—Cójalo por la cabeza —ordenó Miles a Danio—, y usted, Yalen, por los pies.
De esa forma, los tres quedaban inmovilizados de forma muy efectiva.
—Xaviera, abra la puerta, ponga las manos sobre la cabeza y camine, sin correr, hasta el lugar donde se entregará para que lo arresten. Danio, sígalo. Es una orden.
—Ojalá tuviéramos al resto de la tropa —murmuró Danio.
—La única tropa que necesitan es una tropa de expertos legales —dijo Miles. Miró a Xaviera y suspiró—. Les enviaré una.
—Gracias, señor —contestó Xaviera, y avanzó con solemnidad. Miles cubrió la retaguardia, apretando la mandíbula.
Parpadeó ante la luz de la calle. Su pequeña patrulla cayó en los brazos de los policías que esperaban. Danio no luchó cuando empezaron a esposarlo, aunque Miles sólo se relajó cuando vio que conectaban por fin el campo de maraña. El comisario de policía se acercó, tomando aire para hablar.
Un suave ¡foomp! surgió de la puerta de la licorería. Llamas azules lamieron la acera.
Miles gritó, se dio la vuelta y corrió como un loco tomando una gran bocanada de aire. Atravesó las puertas de la licorería, se zambulló en la oscuridad y sorteó el mostrador. La alfombra empapada de alcohol estaba ardiendo; las llamas, como cortinas de trigo dorado, corrían alocadamente tras el humo. El fuego avanzaba hacia la mujer atada en el suelo. Al cabo de un instante su pelo sería un terrible halo…
Miles se abalanzó hacia ella, se la cargó al hombro, luchó por ponerse en pie. Habría jurado que notaba sus huesos combarse. La mujer pataleó, sin colaborar para nada. Miles caminó dando tumbos hacia la salida, brillante como la boca de un túnel, como la puerta de la vida. Sus pulmones latían, buscando oxígeno contra sus labios cerrados. Tiempo total, once segundos.
Al duodécimo segundo, la habitación que dejaban atrás se iluminó, rugiendo. Miles y su carga cayeron a la acera; mientras las llamas les lamían las ropas, ellos rodaban una y otra vez. La gente chillaba y gritaba desde una distancia indeterminada. El tejido del uniforme dendarii, preparado para el combate, ni se derretiría ni ardería, pero seguía siendo una mecha apetecible para los líquidos volátiles que lo manchaban. El efecto era terriblemente espectacular. Pero la ropa de la pobre empleada no constituía la misma protección…
Miles se atragantó con la andanada de espuma con la que los roció el bombero que había saltado dispuesto a intervenir. Debía de haber estado esperando este momento. La policía de aspecto asustado aferraba ansiosa su rifle de plasma, completamente sobrante ahora. La espuma del extintor era como la de la cerveza, aunque no sabía tan bien. Miles escupió los asquerosos productos químicos y permaneció tendido un instante, jadeando. Dios, qué bueno era el aire. Nadie lo alababa lo suficiente.
—¡Una bomba! —gritó el comandante de policía.
Miles se tumbó de espaldas, apreciando la rendija de cielo azul que le mostraban sus ojos, milagrosamente nítidos, ilesos, sin quemaduras.
—No —jadeó tristemente—, coñac. Montones de botellas de coñac carísimo. Y alcohol barato. Probablemente prendido por un cortocircuito de la comuconsola.
Se apartó para dejar paso a los bomberos ataviados de blanco. Uno de ellos lo ayudó a ponerse en pie y lo alejó del edificio en llamas. Se quedó mirando a una persona que le apuntaba con una pieza de equipo que le pareció, durante un confuso momento, un cañón de microondas. El arrebato de adrenalina lo barrió sin efecto, no le quedaba capacidad de respuesta. La persona le farfullaba. Miles parpadeó, aturdido, y el cañón de microondas se convirtió en una cámara de holovid.
Deseó que hubiera sido un cañón de verdad…
La empleada de la licorería, liberada por fin, le señalaba y gritaba y chillaba. Para ser alguien a quien acababan de salvar de una muerte horrible, no parecía muy agradecida. El holovid la enfocó un instante, hasta que el personal de la ambulancia se la llevó. Miles supuso que le suministrarían un sedante. Se la imaginó llegando a casa esa noche, con su marido y sus hijos… «¿Y cómo te ha ido el trabajo en la tienda hoy, querida…?» Se preguntó si aceptaría dinero por su silencio y, si era así, cuánto.
Dinero, oh, Dios…
—¡Miles! —la voz de Elli Quinn por encima de su hombro le hizo dar un salto—. ¿Lo tienes todo bajo control?
En el tubo que los conducía al espaciopuerto de Londres, la gente se los quedaba mirando. Miles, al verse en una pared de espejo mientras Elli compraba los billetes, no se sorprendió. El elegante y atildado lord Vorkosigan que había visto por última vez mirándolo antes de la recepción de la embajada se había transmutado, como un hombre lobo, en un monstruito degradado. Su uniforme mojado, chamuscado y arrugado estaba salpicado de pequeños trocitos de espuma seca. La pechera blanca de su chaquetilla estaba sucia. Tenía la cara tiznada, la voz cascada, los ojos rojos y fieros por la irritación causada por el humo. Apestaba a humo y sudor y licor, sobre todo a licor. Se había revolcado en él, después de todo. La gente que se les acercaba en la cola captaba una vaharada y se apartaba. Los policías, gracias a Dios, se habían quedado con la pistola y el cuchillo, requisados como pruebas. Con todo, Elli y él tenían el vagón burbuja para ellos solos.
Miles se hundió en su asiento con un gruñido.
—Vaya guardaespaldas que eres —le dijo a Elli—. ¿Por qué no me protegiste de esa entrevistadora?
—No intentaba dispararte. Además, acababa de llegar. No podía decirle lo que había sucedido.
—Pero eres mucho más fotogénica. Habría mejorado la imagen de la Flota Dendarii.
—Los holovids me dejan muda. Pero tú parecías bastante tranquilo.
—Intentaba restarle importancia. «Los muchachos siempre serán muchachos», ríe el almirante Naismith, mientras al fondo sus soldados queman Londres…
Elli sonrió.
—Además, no estaban interesados en mí. No fui yo el héroe que se abalanzó hacia un edificio en llamas… por los dioses, cuando saliste rodando de ese incendio…
—¿Lo viste? —Miles se animó un poquitín—. ¿Salió bien en las tomas largas? Tal vez compense lo de Danio y su alegre pandilla en la mente de nuestra ciudad anfitriona.
—Resultaba aterrador —ella se estremeció—. Me sorprende que no tengas quemaduras graves.
Miles alzó las cejas chamuscadas y se metió la mano izquierda quemada bajo el brazo derecho.
—No ha sido nada. Ropa protectora. Me alegro de que no todo nuestro equipo tenga defectos de diseño.
—No sé. Si he de serte sincera, me da miedo el fuego desde… —se tocó la cara con la mano.
—Es lógico. Se encargaron de todo el asunto mis reflejos espinales. Cuando mi cerebro por fin controló el cuerpo, todo se había acabado, y empecé a temblar. He visto unos cuantos incendios, en combate. No pensé más que en correr, porque cuando los incendios alcanzan cierto punto se extienden rápido.
Miles se abstuvo de confesar sus otras preocupaciones sobre los aspectos de seguridad de aquella maldita entrevista. Ya era demasiado tarde, aunque su imaginación jugueteaba con la idea de una incursión dendarii secreta a Euronews Network para destruir el disco vid. Tal vez estallara la guerra, o se estrellara una lanzadera, o en el Gobierno hubiera un grave escándalo sexual y todo el incidente de la licorería fuera archivado en las prisas por cubrir las otras noticias. Además, los cetagandanos sin duda sabían ya que el almirante Naismith había sido visto en la Tierra. Desaparecía muy pronto para volver a ser lord Vorkosigan, quizá permanentemente esta vez.
Miles salió del tubo agarrándose la espalda.
—¿Los huesos? —preguntó Elli, preocupada—. ¿Le ha pasado algo a tu columna?
—No estoy seguro —él avanzó junto a ella, bastante encorvado—. Espasmos musculares… esa pobre mujer debía de ser más gorda de lo que me pareció. La adrenalina te engaña…