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Miles chilló y se volvió y echó a correr, tratando de ganar velocidad. El camión flotante cayó como un ladrillo monstruoso cuando su antigrav fue desconectada bruscamente. En cierto sentido, era una exageración: ¿no sabían que sus huesos se quebrarían con una sencilla plataforma de reparto demasiado cargada? No quedaría de él más que una repulsiva mancha húmeda sobre el asfalto.

Se tiró al suelo, rodó… sólo el impacto del aire desplazado cuando el camión cayó sobre el pavimento lo salvó. Abrió los ojos para encontrarse con el borde de la máquina a escasos centímetros de su nariz, y se puso en pie mientras el vehículo de mantenimiento volvía a elevarse. ¿Dónde estaba Barth? Miles todavía llevaba en la mano el aturdidor inútil; tenía los nudillos despellejados y sangrientos.

En el reluciente costado del camión se veían los huecos de los asideros de una escalerilla. Si estuviera sobre el camión no podría estar debajo… Miles soltó el aturdidor y saltó, casi demasiado tarde, para agarrarse a los asideros. El camión se alzó de lado y volvió a caer, aplastando el lugar donde Miles se encontraba un segundo antes. Se alzó y cayó de nuevo con furioso estrépito, como un gigante histérico tratando de aplastar una araña con una zapatilla. El impacto arrancó a Miles de su precario asidero y cayó al suelo rodando, tratando de salvar sus huesos. No había una grieta en el terreno donde esconderse.

Una línea de luz se ensanchó bajo el camión mientras volvía a alzarse. Miles buscó un bulto enrojecido en la pista. No vio ninguno. ¿Barth? No, allí, acurrucado a lo lejos y gritándole a su comunicador de muñeca. Miles se puso en pie de un salto, zigzagueó. Su corazón latía con tanta fuerza que le parecía que la sangre iba a brotarle por las orejas por sobredosis de adrenalina; casi no respiraba a pesar del esfuerzo de sus pulmones. Cielo y asfalto giraron a su alrededor. Había perdido la lanzadera… no, allí estaba. Empezó a correr en esa dirección. Correr nunca había sido su mejor habilidad. Tenían razón aquellos tipos que querían apartarlo del entrenamiento como oficial debido a su aspecto físico. Con un profundo y vil gemido, el camión de mantenimiento se abrió camino en el aire tras él.

El violento estallido blanco lo hizo caer de bruces, resbalando sobre la pista. Fragmentos de metal, vidrio y plástico hirviendo llovieron a su alrededor. Algo pasó brillando tras su nuca. Miles se echó las manos a la cabeza y trató de fundir un agujero en el pavimento sólo con el calor del miedo. Le zumbaban los oídos y oyó solamente una especie de rugiente ruido blanco.

Otro milisegundo y se dio cuenta de que era un blanco inmóvil. Se volvió de lado, miró hacia arriba y esperó la caída del camión. No había ningún camión.

Un reluciente coche aéreo negro, sin embargo, bajaba suave e ilegalmente a través del espacio de control de tráfico del espaciopuerto, sin duda iluminando consolas y disparando alarmas en los ordenadores de control de los londinenses. Bueno, ya era causa perdida tratar de no llamar la atención. Miles lo catalogó como refuerzo barrayarés antes incluso de atisbar los uniformes verdes de su interior porque Barth corría hacia él afanoso. Sin embargo, no había ninguna garantía de que los tres dendarii que se les acercaban a la carrera desde su lanzadera hubieran llegado a la misma conclusión. Miles trató de levantarse y apenas se puso a cuatro patas. El movimiento, brusco e interrumpido, lo dejó mareado. Al segundo intento, logró ponerse en pie.

Barth trataba de arrastrarlo por el codo hacia el coche aéreo, ya posado en tierra.

—¡Volvamos a la embajada, señor! —urgió.

Un dendarii uniformado de gris se detuvo maldiciendo a unos cuantos metros de distancia y apuntó con su arco de plasma directamente a Barth.

—¡Tú, atrás! —rugió.

Miles se interpuso rápidamente entre los dos mientras Barth dirigía la mano a su chaqueta.

—¡Amigos, amigos! —gritó, las manos extendidas hacia ambos combatientes. El dendarii se detuvo, dubitativo y receloso, y Barth bajó los puños con esfuerzo.

Elli Quinn se acercó balanceando un lanzacohetes en una mano, la caja apoyada en el sobaco, el humo aún surgiendo de los cinco centímetros de su cañón. Debía haber disparado casi sin apuntar. Tenía el rostro enrojecido y aterrorizado.

El sargento Barth miró el lanzacohetes con furia reprimida.

—Ha estado un poco cerca, ¿no le parece? —le espetó a Elli—. Casi lo vuela junto con su blanco.

Celoso, advirtió Miles, porque él no tenía un lanzacohetes.

Los ojos de Elli se ensancharon de furia.

—Ha sido mejor que nada. ¡Que es aparentemente con lo que ustedes han venido!

Miles alzó la mano derecha (sufrió un espasmo en el hombro izquierdo cuando trató de levantar el otro brazo) y se tocó con torpeza la nuca. Retiró la mano, roja y húmeda. Una herida en el cuero cabelludo; sangraba como un cerdo, pero no era peligrosa. Otro uniforme limpio echado a perder.

—Es molesto llevar armas grandes en el metro, Elli —intervino Miles amablemente—, y no podríamos haberlas hecho pasar a través de la seguridad del espaciopuerto.

Se detuvo y miró los restos humeantes del camión flotante.

—Ni siquiera ellos pudieron pasarlas, parece. Fueran quienes fuesen.

Hizo un gesto significativo al segundo dendarii, que, siguiendo la insinuación, se acercó a investigar.

—¡Vámonos, señor! —instó Barth de nuevo—. Está usted herido. La policía llegará pronto. No debe mezclarse en esto.

El teniente lord Vorkosigan no tenía que mezclarse en aquello, quería decir, y tenía toda la razón.

—Dios, sí, sargento. Váyase. Dé un rodeo para regresar a la embajada. No deje que nadie le siga.

—Pero señor…

—Mi propia gente… que acaba de demostrar su efectividad, creo, se encargará de la seguridad ahora. Váyase.

—El capitán Galeni se servirá mi cabeza en un plato si…

—Sargento, Simon Illyan tendrá la mía en un plato si se descubre mi tapadera. Es una orden. ¡Váyase!

El temido jefe de Seguridad Imperial era un nombre a tener en cuenta. Abatido y preocupado, Barth permitió que Miles lo acompañara al coche aéreo. Miles suspiró aliviado cuando se marchó. Galeni lo encerraría para siempre en el sótano si regresaba ahora.

El guardia dendarii regresó, sombrío y un poco verde, tras inspeccionar los restos del camión flotante.

—Dos hombres, señor —informó—. Creo que eran varones, y había al menos dos, a juzgar por el número de, um, partes que quedan.

Miles miró a Elli y suspiró.

—No queda nada para interrogar, ¿eh?

Ella se encogió de hombros, expresando disculpas poco sinceras.

—Oh, estás sangrando… —se puso a atenderlo, inquieta.

Maldición. Si hubiera quedado algo que interrogar, Miles habría estado dispuesto a subirlo a la lanzadera y despegar, con permiso o sin permiso, para continuar su investigación en la enfermería de la Triumph sin las restricciones legales que sin duda plantearían las autoridades locales. La policía de Londres difícilmente podría estar más insatisfecha con él de todas formas. Por tal como se desarrollaban las cosas, pronto tendría que tratar con ella. Vehículos de bomberos y de mantenimiento del espaciopuerto convergían hacia el lugar donde se encontraban.

La policía de Londres empleaba a unos sesenta mil individuos: un ejército mucho más grande, aunque bastante peor equipado, que el suyo propio. Tal vez lograra lanzarlos contra los cetagandanos, o contra quien demonios estuviera detrás de aquello.

—¿Quiénes eran esos tipos? —preguntó el guardia dendarii, mirando en la dirección por la que se había marchado el coche aéreo.

—No importa —dijo Miles—. No han estado aquí, usted no los ha visto nunca.

—Sí, señor.