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Miles resopló.

—¡Capitán Galeni!

Galeni se sacudió como si le hubieran disparado, se agachó, y corrió hacia ellos a cuatro patas. Maldijo entre dientes al descubrir, como había hecho Miles, que los matorrales de adorno tenían espinas. Sus ojos hicieron un rápido inventario del grupito: Miles y Mark, Ivan y Elli.

—Que me zurzan. Todavía están vivos.

—Me estaba preguntando lo mismo acerca de usted —admitió Miles.

Galeni parecía… parecía extraño. Había desaparecido de él la fría tranquilidad que había absorbido sin comentarios la muerte de Ser Galen. Casi sonreía, electrizado por una sensación de júbilo algo desequilibrada, como si se hubiera pasado con alguna droga estimulante. Respiraba de manera entrecortada; tenía la cara magullada, la boca le sangraba. Su mano hinchada sujetaba un arma… la última vez iba desarmado y ahora llevaba un arco de plasma cetagandano. El mango de un cuchillo le asomaba de la bota.

—¿Se ha topado, ah, con un tipo con la cara pintada de azul? —inquirió Miles.

—Oh, sí —dijo Galeni, con cierta satisfacción.

—¿Qué demonios le ha pasado, señor?

Galeni habló en un rápido susurro.

—No encontré una entrada a la Barrera cerca de donde le dejé. Divisé eso de allí —indicó la caseta—, y supuse que tal vez habría algún túnel de tuberías de fibra óptica o de agua que condujese hasta la Barrera. Casi acerté. Hay túneles por todo el parque. Pero me confundí bajo tierra y, en vez de salir en la Barrera, acabé en una portilla del paso de peatones bajo la autopista del canal. ¿Y adivina a quién encontré allí?

Miles sacudió la cabeza.

—¿A la policía? ¿Los cetagandanos? ¿Barrayareses?

—Caliente, caliente. Era mi viejo amigo y homólogo en la embajada cetagandana, el ghem-teniente Tabor. La verdad es que tardé un par de minutos en darme cuenta de qué hacía allí. Actuaba como refuerzo en el perímetro exterior para los expertos enviados por el cuartel general. Lo mismo que habría hecho yo de no estar —Galeni hizo una mueca— confinado en mis habitaciones.

»No se alegró de verme —continuó—. No imaginaba qué hacía yo allí. Ambos fingimos contemplar la luna, mientras yo miraba el equipo que había metido en su vehículo de tierra. Puede que me creyera; creo que pensó que estaba borracho o drogado. —Miles se abstuvo amablemente de observar: «Comprendo por qué.»—. Pero entonces empezó a recibir señales de su equipo y tuvo que deshacerse rápidamente de mí. Me disparó con un aturdidor, lo esquivé… no me dio de lleno, pero me tumbé fingiendo estar más tocado de lo que estaba y escuché su conversación con el escuadrón de la torre mientras esperaba una oportunidad de invertir la situación.

»Recuperaba la sensibilidad de la parte izquierda del cuerpo cuando apareció su amigo azul. Su llegada distrajo a Tabor, y salté sobre ambos.

Miles alzó las cejas.

—¿Cómo demonios consiguió hacer eso?

Galeni flexionó las manos mientras hablaba.

—No lo sé del todo —admitió—. Recuerdo haberlos golpeado… —miró a Mark—. Fue agradable tener un enemigo claramente definido para variar.

Miles supuso que había descargado sobre ellos todas las tensiones acumuladas durante la última semana y en esa enloquecida noche. Miles ya había sido testigo de arrebatos de salvajismo.

—¿Siguen vivos?

—Oh, sí.

Miles decidió que lo creería cuando tuviera la oportunidad de comprobarlo con sus propios ojos. La sonrisa de Galeni era alarmante, con aquellos dientes enormes brillando en la oscuridad.

—Su coche —dijo Ivan impaciente.

—Su coche —coincidió Miles—. ¿Sigue allí? ¿Podemos llegar a él?

—Tal vez —respondió Galeni—. Ahora hay al menos una patrulla de la policía en los túneles. Los he oído.

—Tendremos que correr el riesgo.

—Para ti es fácil decirlo —se quejó Mark rencoroso—. Tienes inmunidad diplomática.

Miles lo miró, resistiendo una inspiración salvaje. Con un dedo acarició el bolsillo interno de su chaqueta gris.

—Mark —susurró—, ¿qué te parecería ganar esa nota de crédito de cien mil dólares betanos?

—No hay ninguna nota de crédito.

—Eso es lo que dijo Ser Galen. Podrías reflexionar sobre en qué otras cosas se ha equivocado esta noche —Miles alzó la cabeza para comprobar qué efecto tenía sobre Galeni la mención del nombre de su padre. Un efecto tranquilizador, al parecer; parte de la expresión reservada y abstraída regresó a sus ojos—. Capitán Galeni. ¿Están conscientes esos dos cetagandanos, o se les puede hacer recuperar el sentido?

—Al menos uno lo está. Tal vez ambos. ¿Por qué?

—Testigos. Dos testigos. Ideal.

—Pensaba que toda la gracia de escapar en vez de rendirnos era evitar los testigos —se quejó Ivan.

—Creo que será mejor que yo sea el almirante Naismith —le ignoró Miles—. No es por ofender, Mark, pero no se te da bien el acento betano. No rematas las erres finales con la suficiente dureza. Además, has practicado más a lord Vorkosigan.

Galeni alzó las cejas cuando captó la idea. Asintió pensativo, aunque su rostro, cuando se volvió a mirar a Mark, fue lo suficientemente críptico para que el clon diera un respingo.

—Muy bien. Nos debe esa cooperación, creo. —Y añadió, en voz aún más baja—: Me la debe.

Aquél no era el momento para señalar cuánto le debía Galeni a Mark a cambio, aunque una breve mirada a los ojos convenció a Miles de que Galeni, al menos, era perfectamente consciente del flujo biunívoco de esa sombría deuda. Pero Galeni no desperdiciaría esta oportunidad.

Seguro de su alianza, el almirante Naismith dijo:

—Al túnel, pues. Guíenos, capitán.

Cuando salieron del tubo elevador del paso de peatones subterráneo vieron el vehículo de tierra cetagandano aparcado en una zona de sombras, bajo un árbol, a unos cuantos metros a su izquierda. Seguía sin haber vigilancia policial en esta zona; Galeni les había informado de la presencia de una pareja en la zona del parque, aunque no se habían arriesgado a volver a comprobar ese hecho. Deslizarse por los túneles ya había sido bastante peligroso, y habían esquivado por los pelos a unos artificieros de la policía.

El gran platanar ocultaba el vehículo de la mayoría de las tiendas (cerradas a esta hora) y apartamentos que ocupaban el otro lado de la estrecha calle. Miles esperaba que ningún insomne asomado a una ventana hubiera sido testigo del encuentro de Galeni. La autopista que se alzaba por encima y por detrás de ellos estaba protegida por un muro. Miles seguía sintiéndose al descubierto.

El vehículo de tierra no llevaba ninguna identificación de la embajada, ni tenía otros rasgos característicos que llamaran la atención; neutro, ni viejo ni nuevo, un poco sucio. Decididamente, operaciones encubiertas. Miles alzó las cejas y silbó débilmente al ver las muescas recientes del costado, aproximadamente del tamaño de un hombre, y la sangre que manchaba el pavimento. Con la oscuridad, afortunadamente, el color rojo no destacaba demasiado.

—¿No fue un poco ruidoso? —le preguntó a Galeni, señalando los golpes.

—¿Mm? En realidad no. Golpes secos. Ninguno gritó.

Galeni, tras echar una rápida ojeada arriba y abajo de la calle y hacer una pausa para que un coche solitario pasara de largo, alzó la burbuja de espejo.

Había dos formas acurrucadas en el asiento trasero, atadas con su propio equipo. El teniente Tabor, de civil, parpadeó amordazado. El hombre con la cara pintada de azul estaba desplomado junto a él. Miles comprobó su estado alzándole un párpado y descubrió que seguía inconsciente. Rebuscó en la guantera un equipo médico. Mark se sentó junto a Tabor y Galeni emparedó a sus prisioneros desde el otro lado. A un toque de Ivan, la burbuja se cerró con un suspiro, cubriéndolos a todos. Siete eran multitud.