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Me puse el albornoz, me calcé sin calcetines las botas, bajé silencioso las escaleras. Se me paró el corazón una milésima de segundo: sobre el sofá estaba el gabán de mi padre, arrojado y abandonado como si mi padre hubiera vuelto cansado y muy tarde y no se hubiera preocupado de colgarlo en la percha. Palpé aquel abrigo que pertenecía a un espectro: era sólido como un ser vivo pero distante, una especie de contable municipal o de oficinista. Y entonces oí la tos, no una vez, sino dos veces seguidas: la tos de un individuo sano e intrépido que quisiera atraerse la atención de un despistado. Me volví y me enfrenté a Schuffenecker. Claro está que yo no sabía aún que se apellidara Schuffenecker, pero lo aprendí muy pronto. Mi hermana siempre lo llamó Schuffenecker; decía que un apellido así no podía ser desaprovechado jamás. ¿Qué era el nombre de pila que le hubieran dado a Schuffenecker, si es que le habían dado un nombre, al lado de aquel desmesurado apellido? Estaba perfectamente trajeado, apoyado en la balaustrada como para seguir un espectáculo, ante la puerta del cuarto de mi hermana. Mirarlo era como beber un jarabe agridulce y espeso: era pálido y parsimonioso, aunque, de pronto, parpadeaba tres, cuatro veces vertiginosamente. ¿Tenía cara? Si tenía, yo no puedo recordarla ahora: era una cara vacía, una fábrica desierta. Pero me gustaba: Schuffenecker tenía la edad y el tamaño exacto de mi padre, a pesar de que el contraste feroz entre la carne descolorida y la chaqueta azul le diera un aspecto desasosegado de vaharada a punto de esfumarse.

«¿Te gusta mi gabán? Espera a que te enseñe el equipo de música del coche.» Estuve a punto de sufrir un desmayo al recibir la voz metalizada, como salida de una radio o de un gramófono: sonaba igual que la voz de mi padre, emitida desde el lugar secreto donde se ocultara o lo ocultaran sus raptores. «Hijo mío», continuaba la voz, «podríamos tomar un poco de café? ¿No tenéis televisión?» ¿Se trataba de un vendedor de electrodomésticos a domicilio que, desde la carretera, había descubierto, bajo el cobertizo de los desechos, la caja de cartón medio disuelta por las lluvias donde guardábamos el televisor inservible? Pero olía a mi hermana: lo olí en cuanto pasó, rozándome, camino de la cocina. Había bajado las escaleras con la seguridad de quien tiene en la casa una habitación y una cama reservadas y una percha esperando su ropa. Flexionaba las largas piernas delgadas como si imitara a un bailarín, y lo único que resaltaba de sus facciones era un perpetuo gesto de expectación, atento siempre a conseguir la aprobación del auditorio. «Baja usted muy bien las escaleras», le dije. «Pues ya me verás cuando coja la taza.»

Y era verdad: levantaba la taza como un cazador y coleccionista de mariposas manejaría al ejemplar más valioso antes de pincharlo en un alfiler. Se bebía el café a sorbos muy pequeños que paladeaba y tragaba con delectación. Era distinguido y debían de gustarle las cosas antiguas: el café llevaba hecho una semana y no había sido recalentado una vez, sino muchas. Yo lo miraba con la mezcla de asombro y familiaridad que se dedica a las conversaciones sobre los muertos. Entonces, por la ventana, vi que las farolas del jardín -que no encendíamos desde hacía meses- resplandecían en mitad de la mañana clara como invitados que están de sobra y en los que no repara nadie. Mi hermana y el hombre elegante habrían merodeado de madrugada por el jardín y la piscina. Salí al exterior sin mediar palabra, apagué tiritando las luces casi invisibles en la plenitud del día: pensaba en los cristales incandescentes que protegían las bombillas y me acercaba al Mercedes blanco. Dentro del Mercedes, en el asiento trasero, había unas raquetas de tenis, tres latas de pelotas. Percibí el reflejo combado y deforme de Schuffenecker en la carrocería y en los cristales del automóviclass="underline" se había acercado sigiloso como un gusano de seda.

Pero ahora agitaba las llaves del Mercedes Benz, incitador. «¿Te subes?» Me subí: nunca había estado dentro de un Mercedes, así que me pregunté si todos los Mercedes del mundo apestaban, a pesar de los ambientadores derrochados en la cabina del coche de Schuffenecker, a pescadería. ¿Era Schuffenecker propietario o empleado de una pescadería? Se sentó a mi lado, las manos en el volante. Conectó un aparato y el coche se llenó de música de baile. «¿Qué te parece?», me dijo. Me acerqué a Schuffenecker: subterráneo, bajo el aroma hospitalario de mi hermana, capté un olor a lubricantes y neumáticos y llantas. ¿Había robado el coche? ¿Había transportado una caja de pescado fresco? «¿Para qué sirven los mandos y los interruptores?», le pregunté. Me gustaba oírlo hablar: me parecía que mi padre me telefoneaba desde un aeropuerto o desde el teléfono público de un supermercado.

Cuando se iba Schuffenecker, la grúa amarilla giró 180 grados y una barrena voló una saqueada Villa La Vega. El Mercedes se perdió entre una nube de polvo. ¿Volvería a oír la voz helada de mi padre? Fui en busca de mi hermana: entré sin un ruido en el cuarto, me quedé a los pies de la cama evitando pisar el vestido tirado en el suelo, aprovechando para mirarla entre sombras las líneas aceradas y relucientes de la zona más alta de la persiana. Estaba dormida. En la almohada, junto a la boca, había una mancha de saliva reciente. Alcé un segundo la sábana y los cobertores: mi hermana estaba desnuda. Me senté sobre la alfombra, en la semioscuridad, deseoso de oír su respiración. Cerré los ojos, vi fogonazos blancos y una linterna que caía desde una torre; me concentré en el silencio: no oí nada. Abrí los ojos: mi hermana dormía plácida y feliz.

Cogí los libros y salí de la casa: una capa muy fina de yeso y cemento se había posado sobre el césped destruido, se había mezclado con la gravilla. En la piscina la hojarasca era gris y granulosa, un dominio de nieve sucia. Me llevé una hamaca al cuarto de la depuradora, dejé la puerta metálica entreabierta, me tumbé como un convaleciente aburrido y tenso. Me comportaba como quien se oculta de todos, harto de que todos se oculten de él, lo esquiven o le concedan citas falsas. El tiempo pasaba imperceptible como el movimiento de un astro. Abandoné la hamaca: me había dejado las manos y el albornoz llenos de polvo. Dos nuevas barrenas estallaron no demasiado lejos. En el cristal del ventanuco había una cara que no se me parecía: huyendo de mis perseguidores había recurrido a la cirugía estética, un cirujano había transfigurado meticulosamente mis facciones y me había convertido, para despiste de mis enemigos, en un niño feo de piel avaselinada e infectada de impurezas y poros profundos y negros como pozos ciegos. El cirujano había hecho una verdadera obra de arte: me acababan de retirar las vendas y, ante el espejo, en albornoz, me admiraba de los resultados deslumbrantes de la operación. Vi entonces, a través de la suciedad del vidrio y del rostro monstruoso que el médico diabólico me había construido, el Renault de tío Adolfo, que aparcaba junto al Opel. Saltó mi tío del coche y, durante un segundo, dirigió la vista hacia mi puesto de observación. Cerré, en una reacción automática, los ojos apretadamente, como si tal gesto me dotara de una invisibilidad amiga: de nuevo me sorprendió, en el túnel de los ojos cerrados, la linterna que caía de la torre, pero se disolvió súbita en un fulgor incoloro. Abrí los ojos: tío Adolfo había desaparecido, aunque el Renault continuaba junto al Opel.

Habrían pasado horas cuando mi tío salió de la casa. Iba con el pelo mojado y aplastado, como si acabara de visitar unos baños o una barbería en la que se hubiera quedado dormido: mostraba el curioso aplomo inquieto del que ha disputado y ganado una difícil partida de ajedrez; hablaba solo, murmuraba o cantaba entre dientes, y pisaba el césped roído como si le perteneciera. Su espalda era como la de mi padre: era, como mi padre, un hombre que sabía darte la espalda, una espalda acomodada en sí misma y, sin embargo, erguida. Una vez vi a mi padre alejarse hacia un avión entre la masa de futuros compañeros de vuelo: advertí entonces, entre espaldas inconscientes y abandonadas e inseguras, la serenidad magnánima de la espalda de mi padre. Y ahora mi tío Adolfo cargaba dignamente, sin esfuerzo ostensible, con aquella espalda especial. Desde la ventana de su dormitorio mi hermana, envuelta en una de las camisas de mi padre, vigilaba la partida del Renault. El Renault se perdió de vista; las nubes se movieron y mutaron el color del día translúcido en el que flotaba, suspendida, la polvareda de las obras, y volvieron a moverse y hubo una luz química y lívida de cabellera albina, y mi hermana surgió como una alucinación cerca del Opel, con un lazo violeta y brillante en el pelo y los labios rojos. No sé por qué se me saltaron las lágrimas mientras arrancaba, una a una, las páginas del libro de ciencias naturales.