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—¿Sí?

—Soy Elli.

Su mano saltó ansiosa hacia el control de la cerradura.

—¡Entra! Has vuelto antes de lo que esperaba. Temía que te quedaras atrapada allí como Danio. O peor, con Danio.

Giró en su silla. La habitación se le antojó de pronto más brillante cuando la puerta se abrió, aunque un fotómetro no habría detectado el cambio. Elli le dirigió un saludo y acomodó una cadera sobre el borde de la mesa. Sonrió, pero tenía una mirada cansada.

—Te lo dije —comentó—. De hecho, hablaron de convertirme en huésped permanente. Fui dulce, cooperativa, casi tonta tratando de convencerlos de que no era en realidad una amenaza homicida para la sociedad y de que podían dejarme suelta por las calles, pero no hice ningún progreso hasta que sus ordenadores de pronto dieron en el clavo. El laboratorio reveló la identidad de esos dos hombres que… maté en el espaciopuerto.

Miles captó la breve vacilación en su elección de los términos. Otra persona habría escogido un eufemismo («eliminé» o «quité de en medio») para distanciarse de las consecuencias de su acción. Quinn no.

—Interesante, supongo —la animó. Procuró que su voz sonara tranquila, sin ninguna carga de presunción. Ojalá los fantasmas de tus enemigos sólo te escoltaran al infierno. Pero no, los llevabas a hombros constantemente, esperando su oportunidad. Tal vez las muescas que Danio grababa en las cachas de sus armas no eran una idea de tan mal gusto, a fin de cuentas. Sin duda era un pecado mayor olvidar a uno solo de los hombres que matas—. Háblame de ellos.

—Resultaron ser conocidos y buscados por la Red Euroley. Eran, cómo diría yo, soldados de la subeconomía. Asesinos profesionales. Locales.

Miles dio un respingo.

—Santo cielo, ¿qué les he hecho yo?

—Dudo que fueran por ti de motu proprio. Eran casi con toda seguridad gente contratada por un grupo desconocido de terceros, aunque ambos podemos imaginar de quién se trata.

—Oh, no. ¿La embajada cetagandana está subcontratando mi asesinato? Supongo que tiene sentido. Galeni dijo que andaban cortos de personal. ¿Pero te das cuenta… —se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro en su agitación— de que esto significa que podrían volver a atacarme desde cualquier parte? En cualquier sitio, en cualquier momento. Desconocidos totalmente carentes de motivaciones personales.

—Una pesadilla para seguridad —reconoció ella.

—Supongo que la policía no ha podido localizar a quien los empleó.

—No ha habido tanta suerte. De momento, al menos. Dirigí su atención hacia los cetagandanos como candidatos de una de las tres patas del triángulo método-motivo-oportunidad: el motivo.

—Bien. ¿Podemos sacar por nuestra cuenta algo del método y la oportunidad? —se preguntó Miles en voz alta—. Los resultados finales del atentado parecen indicar que estaban un pelín mal preparados para su tarea.

—Desde mi punto de vista, el método estuvo horriblemente a punto de funcionar —observó ella—. Sin embargo, sugiere que la oportunidad ha sido un factor limitador. Quiero decir que el almirante Naismith no se esconde cuando tú vas abajo, por difícil que sea encontrar a un hombre entre nueve mil millones de habitantes. ¡Literalmente deja de existir en todas partes, zas! Había pruebas de que esos tipos llevaban varios días deambulando por el espaciopuerto, esperándote.

—¡Uf!

Su visita a la Tierra echada a perder. Al parecer el almirante Naismith era un peligro para sí mismo y para los demás. La Tierra estaba demasiado congestionada. ¿Y si sus atacantes intentaban la próxima vez hacer volar un vagón de metro o un restaurante para alcanzar su objetivo? Una escolta para espantar de muerte a sus enemigos era una cosa, pero ¿y si se encontraban junto a una clase de niños de enseñanza primaria la próxima vez?

—Oh, por cierto, vi al soldado Danio cuando estuve abajo —añadió Elli, examinándose una uña rota—. Su caso se verá en los tribunales dentro de un par de días, y me pidió que te pidiera que vayas.

Miles rezongó entre dientes.

—Oh, claro. Hay un número potencialmente ilimitado de completos desconocidos que intentan liquidarme y quiere que haga una aparición pública. Para que me convierta en el blanco de sus prácticas de tiro, sin duda.

Elli sonrió y se mordisqueó la uña.

—Quiere un testigo de carácter, alguien que le conozca.

—¡Testigo de carácter! Ojalá supiera dónde esconde su colección de cabelleras, se la llevaría al juez. La terapia de sociópatas fue inventada para gente como él. No, no. La última persona que necesita como testigo de carácter es alguien que le conozca. —Miles suspiró, claudicando—. Envía al capitán Thorne. Betano, tiene un montón de savoir faire cosmopolita, debería poder mentir bien en el estrado.

—Buena elección —aplaudió Elli—. Ya era hora de que empezaras a delegar parte de tu trabajo.

—Delego constantemente —objetó él—. Estoy contentísimo, por ejemplo, de haber delegado en ti mi seguridad personal.

Ella agitó una mano, sonriendo, como para descartar el cumplido implícito. ¿Le molestaron sus palabras?

—Fui lenta.

—Fuiste lo suficientemente rápida. —Miles se giró para encararse a ella, o en cualquier caso para enfrentarse a su garganta. Ella se había echado atrás la chaqueta por comodidad y el arco de su camiseta negra, en la intersección con la clavícula, formaba una especie de escultura abstracta y estética. Su olor (ningún perfume, sólo a mujer) emanaba cálido de la piel.

—Creo que tenías razón —dijo ella—. Los oficiales no deberían comprar en las tiendas de la compañía…

«Maldición —pensó Miles—. Sólo lo dije porque estaba enamorado de la esposa de Baz Jesek y no quería admitirlo; mejor no decir nunca que no…»

—… realmente te distrae de tu deber. Te observé, caminando hacia nosotros a través del espaciopuerto y, durante un par de minutos, minutos críticos, la seguridad fue lo último que tuve en cuenta.

—¿Qué fue lo primero? —preguntó Miles, esperanzado, antes de que el buen sentido lo detuviera. «Despierta, hombre, podrías destrozar todo tu futuro en los próximos treinta segundos.»

Elli le ofreció una sonrisa dolida.

—Me preguntaba qué habrías hecho con la estúpida manta gato, de hecho —dijo con frivolidad.

—La dejé en la embajada. Iba a traértela —y qué no daría por tenderla ahora e invitarla a sentarse en el borde de su cama—, pero tenía otras cosas en la cabeza. No te he contado lo de la última pega en nuestras revueltas finanzas. Sospecho…

Maldición, otra vez los negocios inmiscuyéndose en aquel momento de intimidad, en aquel posible momento de intimidad.

—Te lo contaré más tarde. Ahora quiero hablar de nosotros. Tengo que hablar de nosotros.

Ella se apartó un poco. Miles se corrigió rápidamente.

—Y sobre el deber.

Ella dejó de retirarse. La mano derecha de Miles tocó el cuello de su uniforme, lo volvió, acarició la lisa y fría superficie de su insignia de rango. Nervioso como un pollito. Retiró la mano, la cerró sobre su pecho para controlarla.

—Yo… tengo un montón de deberes, ¿sabes? Casi una doble dosis. Están los deberes del almirante Naismith y los del teniente Vorkosigan. Y luego están los deberes de lord Vorkosigan. Una triple dosis.

Ella arqueó las cejas, arrugó los labios, preguntando con los ojos; paciencia suprema, sí, había esperado a que quedara como un idiota por su cuenta. Y estaba consiguiéndolo a marchas forzadas.

—Estás familiarizada con los deberes del almirante Naismith. Pero son el menor de mis problemas, en realidad. El almirante Naismith es un subordinado del teniente Vorkosigan, que existe solamente para servir a Seguridad del Imperio de Barrayar, para la cual ha sido destinado por la sabiduría y piedad de su Emperador. Bueno, por los consejeros de su Emperador, al menos. En resumen, mi padre. Ya conoces esa historia.