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Caminaron tras su guía: atravesaron una tienda, bajaron por un tubo elevador y luego por unas escaleras; después avivaron el paso. El nivel de servicios subterráneo era un laberinto de túneles, conductos y fibra óptica. Miles dedujo que habían recorrido un par de manzanas. Su guía abrió una puerta con una llave de palma. Otro breve túnel conducía a otra puerta. Ante ésta había un guardia humano, extremadamente elegante con su uniforme verde del Imperio barrayarés. Se apartó de su comuconsola, desde donde atendía las pantallas, y apenas pudo evitar saludar al guía vestido de civil.

—Dejaremos nuestras armas aquí —le dijo Miles a Elli—. Todas ellas. Y quiero decir todas.

Elli alzó las cejas por el súbito cambio de acento de Miles, que pasó del sencillo betano del almirante Naismith a los cálidos tonos guturales de su nativo barrayarés. Rara vez lo oía hablar así, por cierto. ¿Qué voz le parecería falsa? Sin embargo, no había duda de cuál le parecería fingida al personal de la embajada, y Miles se aclaró la garganta para asegurarse de que ajustaba completamente su voz al nuevo orden de cosas.

Las contribuciones que Miles hizo al montoncito situado sobre la comuconsola del guardia fueron un aturdidor de bolsillo y un largo cuchillo de acero con vaina de piel de serpiente. El guardia pasó el cuchillo por el escáner, quitó el remate de plata de su empuñadura enjoyada y descubrió un sello; luego se lo devolvió cuidadosamente a Miles. Su guía alzó las cejas al ver el miniaturizado arsenal técnico que descargó Elli. «Chúpate ésa —pensó Miles—. Métete las reglas por la nariz.» A partir de entonces se sintió bastante más sereno.

Subieron por un tubo elevador y, de repente, el ambiente cambió y adquirió un tono de silenciosa y cómoda dignidad.

—La Embajada Imperial de Barrayar —le susurró Miles a Elli.

La esposa del embajador debía de tener buen gusto, pensó Miles. Pero el edificio olía extrañamente a cierre hermético, que al experimentado Miles se le antojó como seguridad paranoica en acción. Ah, sí, la embajada de un planeta es suelo de ese planeta. Uno se siente como en casa.

Su guía los condujo por otro tubo abajo hasta lo que era evidentemente un pasillo de oficinas (Miles divisó al pasar los sensores escáner en un arco tallado), luego atravesaron dos conjuntos de puertas automáticas hasta entrar en una oficina pequeña y silenciosa.

—Teniente lord Miles Vorkosigan, señor —anunció su guía, poniéndose firmes—. Y… su guardaespaldas.

Las manos de Miles se crisparon. Sólo un barrayarés podía deslizar un insulto tan delicado en una pausa de medio segundo entre tres palabras. Otra vez en casa.

—Gracias, sargento, retírese —dijo el capitán tras la comuconsola. Uniforme verde imperial otra vez: la embajada debía mantener las formalidades.

Miles miró con curiosidad al hombre que iba a ser, le gustara o no, su nuevo comandante en jefe. El capitán le devolvió la mirada con la misma intensidad.

Un hombre de aspecto impresionante, aunque estuviera lejos de ser guapo: pelo oscuro; ojos almendrados, sombríos; una boca dura y protegida; una gran nariz para su perfil romano a tono con el corte de pelo de oficial. Tenía las manos, gruesas y limpias, unidas en un gesto tenso. Poco más de treinta años, calculó Miles.

«¿Pero por qué me está mirando este tipo como si yo fuera un cachorrito que se le acaba de mear en la alfombra? —se preguntó—. Acabo de llegar, no he tenido tiempo de ofenderlo todavía. Oh. Dios, espero que no sea uno de esos paletos campesinos barrayareses que me ven como un mutante, un refugiado de un aborto lastrado…»

—Así que es usted el hijo del Gran Hombre, ¿eh? —dijo el capitán, reclinándose en su asiento con un suspiro.

A Miles se le heló la sonrisa en el rostro. Una bruma roja nubló su visión. Pudo oír su sangre batiéndole en los oídos como una marcha fúnebre. Elli, al verlo, se quedó inmóvil, sin apenas respirar. Los labios de Miles se movieron; tragó saliva. Lo intentó de nuevo.

—Sí, señor —se oyó decir, como desde una gran distancia—. ¿Y quién es usted?

Consiguió, por los pelos, no preguntar: «¿Y usted de quién es hijo?» Debía disimular la furia que retorcía su estómago; iba a tener que trabajar con ese hombre. Puede que el insulto ni siquiera fuese intencionado. No podía haberlo sido, ¿cómo iba a saber aquel desconocido cuánta sangre había derramado Miles rechazando acusaciones de privilegio, insultos a su competencia? «El mutante sólo está aquí porque su padre lo enchufó…» Le pareció oír la voz de su padre, replicando: «¡Por el amor de Dios, saca la cabeza de tu culo, muchacho!» Dejó escapar la ira con un largo y tranquilizante suspiro y ladeó la cabeza, animado.

—Oh —dijo el capitán—, sí, sólo ha hablado usted con mi ayudante, ¿verdad? Soy el capitán Duv Galeni. Agregado militar de la Embajada y, por defecto, jefe de Seguridad Imperial y del Servicio de Seguridad. Y, lo confieso, me encuentro bastante sorprendido de verle aparecer en mi cadena de mando. No tengo completamente claro qué se supone que he de hacer con usted.

No era un acento rural; la voz del capitán resultaba fría, educada, neutralmente urbana. Miles no logró situarla en la geografía barrayaresa.

—No me sorprende, señor —dijo Miles—. Yo mismo no esperaba presentarme en la Tierra, no tan tarde. Debía haberme presentado en el mando de Seguridad Imperial del Sector Dos, en Tau Ceti, hace más de un mes. Pero la Flota de Mercenarios Libres Dendarii fue expulsada del espacio local de Mahata Solaris por un ataque sorpresa cetagandano. Como no nos pagaban para que hiciéramos directamente la guerra a los cetagandanos, huimos, y acabamos sin poder regresar por otra ruta más corta. Ésta es literalmente mi primera oportunidad para informar desde que entregamos a los refugiados a su nueva base.

—No era… —El capitán hizo una pausa, su boca se retorció, y empezó otra vez—. No era consciente de que la extraordinaria huida de Dagoola fuese una operación encubierta de la Inteligencia Barrayaresa. ¿No estuvo eso peligrosamente cerca de ser un acto de guerra declarada contra el Imperio cetagandano?

—Precisamente por eso se empleó a los mercenarios dendarii, señor. Se suponía que iba a ser una operación pequeña, pero las cosas se nos fueron un poco de la mano… Bastante, en realidad.

A su lado, Elli mantuvo la mirada al frente, y ni siquiera se atragantó.

—Yo, uh… tengo un informe completo.

El capitán parecía librar una lucha interna.

—¿Cuál es exactamente la relación entre la Flota de Mercenarios Libres Dendarii y Seguridad Imperial, teniente? —dijo por fin. Había una cierta queja en su tono.

—Er… ¿qué sabe usted ya, señor?

El capitán Galeni se encogió de hombros.

—No había oído hablar de ellos más que por encima hasta que usted contactó por vid ayer. Mis archivos… ¡mis archivos de Seguridad!, dicen exactamente tres cosas sobre la organización. No debe ser atacada, cualquier petición de ayuda de emergencia debe ser satisfecha a la mayor velocidad y, para más información, debo dirigirme al cuartel general de Seguridad del Sector Dos.

—Oh, sí —dijo Miles—, así es. Esto es una embajada sólo de clase III, ¿verdad? Um, bien, la relación es bastante simple. Los dendarii son un remanente para operaciones encubiertas fuera del alcance de Seguridad Imperial o que supondrían una molestia política si se demostrara alguna conexión directa con Barrayar. Dagoola fue ambas cosas. Las órdenes del Alto Estado Mayor se trasmiten, con el conocimiento y aprobación del Emperador, a través del jefe de Seguridad Imperial, Illyan, hasta llegar a mí. Es una cadena de mando muy corta. Soy el intermediario, supuestamente la única conexión. Salgo del cuartel general imperial como teniente Vorkosigan y aparezco, donde sea, como almirante Naismith, agitando un nuevo contrato. Hacemos aquello que nos ordenan, y luego, desde el punto de vista dendarii, desaparezco tan misteriosamente como vine. Dios sabe qué piensan que hago en mi tiempo libre.