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Entonces vi que mi hermana lucía una cadena de oro sobre el vestido de luto, una cadena de la que pendía el anillo de mi padre. El ataúd ascendía en un elevador hacia el nicho con la lentitud de un príncipe camino de la coronación. ¿Debía ordenar que pararan la ceremonia, abrieran el ataúd y comprobaran que, de haber alguien dentro, no le pertenecía al cadáver el anillo que conservaba mi hermana? Un individuo con muletas me observaba atónito desde la cima de un promontorio. ¿Me hacía señales? Por desgracia me distrajo un avión que, en ese instante confuso, atravesó atronador el cielo claro y frío, y luego, cuando el avión se alejaba, advertí que el inválido había desaparecido y que cambiaba el ruido del elevador: el ataúd se desplazaba ahora sobre rieles hacia las profundidades del nicho. Mientras tapiaban el hueco en el que yacería para toda la eternidad un impostor que quizá fuera nadie, reinó un silencio helado apenas interrumpido por tímidas toses contenidas y pisadas pastosas sobre la tierra húmeda y blanda. Vivíamos en una ampolla de vidrio: si alguien nos hubiera agitado, habría empezado a nevar. Yo evitaba leer los nombres inscritos en las lápidas, porque temía tropezarme con mi propio nombre.

Colmaban y aseguraban los bordes de la tumba con inyectores de silicona: la desaparición del difunto se consumaba. La lápida que cerraba el nicho quedó, sin embargo, en blanco: ¿se me daba una nueva prueba de que no era mi padre el ocupante de la fosa? Y, conforme el elevador descendía, en una transición imperceptible, se desataron las conversaciones, emprendimos la marcha hacia la puerta del cementerio. Mi hermana apoyó la mano derecha en mi brazo, manteniendo bien apretada la bolsa de papel marrón en la izquierda. «¿Qué llevas en la bolsa?», quise preguntarle, pero, en lugar de palabras, emití un misterioso gruñido que provocó el terror entre la multitud: se produjo, por lo menos, un impenetrable y admirado y respetuoso silencio, como si un alto mando hubiera irrumpido en la algarabía de una sala de oficiales poco disciplinados.

En la casa se alargó la reunión: cuantos le habían demostrado a mi padre devoción y estima acatando sus deseos de aislamiento y tranquilidad a la hora huraña de la muerte, allí estaban dando buena cuenta de las bandejas de emparedados, pasteles y bebidas que tío Adolfo, cumpliendo una última voluntad del difunto olvidada sin duda en los días finales, había encargado en la confitería Argentina. Aunque el tiempo era frío, abrieron las ventanas -alguien juzgó la habitación poco ventilada- y el aire se llenó en un segundo del polvo que arrancaban barrenos, taladradoras y excavadoras. Me senté frente al sofá del que mi padre había desaparecido: ahora lo ocupaban un hombre pálido y un hombre moreno que tenían la misma cara, vestían la misma ropa y hablaban a voces, desacostumbrados al trato humano en las condiciones de aquella casa cercada y aislada en mitad de impresionantes obras de albañilería. Me miré un hombro y lo encontré cubierto de polvo; las cabezas de los invitados se iban tornando grises: la estancia era una fabulosa cámara de envejecimiento acelerado. Mi hermana se esfumó; sobre la consola había olvidado la bolsa de papel marrón de la que no se había desprendido durante el entierro. Habían abierto la puerta y la gente se desparramaba por el jardín: al día siguiente habría vasos entre la hierba amarilla y las hojas secas, al pie de los sillones y las hamacas, junto al columpio. Abrí la bolsa, me asomé al interior: allí estaban dobladas la blusa estampada de mi hermana, la falda azul, unas medias. Olían a viva claridad cerrada.

Un hombre se acercó al teléfono: le hubiera avisado que no tenía línea, que mi padre, con unas tijeras, había cortado el cable hacía mucho, no alterado ni impaciente por el exceso de llamadas, sino cansado de la angustia de esperar una llamada que nunca se producía. Así se lo explicó a mi hermana pausadamente, como se explica el uso de una máquina, y yo lo oí. Pero el hombre tecleaba desasosegado en el teléfono, persiguiendo la línea perdida, hasta que reparó en el cable cortado. Los asistentes al entierro despoblaban la casa en medio de la calma empañada por la polvareda de las obras: por la puerta y por las ventanas entraba ya la luz de los reflectores que iluminaban los andamios y los esqueletos de los futuros edificios. El hombre que utilizaba el teléfono tomó el cable inútil entre los dedos y se echó a reír. Los visitantes abandonaban la casa bajo el peso del polvo como turistas que salieran de una mina o damnificados que huyeran serenos de una vivienda agitada por un terremoto. El frío se adueñaba de la sala de estar como la fiebre se adueña de un enfermo, y no me sentía aliviado porque se fueran los extraños: el frío crecía con la desolación de la casa. El que telefoneaba todavía empuñaba el auricular, pasaba las páginas de la libreta forrada de cuero negro en la que se anotaban las direcciones y los números telefónicos. «Aquí está mi número», dijo de pronto y, al decirlo, adquirió una consistencia nueva, llenos de plomo los bolsillos.

Todo sentimiento se había diluido entre cordialidad y desnuda alegría: los que se iban cargaban con la tranquilidad sabia de la muerte. Y entonces el hombre del teléfono cortado cogió la foto enmarcada en la que mi hermana había posado junto a mi padre, cerca de la piscina, antes de la última estancia en el hospitaclass="underline" era desconcertante la diferencia entre el cadáver y el caballero de la foto. «Es mi padre», le señalé al hombre. «Bien que lo sé», me dijo. «Y ésta es tu madre», aseveró. «Se equivoca», respondí; «es mi hermana». Mi padre me devolvía la mirada desde la fotografía, me miraba directamente a los ojos. Subí las escaleras, me detuve ante el dormitorio de mi hermana, rocé la puerta con los nudillos. Me abrió tía Esperanza. Tío Adolfo abrazaba a mi hermana, que se sonaba la nariz con un pañuelo de celulosa. La espalda de tío Adolfo era la espalda de mi padre.

5

Luego se sucedieron días raros y fríos en los que nunca subía la temperatura: los colores se aclaraban, llegaban a borrarse, imágenes de una televisión que recibiera mal la emisión de onda. Me sentaba, fiel a mis costumbres, frente al sofá que había junto al ventanal, ponía la radio y leía en voz alta los fascículos de la enciclopedia marítima. Introduje, sin embargo, un ligero cambio en mi conducta: dejé de ir al colegio. Estaba seguro de que mi padre se presentaría en la casa a cualquier hora de la mañana o de la tarde menos pensadas, y quería encontrarme allí para recibirlo. A mi hermana le importaba poco lo que yo hiciera, con tal de que no armara ruido: ella dormía durante la jornada entera. Como un hada maléfica había convertido todo el tiempo en noche. Se movía sonámbula por la casa, se preparaba un café con tostadas, comía y volvía a encerrarse en su dormitorio. Tío Adolfo era nuestra única visita: traía periódicos y provisiones, se interesaba por nuestra existencia. Sí llegaba a horas de colegio, yo me escapaba por la puerta de la despensa y me escondía en el cobertizo de la depuradora de la piscina, al acecho, hasta oír el cierre de la cancela que anunciaba su marcha.

Sonó un día el timbre con una energía inhabitual; no se trataba, desde luego, de mi tío, siempre tan modoso y levemente congelado por su respetuosa distancia. ¿Sería el telegrama o la carta urgente que mi padre se quedó esperando? No vacilé en abrir la puerta, sin tomar por una vez, la precaución de asomarme a la mirilla. «¿Quién es?», preguntaba mi hermana, alarmada, desde la planta de los dormitorios. No le respondí: sabía que en unos segundos se habría dormido de nuevo, y nunca más pensaría en el timbrazo ni en la visita inoportuna. Era Adela, la profesora-tutora de mi curso. «Me alegro de verte», me saludó. Siempre se comportaba con una alegre elasticidad atlética, pero siempre resbalaba y tropezaba y más de una vez yo la había visto caerse por los corredores inhóspitos y resonantes del colegio. «Cuánto me anima que haya usted venido», le contesté, con lo que quería darle exacta idea de que me encontraba profundamente afectado por los acontecimientos recientes y que más le valía despedirse de inmediato. Pero mis palabras surtieron el efecto que yo menos me pretendía: aquella mujer se atrevió a ponerme una mano en el hombro y a explicarme la necesidad que tenemos de los compañeros, lo bien que me vendría el regreso a clase. Me fijé en sus labios pintados: tenía un diente manchado de carmín. Me la imaginaba arreglándose para venir a verme, oía el clic de la tapa del pintalabios al cerrarse, el chasquido de la polvera. «Estoy esperando», le dije. «¿Estás esperando? ¿Qué estás esperando?», preguntó. ¿Cómo iba a decirle que estaba esperando a mi padre? «Estoy esperando sentirme mejor.» Se quitó los guantes de lana amarilla, me cogió las manos con las manos gélidas, como en un juego. «Ven mañana a clase, por favor. ¿No puedo hablar con tu hermana?» «No», le respondí; «es mecanógrafa». «¿Es mecanógrafa? ¿Qué quieres decir? ¿Trabaja ahora tu hermana? ¿No puedes bajar la radio?»