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Ella asintió.

—Ese asunto de no implicarse personalmente con nadie del personal es de cumplimiento para el almirante Naismith…

—Me pregunté, más tarde, si ese… incidente en el tubo de descenso no había sido algún tipo de prueba —dijo ella, reflexiva.

Tardó un momento en captar las implicaciones de sus palabras.

—¡Ah! ¡No! —aulló Miles—. Qué truco tan sucio y sibilino habría sido… no. Ninguna prueba. Bastante real.

—Ah —dijo ella, pero no consiguió tranquilizarlo con, digamos, un abrazo sentido. Un abrazo sentido habría sido muy tranquilizador en aquellos momentos. Pero ella permaneció allí de pie, observándolo, con una pose que se parecía incómodamente a la de descanso militar.

—Pero tienes que recordar que el almirante Naismith no es un hombre real. Es un artificio. Yo lo inventé. Y le faltan algunas partes importantes, visto en retrospectiva.

—Oh, tonterías, Miles —ella le tocó ligeramente la mejilla—. ¿Qué es esto, ectoplasma?

—Volvamos atrás, a lord Vorkosigan —consiguió decir Miles, desesperado. Se aclaró la garganta y con esfuerzo bajó la voz para recuperar su acento barrayarés—. Apenas has conocido a lord Vorkosigan.

Ella sonrió al oír su cambio de voz.

—Te he oído imitar su acento. Es agradable aunque, um, un poco incongruente.

—Yo no imito su acento, él imita el mío. Es decir… eso creo —se detuvo, confundido—. Llevo Barrayar marcado en los huesos.

Ella alzó las cejas, la ironía olvidada por pura fuerza de voluntad.

—Literalmente, según tengo entendido. No pensaba que fueras a agradecerles que te envenenaran antes incluso de que hubieras conseguido nacer.

—No iban por mí, sino por mi padre. Mi madre…

Considerando hacia dónde intentaba desviar aquella conversación, quizá fuese mejor evitar explicar los infructuosos intentos de asesinato de los últimos veinticinco años.

—De todas formas, ese tipo de cosas apenas suceden ya.

—¿Qué ha sido eso del espaciopuerto de hoy, ballet callejero?

—No un asesinato barrayarés.

—Eso no lo sabes —recalcó ella alegremente.

Miles abrió la boca y se quedó así, aturdido por una nueva y aún más horrible paranoia. El capitán Galeni era un hombre sutil, si Miles lo había calado bien. Podía estar muy por delante de cualquier cadena lógica de interés por él. Suponiendo que fuera en efecto culpable de desfalco. Y suponiendo que se hubiera anticipado a las sospechas de Miles. Y suponiendo que hubiera encontrado un modo de conservar dinero y carrera, eliminando a su acusador. Galeni, después de todo, sabía el momento exacto en que Miles estaría en el espaciopuerto. Cualquier asesino a sueldo que la embajada cetagandana pudiera contratar, podía estar igualmente al servicio de la barrayaresa.

—Hablaremos de eso… más tarde —tosió.

—¿Por qué no ahora?

—PORQUE ESTOY… —se detuvo, tomó aire— tratando de decir otra cosa —continuó con vocecita contenida.

Hubo una pausa.

—Dila —lo instó Elli.

—Um, deberes. Bueno, igual que el teniente Vorkosigan asume todos los deberes del almirante Naismith, más otros propios, lord Vorkosigan tiene todos los del teniente Vorkosigan, más los propios. Deberes políticos separados y superiores a los deberes militares de un teniente. Y, um… deberes familiares.

Tenía húmeda la palma de la mano; se la frotó con disimulo en los pantalones. Aquello era aún más difícil de lo que esperaba. Pero no más, sin duda, de lo que sería para alguien que había visto una vez cómo le volaban la cara con fuego de plasma tener que enfrentarse otra vez a lo mismo.

—Hablas como un diagrama de Venn. «El conjunto de todos los conjuntos que se pertenecen», o algo parecido.

—Así me siento —admitió él—. Pero tengo que evitar perderme.

—¿Qué contiene a lord Vorkosigan? —preguntó ella con curiosidad—. Cuando te miras en el espejo al salir de la ducha, ¿quién te mira desde allí? ¿Te dices a ti mismo «Hola, lord Vorkosigan»?

«Evito mirarme en los espejos…»

—Miles, supongo. Sólo Miles.

—¿Y qué contiene a Miles?

Con el índice derecho se acarició el dorso de su inmovilizada mano izquierda.

—Esta piel.

—¿Y ése es el último perímetro externo?

—Supongo.

—Dioses —murmuró ella—, me he enamorado de un hombre que se considera una cebolla.

Miles hizo una mueca; no pudo evitarlo. Pero… ¿«enamorado»? Su corazón se animó enormemente.

—Mejor que mi antepasada, que pensaba que era…

No, sería mejor no mencionar ese caso tampoco.

Pero la curiosidad de Elli era insaciable. Por eso la había asignado en primer lugar a la inteligencia dendarii, para la que había obtenido éxitos tan espectaculares.

—¿Qué?

Miles se aclaró la garganta.

—Se decía que la quinta condesa Vorkosigan sufría delirios periódicos y creía que estaba hecha de cristal.

—¿Y qué le pasó? —preguntó Elli, fascinada.

—Una de sus irritadas relaciones acabó por tirarla al suelo y romperla.

—¿Tan intenso era el delirio?

—Fue desde una torre de veinte metros. No sé —dijo él, impaciente—. No soy responsable de mis extraños antepasados. Todo lo contrario. Exactamente al contrario —tragó saliva—. Verás, uno de los deberes no militares de lord Vorkosigan es acabar por encontrar, en algún momento, en algún lugar, a una lady Vorkosigan. La undécima condesa Vorkosigan. Es algo que se espera de un hombre de una cultura estrictamente patriarcal. Ya sabes…

Parecía como si tuviera la garganta llena de algodón, su acento oscilaba de una personalidad a otra.

—… que estos, uh, problemas físicos míos —pasó la mano por toda la longitud, o carencia de longitud, de su cuerpo— fueron teratogénicos, no genéticos. Mis hijos deberían ser normales. Un hecho que tal vez me haya salvado la vida, en vista de la tradicional actitud implacable de Barrayar hacia las mutaciones. Creo que mi abuelo nunca estuvo totalmente convencido de ello. Siempre he deseado que hubiese vivido para ver a mis hijos, sólo para demostrárselo.

—Miles —lo interrumpió Elli amablemente.

—¿Sí? —dijo él, sin aliento.

—Estás farfullando. ¿Por qué? Podría escucharte una hora entera, pero es preocupante cuando te atascas.

—Estoy nervioso —confesó. Sonrió, cegado.

—¿Reacción retrasada por lo de esta tarde? —Elli se acercó, tranquilizándolo—. Lo comprendo.

Él acomodó el brazo derecho alrededor de su cintura.

—No. Sí, bueno, tal vez un poco. ¿Te gustaría ser la condesa Vorkosigan?

Ella sonrió.

—¿Hecha de cristal? No es mi estilo, gracias. La verdad es que el título sugiere a alguien vestido de cuero negro con tachuelas de cromo.

La imagen mental de Elli vestida de esa manera fue tan arrebatadora que Miles tardó medio minuto en volver al tema.

—Déjame que lo exprese de otra forma —dijo por fin—. ¿Quieres casarte conmigo?

El silencio fue esta vez mucho más largo.

—Creía que tratabas de pedirme que me fuera a la cama contigo, y me reía. Por tus nervios.

No se reía ahora.

—No —dijo Miles—. Eso habría sido fácil.

—No quieres mucho, ¿no? Sólo cambiar por completo el resto de mi vida.

—Es bueno que comprendas eso. No se trata sólo de un matrimonio. Lleva unido un trabajo muy concreto.

—En Barrayar. Abajo.

—Sí. Bueno, habría algunos viajes.

Ella permaneció en silencio durante demasiado rato, y luego dijo: