Ahora bajaba del dormitorio -se levantaba de la cama bien pasada la hora de la comida: perder el almuerzo, según ella, le servía para conservar la línea estilizada-, rutilante en un primaveral vestido de piqué rosa con una rebeca celeste: parecía una empleada encantadora de una pastelería-heladería moderna. Desde hacía días utilizaba cosméticos caros, cosméticos que, aplicados, no se percibían pero provocaban efectos admirables. Las listas de sus jerseys hacían juego con las listas de sus calcetines. Desayunaba piña mojada en zumo de naranja, y no renunciaba al café con tostadas. La tarde anterior había despedido con pretextos a tío Adolfo y a Schuffenecker y había salido con un coronel cuya nuca, bajo la gorra reglamentaria, me recordó inmediatamente a la nuca de mi padre: era impresionante observar la nuca del coronel, mientras mi tío hablaba frente a mí, aconsejándole a mi hermana que fuera con él a visitar a tía Esperanza; era como ver una nuca que coronara el pecho de un hombre, no la espalda. Rogaba Schuffenecker que mi hermana le concediera una nueva entrevista de trabajo, y yo conseguí llevar al coronel junto a mi tío, hombro con hombro: me resultó un consuelo unir aquella nuca y aquella espalda paternas, mientras resonaba la voz que Schuffenecker le había robado a mi padre.
Se sentó mi hermana a mi lado, me tomó de la mano, me dijo: «Me gusta oírte leer.» Y entonces llamaron a la puerta. Dejé el fascículo de la enciclopedia, miré por la ventana: un taxi se iba sin ruido en medio del ruido de las taladradoras; un caballero esperaba sobre la alfombrilla de caucho con una caja de tarta en las manos: reconocí aquellas manos. Eran las manos de mi padre. Y la boca y la nariz, bajo la mirada levemente estrábica y azul, pertenecían también al rostro de mi padre. Mantenía las manos sobre las piernas cruzadas con elegancia anglosajona, hablaba pausadamente acerca de una antigua relación profesional con nuestro padre, dijo que se encontraba muy interesado en las actividades de mi hermana. La alusión a las actividades de mi hermana me pareció muy enigmática. Pero me gustaba seguir los movimientos de una boca que me era familiar, y de la que salía la voz lenta, casi retardada, como si el hombre no fuera real, sino una imagen de película en la que hubieran sincronizado mal la banda sonora. Y resultaba confortable que el habitual estruendo de las máquinas no repercutiera en el tono de su voz: parecía que toda su vida hubiera vivido en la casa, sometido al fragor de los barrenos, acostumbrado al yeso y al cemento que flotaba en el ambiente: la nariz aguantaba impertérrita, sin un estornudo. La caja de la tarta vibraba casi imperceptiblemente sobre la televisión. Un médico conversaba, en la pantalla muda, con una agonizante conectada por las venas a tubos, bombonas y aparatos. La agonizante mostraba un ánimo y un color excelentes.
Yo deseaba que aparecieran tío Adolfo, Schuffenecker, el coronel de la nuca vigorosa, y coincidieron con la boca y la nariz y las manos del recién llegado: vería a mi padre materializarse ante mis ojos, aquí la nariz y allí la nuca y más allá las cejas y la espalda, y la voz sonando como salida de un magnetófono, como pruebas mandadas por los secuestradores a los familiares de su víctima, testimonios de que sigue con vida. «¿Me permiten que fume?», preguntó el caballero. «Haga lo que quiera», respondió mi hermana. «Estoy dispuesto», dijo el hombre dijo el hombre con la amplia sonrisa que pertenecía a mi padre. ¡Hacía tanto tiempo que mi padre no fumaba! Los fuertes dedos afilados de uñas pulidas acercaron con suelta exactitud el cigarrillo a la boca. Callábamos y oíamos, sepultado bajo el ruido de las obras, el crujir de los muebles en las habitaciones, la inhalación del humo del tabaco. «¿Volverá usted?», preguntó entonces mi hermana con tono de despedida, aunque Devoto -así se llamaba la encarnación de las manos de mi padre- aparentaba sentirse muy cómodo. «Lo estoy deseando», contestó Devoto poniéndose de pie como un autómata. «Lo espero, señor Devoto; hoy me debo a otras obligaciones», dijo mi hermana. ¿Otras obligaciones? La entendí cuando, sucesivamente, irrumpieron en el jardín el Renault de tío Alfonso, un Rover magnífico conducido por Schuffenecker, el Ford del coronel.
La vida intrigante de mi hermana crecía en proporción directa al aluvión de propaganda de hoteles que surgía por sorpresa en mi casa: no era difícil encontrar sobre el televisor o la radio, en vasos, rincones nunca limpiados, en el hueco de un zapato sucio, un cenicero del motel Monterrey, fósforos con publicidad impresa, una toalla en el paragüero con el monograma del hotel California. «¿Puedo pedir un taxi?», interrogó la boca que era de mi padre. «No tenemos teléfono», le dijo mi hermana a Devoto, sosteniendo entre los dedos el cable cortado del aparato que destellaba sobre el velador. Vi alejarse a Devoto entre la polvareda y las explosiones de las obras, encogido, a pesar de la prestancia fingida, como una pupila que recibiera de golpe un alud de luz, el choque de un foco de interrogatorios. Buscaba un taxi como otros buscan, a medianoche, una farmacia o un bar.
Convencí a Schuffenecker para que me diera una vuelta en el Rover y le pedí a mi tío Adolfo que nos acompañara: unas miradas imperiosas de mi hermana que hablaban, explícitas y compasivas, de mi desvalimiento de huérfano, forzaron a los visitantes a satisfacer mi deseo. El Rover puso a prueba sus amortiguadores entre montañas de restos de inmuebles derruidos, sorteando hormigoneras, apisonadoras y excavadoras, mientras yo, en el asiento trasero, clavaba los ojos en la espalda de mi padre y oía su voz: Schuffenecker, al volante, explicaba pormenorizadamente a tío Adolfo las ventajas del espléndido coche en el que viajábamos. «Sin embargo», dijo Schuffenecker, «no son los automóviles mi pasión, sino los libros». Decidí intervenir en la conversación para ganar tiempo: quería beneficiar al coronel; una nuca como la suya sería difícil de recuperar si la perdíamos. «Yo quiero ser novelista», dije. «¿Novelista?», preguntó extrañado tío Adolfo, que sabía perfectamente que mi vocación era la de explorador submarino. «Sí», aseguré mientras me preguntaba cuántos minutos necesitaría mi hermana para escaparse con la nuca de mi padre; «me he inventado ya treinta novelas». «¿Treinta novelas?», fingió interesarse la voz de mi padre. «Una tratará de un hombre, otra de una mujer joven, otra de una mujer vieja que conoce a una mujer joven, otra de un hombre que conoce a una mujer joven que era amiga de una mujer vieja.» «¿No deberíamos volver a la casa?», me interrumpió mi tío, en el momento en que vimos derrumbarse lo que quedaba de Villa Rosa. «Otra novela trata de mi hermana: es una novela histórica», añadí. Schuffenecker oprimía un pulsador para que chorros de agua regaran el cristal cubierto de polvo del Rover, ponía en marcha los limpiaparabrisas. Parecía que avanzáramos por un territorio en guerra, entre demoliciones, bombardeos y excavadores de trincheras. Atravesamos la cancela de la casa con el consuelo de quien encuentra por fin asilo en la legación diplomática de un país neutral.
Del jardín había desaparecido el Ford del coronel y la casa estaba desierta, aunque la radio sonaba y en la televisión en silencio se veía pedalear a un grupo de ciclistas. Schuffenecker y tío Adolfo se miraban con la desolación de dos estafados que coinciden en la sala de espera de una comisaría, dispuestos a denunciar a un mismo estafador. Entonces, con disimulo, le pasé a Schuffenecker una caja de fósforos con propaganda del hotel Niza: el vendedor de coches usados creyó descubrir en mi cara el gesto cenagoso y torcido de los confidentes policiales. Lo único que se plasmaba en la cara era la inseguridad inevitable del mentiroso que no confía en los resultados de sus embustes. Pero mi estratagema funcionó: Schuffenecker pretextó una nadería y salió disparado a bordo del Rover descomunal hacia el hotel Niza. Me quedé con mi tío, que se ofreció a invitarme al cine. Odio el cine: me parece terrible encerrarme a oscuras con una multitud de extraños. Yo le dije que esperáramos a mi hermana.