—Oh, ¿lo sabía usted?
—Por supuesto. Pero eso lo convierte en una elección extraordinariamente buena para la Tierra. Es muy bueno, muy tranquilo en el aspecto social, un brillante conversador. El oficial que lo precedió en el puesto era un hombre de Seguridad de la vieja escuela. Competente, pero soso. Casi… ejem… aburrido. Galeni cumple los mismos deberes, pero más suavemente. Una seguridad suave es una seguridad invisible; la seguridad invisible no molesta a mis invitados diplomáticos y así mi trabajo resulta mucho más fácil. Tanto más en las, er, actividades de recopilación de información. Como oficial, estoy enormemente satisfecho con él.
—¿Cuál es su defecto como hombre?
—«Defecto» es quizás un término demasiado fuerte, teniente Vorkosigan. Es bastante… frío. Suelo encontrar eso tranquilizador. Pero he advertido que en cualquier conversación termina sabiendo mucho más sobre ti que tú sobre él.
—Ja.
Vaya forma tan diplomática de expresarlo. Y, reflexionó Miles, pensando en sus propios roces con el oficial desaparecido, qué certera.
El embajador frunció el ceño.
—¿Cree que hay alguna clave que explique su desaparición en ese archivo, teniente Vorkosigan?
Miles se encogió de hombros apenado.
—No está en ninguna otra parte.
—Soy reacio… —el embajador se calló al ver la cadena de poderosas restricciones del vid.
—Podríamos esperar un poco más —dijo Ivan—. Supongamos que ha encontrado a una amiguita. Si te preocupaba eso tanto como para hacer esa otra sugerencia, Miles, tendrías que alegrarte por él. No va a sentirse demasiado feliz si vuelve de su primera noche fuera en años y descubre que han puesto patas arriba sus archivos.
Miles reconoció la cantinela de Ivan haciéndose el tonto, jugando al abogado del diablo: el subterfugio de una mente aguda pero perezosa que deja que otros hagan su trabajo. Bien, Ivan.
—Cuando tú pasas las noches fuera, ¿no dejas una nota diciendo dónde estás y cuándo regresarás? —preguntó Miles.
—Bueno, sí.
—¿Y no regresas a tiempo?
—Es sabido que me he quedado dormido un par de veces —admitió Ivan.
—¿Qué pasa entonces?
—Me localizan. «Buenos días, teniente Vorpatril, son las ocho.»
El preciso y sardónico acento de Galeni asomó claramente en la parodia de Ivan. Tenía que ser una cita literal.
—¿Crees que Galeni es el tipo de hombre que crea una regla para sus subordinados y otra para sí?
—No —dijeron al unísono Ivan y el embajador, y se miraron de reojo.
Miles inspiró profundamente, alzó la barbilla y señaló el holovid.
—Ábralo.
El embajador frunció los labios y así lo hizo.
—Que me zurzan —susurró Ivan después de unos minutos de pasar pantallas. Miles se situó a codazos en la posición central y empezó a leer rápidamente. El archivo era enorme: la historia de la perdida familia de Galeni por fin.
David Galen era el nombre con el que había nacido. Esos Galen, dueños del Cartel de Trasbordos Orbitales Galen, destacados entre la oligarquía de poderosas familias que habían gobernado Komarr explotando sus importantes conexiones en el agujero de gusano como los antiguos barones ladrones del Rin. Komarr se había hecho rica gracias a sus agujeros de gusano; del poder y las riquezas que manaban de ellos brotaron sus ciudades en forma de cúpula enjoyada, no del suelo estéril del planeta y el sudor.
Miles creyó oír la voz de su padre señalando los puntos que habían formado la guía de la conquista de Komarr para el almirante Vorkosigan. «Una pequeña población concentrada en ciudades de clima controlado; ningún sitio para que las guerrillas se replieguen y se reagrupen. Ningún aliado; sólo tuvimos que hacerles saber que íbamos a reducir al quince por ciento el veinticinco que se llevaban de todo lo que atravesaba su nexo y los vecinos que los habrían apoyado cayeron en nuestros bolsillos. Ni siquiera quisieron librar su propia guerra, hasta que los mercenarios que contrataron vieron contra qué se enfrentaban y dieron media vuelta…»
Naturalmente, lo que no se mencionaba del asunto eran los pecados de los padres komarreses una generación antes: habían aceptado el soborno para dejar que la flota invasora cetagandana atravesara el nexo y conquistara rápida y fácilmente la pobre, recién descubierta y semifeudal Barrayar. Lo cual no había resultado rápido, ni fácil, ni una conquista tampoco. Veinte años y un río de sangre más tarde, las últimas naves de guerra cetagandanas se retiraban por donde habían venido, a través de la «neutral» Komarr.
Los barrayareses tal vez estuvieran atrasados, pero nadie podía acusarlos de ser lentos aprendiendo. Entre la generación del abuelo de Miles, que llegó al poder en la dura escuela de la ocupación cetagandana, creció la obsesiva determinación de que nunca debería volver a permitirse una invasión semejante. Sobre la generación del padre de Miles cayó la responsabilidad de convertir esa obsesión en hecho tomando el absoluto y total control del portal komarrés de Barrayar.
El objetivo jurado de la flota invasora barrayaresa, su concienzuda estrategia, era dejar intacta la rica economía de Komarr con daños mínimos. Conquista, no venganza, sería el lema del Emperador. El almirante lord Aral Vorkosigan, comandante de la Flota Imperial, dejaría eso abundante y explícitamente claro.
Se permitió que los miembros de la oligarquía komarresa, dóciles negociantes como eran, se alineara con ese objetivo, facilitando su rendición en todos los sentidos posibles. Se hicieron promesas, se dieron garantías; una vida subordinada y unas propiedades reducidas seguían siendo vida y propiedades, calculadamente sopesadas con esperanza de recuperación futura. Vivir bien iba a ser la mejor venganza de todas.
Entonces se produjo la masacre de Solsticio.
Un subordinado demasiado ansioso, gruñó el almirante lord Vorkosigan. Órdenes secretas, clamaron las familias supervivientes de los doscientos consejeros komarreses fusilados en un gimnasio de las Fuerzas de Seguridad de Barrayar. La verdad, o en cualquier caso la certeza, se encontraba entre las víctimas. El propio Miles no estaba seguro de que ningún historiador pudiera resucitarla. Sólo el almirante Vorkosigan y el jefe de Seguridad sabían la verdad, y era la palabra del almirante la que estaba en entredicho. El jefe de Seguridad murió sin juicio a manos del furioso almirante. Justamente ejecutado, o asesinado para que no hablara, uno decidía según sus prejuicios.
En términos absolutos, Miles no solía perder los papeles con la masacre de Solsticio. Después de todo, las armas atómicas cetagandanas habían aniquilado la ciudad entera de Vorkosigan Vashnoi, matando no a cientos sino a miles de personas, y nadie levantaba barricadas en las calles por eso. Sin embargo, era la masacre de Solsticio la que centraba la atención y atraía la ansiosa imaginación del público. Fue el apellido Vorkosigan el que se ganó el apodo de Carnicero con mayúscula, y la palabra de un Vorkosigan la que quedaba manchada. Y todo ello constituía un episodio de historia antigua muy personal.
Hacía treinta años. Miles ni siquiera había nacido. David Galen tenía cuatro años el día en que su tía, la consejera komarresa Rebecca Galen, murió en el gimnasio de la ciudad de Solsticio.
El Alto Mando de Barrayar había discutido la admisión de Duv Galeni, de veintiséis años, en el servicio imperial en los términos personales más sinceros.
«No puedo recomendar la elección —escribía el jefe de Seguridad Imperial, Illyan, en un memorando privado al primer ministro, el conde Aral Vorkosigan—. Sospecho que actúa usted quijotescamente impulsado por la culpa. Y la culpa es un lujo que no se puede permitir. Si tiene el deseo secreto de recibir un tiro por la espalda, por favor hágamelo saber por lo menos con veinticuatro horas de antelación, para poder poner en marcha mi retiro. Simon.»