Elli pulsó su comunicador de muñeca. Miles se sacó el cuchillo de la bota y utilizó la punta para desmontar y apagar la diminuta luz de transmisión del suyo propio, luego sopló. El siseo se repitió en la muñeca de Elli.
—Transmite bien —confirmó ella.
—¿Tienes tu escáner médico?
Elli lo mostró.
—Haz una comprobación.
Le apuntó con él, lo agitó arriba y abajo.
—Grabado y listo para una autocomparación.
—¿Se te ocurre alguna otra cosa?
Ella negó con la cabeza, pero seguía sin parecer satisfecha.
—¿Qué hago si él vuelve y tú no?
—Agárralo, llénalo de pentarrápida… ¿llevas el equipo de interrogatorios?
Ella se abrió la chaqueta para destapar una bolsita marrón cosida a un bolsillo interior.
—Rescata a Ivan si eres capaz. Luego —Miles inspiró profundamente—, puedes volarle al clon la cabeza o lo que se te antoje.
—¿Qué pasó con aquello de «es mi hermano me equivoque o no»?—dijo Elli.
Galeni, que llegó en medio de la conversación, ladeó con interés la cabeza para escuchar la respuesta, pero Miles no contestó. No se le ocurría una respuesta sencilla.
—Quedan tres minutos —le dijo a Galeni—. Será mejor que nos movamos.
Se encaminaron por una vereda que conducía a unas escaleras y rebasaron la cadena que anunciaba a los ciudadanos respetuosos de la ley que estaban cerradas durante la noche. Las escaleras conducían por la parte trasera de la barrera hasta un paseo público que se extendía por toda la parte superior para permitir a los ciudadanos ver el océano a la luz del día. Galeni, que evidentemente había venido corriendo, respiraba entrecortadamente ya al comienzo de la subida.
—¿Tuvo algún problema para salir de la embajada? —preguntó Miles.
—En realidad no. Como bien sabe, lo difícil es volver a entrar. Creo que demostró usted que lo más sencillo es lo mejor. Salí por la puerta lateral y cogí el tubo más cercano. Afortunadamente, el guardia de servicio no tenía orden de dispararme.
—¿Lo sabía de antemano?
—No.
—Entonces Destang sabe que se ha marchado.
—Lo sabrá, desde luego.
—¿Cree que le habrán seguido? —Miles miró involuntariamente por encima de su hombro. Vio el aparcamiento y el vehículo aéreo abajo; Elli y los dos soldados habían desaparecido de la vista, buscando sin duda un puesto de observación.
—No inmediatamente. La Seguridad de la embajada —los dientes de Galeni brillaron en la oscuridad— anda corta de personal en estos momentos. Dejé mi comunicador de muñeca, y traje dinero para el tubo en vez de usar mi tarjeta, así que no tienen modo de rastrearme.
Llegaron jadeando a la cima; el aire húmedo se volvió frío contra la cara de Miles; olía a limo de río y sal marina, un leve hedor a estuario podrido. Miles cruzó el amplio paseo y se asomó a echar un vistazo a la cara exterior del dique de sintarmigón. Una estrecha cornisa corría unos veinte metros por debajo, perdiéndose de vista a la derecha en una curva de la Barrera. Al no ser parte de la zona pública, se alcanzaba por escaleras extensibles que asomaban a intervalos en la balaustrada; naturalmente, estaban todas plegadas de noche. Era una tontería tratar de romper y descodificar uno de los controles sellados: llevaría tiempo, y era probable que encendiera las luces de alarma de algún supervisor nocturno en una de las lejanas torres… o que bajaran de golpe.
Miles suspiró entre dientes. Deslizarse sobre duras superficies de roca era una de las actividades que menos le entusiasmaban. Sacó un carrete de cable del bolsillo de su chaquetilla dendarii, ató el arpeo gravítico cuidadosa y firmemente a la balaustrada; lo comprobó dos veces. Al contacto, unos asideros surgieron de los lados del carrete y liberaron el amplio arnés que siempre parecía tremendamente endeble a pesar de su fenomenal fuerza tensora. Miles se envolvió en él, lo tensó, saltó por encima de la balaustrada y bajó por la pared de espaldas, sin mirar hacia abajo. Cuando llegó al fondo era un torrente de adrenalina.
Envió el carrete de vuelta a Galeni, quien imitó la maniobra. Éste no hizo ningún comentario acerca de sus sentimientos sobre la altura cuando le devolvió el aparato. Miles tampoco lo hizo; pulsó el control que liberaba el arpeo, rebobinó el carrete y se lo guardó.
—Vamos bien —comentó Miles. Desenfundó el aturdidor—. ¿Qué ha traído?
—Sólo he conseguido un aturdidor —Galeni se lo sacó del bolsillo, comprobó su carga y alcance—. ¿Y usted?
—Dos. Y unos cuantos juguetitos más. Hay severos límites a lo que uno puede pasar a través de la seguridad de un espaciopuerto.
—Considerando lo abarrotado que está este sitio, creo que hacen bien —observó Galeni.
Aturdidores en mano, caminaron en fila india por el saliente, Miles el primero. El mar se agitaba bajo sus pies: una transparencia marrón verdosa veteada de espuma dentro de los círculos de luz y aterciopelado negro más allá. A juzgar por la decoloración, aquel pasillo se inundaba con la marea alta.
Miles indicó a Galeni que se detuviera y avanzó poco a poco. Pasada la curva, el pasillo se ensanchaba hasta formar un círculo de cuatro metros sin salida; la barandilla lo bordeaba hasta el muro del fondo, donde había una puerta: una sólida escotilla oval.
De pie delante de la escotilla estaban Galen y Mark, con los aturdidores en la mano. Mark llevaba una camiseta negra, pantalones grises y botas dendarii; iba sin chaquetilla… Miles se preguntó si era su propia ropa robada, o un duplicado. Las aletas de la nariz se le distendieron cuando vio la daga de su abuelo en la vaina de piel de lagarto colgando de la cintura del clon.
—Un empate —comentó tranquilamente Galen cuando Miles se detuvo, mirando el aturdidor de Miles y el suyo propio—. Si todos disparamos a la vez, mi Miles o yo quedaremos en pie, y el juego será mío. Pero si por algún milagro consiguiera abatirnos a ambos, no estaríamos en condiciones de decirle dónde está su fornido primo. Moriría antes de que pudiera usted encontrarlo. Su muerte ha sido programada. No necesito volver junto a él para ejecutarlo. Más bien lo contrario. Su bonita guardaespaldas bien podría reunirse con nosotros.
Galeni salió de la curva.
—Algunos empates son más curiosos que otros —dijo.
La cara de Galen olvidó su dura ironía, los labios abiertos en un profundo suspiro de desazón, y luego se volvió a tensar al mismo tiempo que su mano se cerraba sobre el arma.
—Tenía que traer a la mujer —susurró.
Miles sonrió apenas.
—Por ahí andará. Pero usted dijo dos, y somos dos. Todas las partes interesadas están presentes. ¿Ahora qué?
La mirada de Galen contó armas, calculó distancias, músculos, probabilidades. Miles hacía lo mismo.
—El empate continúa —dijo Galen—. Si los dos son aturdidos, pierden; si somos aturdidos nosotros, pierden también. Es absurdo.
—¿Qué sugiere usted?
—Propongo que todos dejemos las armas en el centro del círculo. Luego podremos hablar sin distracciones.
«Tiene otra arma oculta —pensó Miles—. Igual que yo.»
—Una proposición interesante. ¿Quién suelta su arma el último?
La cara de Galen era un retrato de tristes cálculos. Abrió la boca, la volvió a cerrar y sacudió levemente la cabeza.
—Yo también preferiría hablar sin distracciones —dijo Miles con cuidado—. Propongo lo siguiente. Yo soltaré el arma primero. Luego mi… el clon. Luego usted. El capitán Galeni el último.
—¿Qué garantía…? —Galen miró bruscamente a su hijo. La tensión entre ellos era casi enfermiza, un extraño y silencioso compendio de ira, desesperación y angustia.
—Él le dará su palabra —dijo Miles. Miró a Galeni en busca de confirmación, y el capitán asintió despacio.