No soy uno de tus gatos», me vi obligado a proclamar en medio de lágrimas verdaderas y torrenciales. «Mi querido niño», dijo ella restregando su cara embadurnada de cremas y polvos contra la mía: estuvo a punto de clavarme uno de sus heridores pendientes en el ojo, y yo le dejé el maquillaje corrido por la banda blanca de leche que se me había quedado pegada a los labios. Nos detestábamos y los dos lo sabíamos.

En cuanto me dejaron solo me limpié la cara con la colcha, donde dejé una mancha rosácea que parecía un antifaz. Me coloqué inmediatamente una imaginaria máscara de buzo, y me zambullí y sumergí entre las sábanas, bajo la presión claustrofóbica de los cobertores. Oía, buceando, mi propia respiración, las inhalaciones transformadas en un collar de burbujas que atravesaba la luz opaca de las profundidades. La mirada se acostumbraba a la oscuridad del bosque de algas y aguas hondas: en la negrura distinguía los restos del transatlántico naufragado. Había perdido la sensación de mí mismo, fijos los ojos en el hueco de la lóbrega chimenea inmensa, carcomida por el óxido y cubierta de lapas. ¿Habían sacado a los marineros muertos? ¿Habían enviado hombres rana para que rescataran los cadáveres entre el metal retorcido, o seguían las víctimas dentro del casco, descarnadas, flotando?

Entonces sentí que algo ajeno se introducía en el cuarto: un insecto, acaso un moscardón aleteante o una mirada acechadora y peligrosa. Sí, me acordé del espejo que había en mi dormitorio, y recobré peso y volumen y carnalidad y el tacto almidonado de las sábanas limpias. Salté de la cama: que yo no hubiera podido atisbar lo que ocurría en la sala de estar desde el espejo del baño cuando los camilleros cargaban con el muerto no significaba que el espejo de mi habitación no fuera un cristal transparente, camuflado, a través del que el moribundo extraño que simulaba ser mi padre me hubiera estado espiando noche tras noche. Posiblemente tía Esperanza se apostaba ahora en el ropero que colindaba con el dormitorio, atenta a cada una de mis maniobras. Iba a descubrirla; la vergüenza la obligaría a abandonar inmediatamente la casa tras los pasos de aquel moribundo impostor que ni siquiera era un moribundo: la blanda postración en la que fingía vivir el hombre abyecto que suplantaba a mi padre sólo sería el estado de disponibilidad de un agente secreto confinado e incomunicado en un hotel a la espera de recibir la llamada telefónica que le señalará una misión y lo pondrá en movimiento. ¿Los de la ambulancia de anaranjada alarma giratoria eran enemigos o cómplices que acudían por fin en su auxilio?