El memorando de respuesta estaba escrito a mano, con la enmarañada letra de un hombre de dedos gruesos para quien todas las plumas eran demasiado pequeñas, una letra que a Miles le resultaba dolorosamente familiar.
«¿Culpa? Tal vez. Hice una pequeña visita a ese maldito gimnasio, poco después, antes de que lo más espeso de la sangre se hubiera secado. Parecía gelatina. Algunos detalles arden permanentemente en la memoria. Pero recuerdo especialmente a Rebecca Galen por la forma en que le dispararon. Fue una de los pocos que murieron de cara a sus asesinos. Dudo mucho que sea mi espalda lo que corra peligro por causa de Duv Galeni.
»La relación de su padre con la Resistencia posterior me preocupa bastante menos. No fue sólo por nosotros por lo que el muchacho adaptó su nombre a la forma barrayaresa.
»Pero si podemos hacernos con esta auténtica alianza, será algo parecido a lo que yo tenía pensado para Komarr en primer lugar. Una generación más tarde, cierto, y después de un desvío largo y sangriento, pero (ya que sacas a colación esos términos teológicos) una especie de redención. Claro que Galeni tiene ambiciones políticas, pero me atrevo a sugerir que son más complejas y más constructivas que el mero asesinato.
»Vuelve a ponerlo en la lista, Simon, y déjalo allí. Este asunto me cansa y no quiero volver a él una y otra vez. Deja correr al muchacho, y que demuestre lo que vale… si puede.»
La firma de despedida era el habitual garabato apresurado.
Después de eso, el cadete Galeni se convirtió en preocupación de oficiales de rango mucho más bajo en la jerarquía imperial, su historial en el público y accesible que Miles había visto antes.
—El problema de todo esto —dijo Miles en voz alta en medio del denso silencio que había invadido la habitación durante los últimos treinta minutos—, fascinante como puede ser, es que no reduce las posibilidades. Las multiplica. Maldición.
Incluyendo, reflexionó Miles, su propia teoría del hurto y la deserción. Allí no había nada que la rebatiera, sólo la volvía más dolorosa si era cierta. Y la idea del asesinato en el espaciopuerto adquirió tonos nuevos y siniestros.
—También podría ser la víctima de un accidente perfectamente corriente —intervino Ivan Vorpatril.
El embajador gruñó y se puso en pie, sacudiendo la cabeza.
—Demasiado ambiguo. Tuvieron razón en encriptarlo. Podría ser perjudicial para la carrera de ese hombre. Creo, teniente Vorpatril, que le daré permiso para continuar y cursar una denuncia de desaparición ante las autoridades locales. Vuelva a encriptarlo, Vorkosigan.
Ivan siguió al embajador a la salida.
Antes de cerrar la consola, Miles repasó los documentos referidos a la tormentosa referencia al padre de Galeni. Después de que su hermana fuera asesinada en la masacre de Solsticio, al parecer se había convertido en un líder activo de la resistencia komarresa. La fortuna que la conquista barrayaresa había dejado a la antiguamente orgullosa familia se evaporó por completo en la época de la violenta Revuelta, seis años más tarde. Los viejos archivos de Seguridad de Barrayar seguían claramente la pista de una parte, transformada en armas de contrabando, nóminas y gastos del ejército terrorista; más tarde, en sobornos para visados de salida y transporte fuera del planeta para los supervivientes. Sin embargo, no había habido ningún transporte de salida para el padre de Galeni: voló con una de sus propias bombas durante el último, inútil y débil ataque al cuartel general de Seguridad de Barrayar. Junto con el hermano mayor de Galeni, por cierto.
Reflexivo, Miles hizo una doble comprobación. Para su alivio, en los archivos de Seguridad de la embajada no encontró ningún otro pariente de los Galeni suelto entre los refugiados de la Tierra.
Naturalmente, Galeni había tenido oportunidades de sobra para corregir esos archivos en los últimos dos años.
Miles se frotó la cabeza dolorida. Galeni tenía quince años cuando se produjo el último espasmo de la Revuelta y fue aniquilada. Demasiado joven, esperó Miles, para haber estado implicado activamente. Y fuera cual fuese su participación, parecía que Simon Illyan la conocía y estuvo dispuesto a dejar que pasara a la historia. Un libro cerrado. Miles cerró el archivo.
Miles permitió que Ivan hiciera todos los tratos con la policía local. Cierto, con la historia del clon de boca en boca estaba protegido en parte de la posibilidad de encontrarse a la misma gente en sus dos personalidades, pero no tenía sentido cargar las tintas. Era de esperar que la policía fuera más suspicaz que la mayoría de la gente, y no había contado con provocar una oleada doble de crímenes.
Al menos la policía pareció tomarse la desaparición del agregado militar con la adecuada seriedad. Prometió cooperación incluso hasta el punto de satisfacer la petición del embajador de que el asunto no se hiciera público. La policía, dotada y equipada para esas cosas, podía hacer el trabajo rutinario como comprobar las identidades de todas las partes humanas que pudieran hallarse en receptáculos de basura, etc. Miles se nombró a sí mismo detective de todos los asuntos que tuvieran lugar dentro de las paredes de la embajada. A Ivan, como nuevo oficial al mando, se le vino encima todo el trabajo de Galeni. Miles lo dejó allí.
Pasaron veinticuatro horas, en las que Miles estuvo principalmente ante la consola comprobando los archivos de la embajada relativos a refugiados de Komarr. Por desgracia, la embajada había recabado enormes cantidades de información. Si había algo significativo, estaba bien camuflado entre toneladas de cosas irrelevantes. No era un trabajo para un solo hombre.
A las dos de la madrugada, bizco, Miles se rindió, llamó a Elli Quinn y arrojó todo el problema al Departamento de Inteligencia de los Mercenarios Dendarii.
«Arrojó» era la palabra adecuada: transferencia de datos en masa vía enlace comunicador desde los ordenadores seguros de la embajada a la Triumph en órbita. A Galeni le habría dado una convulsión; que se fastidiara Galeni, todo aquello era culpa suya, por desaparecer. La postura legal de Miles, llegados al caso, sería que los dendarii eran de facto soldados barrayareses y que la transferencia de datos constituía un asunto interno de los militares del Imperio. Técnicamente. Miles incluyó también todos los archivos personales de Galeni, sin encriptar. La postura legal de Miles en eso era que la contraseña se usaba solamente para proteger a Galeni de los prejuicios de los patriotas barrayareses, cosa que los dendarii, claramente, no eran. Un argumento o el otro tenía que funcionar.
—Comunica a los cazadores que encontrar a Galeni es un contrato —le dijo Miles a Elli—, parte de la operación para conseguir fondos para la flota. Sólo nos pagarán si encontramos al hombre. Eso podría acabar siendo cierto, ahora que lo pienso.
Cayó en la cama esperando que su subconsciente elaborara algo durante lo que quedaba de noche, pero se despertó en blanco y tan agotado como antes. Envió a Barth y un par de suboficiales a comprobar de nuevo los movimientos del oficial correo, el otro posible eslabón débil de la cadena. Permaneció sentado, tenso, esperando que la policía llamara, imaginando escenarios explicativos cada vez más rebuscados y extraños. Sentado inmóvil como una piedra en una habitación a oscuras, dando golpecitos incontrolablemente con un pie, sentía como si su cabeza fuera a estallar de un momento a otro.
Al tercer día llamó Elli Quinn.
Plantó el comunicador en el holovid, ansioso del placer de ver su rostro. Ella sonreía de forma peculiar.
—Pensé que esto podría interesarte —ronroneó—. El capitán Thorne acaba de encontrar una fascinante oferta de trabajo para los dendarii.
—¿Tiene un precio fascinante? —inquirió Miles. Las marchas de su cabeza parecieron rechinar mientras trataba de regresar a los problemas del almirante Naismith, olvidados con las tensiones e incertidumbres de los dos últimos días.