¿Y por qué no a ella?
No. No, lo que hacía falta era humildad, allí en presencia de Nuestra Señora. Humildad, siguiendo su gran ejemplo.
Pero …
Pero con todo, ¿tenía tan poco sentido que la Virgen María se presentara a Mary Vaughan? Mary iba a viajar a otro mundo, a un mundo que no conocía a Dios Padre, un mundo que ignoraba a Jesús Hijo, un mundo que nunca había sido tocado por el Espíritu Santo.
¡Naturalmente, María de Nazareth se interesaría por alguien que iba a hacer una cosa así!
La pura y simple presencia se movía ahora a su izquierda. No caminaba, sino que flotaba, sin llegar a tocar nunca la tierra.
No. No, no había tierra ninguna. Estaba en el sótano de un edificio. No había tierra.
¡Estaba en un laboratorio!
y la estimulación magnética transcraneal estaba manipulando su mente.
Mary volvió a cerrar los ojos, con fuerza, pero no le sirvió de nada. La presencia seguía allí, todavía perceptible.
La maravillosa, maravillosa presencia …
Mary Vaughan abrió la boca para hablarle a la Bendita Virgen y … Y, de repente, desapareció.
Pero Mary se sentía jubilosa como no se sentía desde su Primera Comunión, cuando, por primera y única vez en su vida, sintió el espíritu de Cristo entrar en ella.
—¿Bien? —dijo una voz femenina.
Mary la ignoró, una intrusión desagradable e indeseada en su arrebato. Quería saborear el momento, aferrarse a él… mientras se disipaba, como un sueño que se esforzaba por transferir a la conciencia antes de que se perdiera …
—Mare —dijo otra voz, más grave—, ¿estás bien?
Ella conocía esa voz, una voz que había ansiado oír de nuevo, pero en aquel preciso momento, mientras pudiera hacer que durara, no quería nada mas que silencio.
Pero la sensación se perdía rápidamente. y después de unos cuantos segundos más, la puerta de la cámara se abrió, y la luz (fluorescente, dura, artificial) se coló desde el exterior. Verónica Shannon entró, seguida de Ponter. La joven le quitó a Mary el casco de la cabeza.
Ponter se acercó y alzó un pulgar corto y ancho, y secó con él la mejilla de Mary. Luego apartó la mano y le mostró el pulgar húmedo.
—¿Estás bien? —repitió.
Mary no se había dado cuenta de las lágrimas hasta ahora.
—Estoy bien —dijo. Y entonces, comprendiendo que «bien» no se acercaba siquiera a cómo se sentía, añadió—: Estoy magníficamente.
—Las lágrimas … ¿Has experimentado … algo? Mary asintió.
—¿Qué? —preguntó Ponter.
Mary inspiró profundamente y miró a Verónica. Por muy bien que le cayera la joven, Mary no quería compartir lo que había sucedido con una pragmática, una atea, que lo consideraría sólo el resultado de la actividad reprimida en su lóbulo parietal.
—Yo … —empezó Mary; tragó saliva y lo intentó de nuevo—. Este aparato es notable, Verónica.
Verónica sonrió de oreja a oreja.
—¿Verdad que sí? —Se volvió hacia Ponter—. ¿Está dispuesto a probarlo?
—Por supuesto. Si puedo conseguir comprender lo que Mary siente …
Verónica le ofreció el casco, e inmediatamente se dio cuenta de que había un problema: estaba diseñado para una cabeza Homo sapiens, redondeada, sin arco ciliar prominente, una cabeza, por decirlo claramente, que albergaba un cerebro más pequeño.
—Parece que va a caberle justo —dijo Verónica.
—Déjeme intentarlo.
Ponter tomó el casco, lo volvió de un lado a otro y miró en su interior, calibrando su capacidad.
—Tal vez si piensas con humildad —dijo Hak, el Acompañante de Ponter, a través de su altavoz externo. Ponter miró su antebrazo con el ceño fruncido, pero Mary se echó a reír. La idea de tozudez al parecer cruzaba la frontera entre las especies.
Finalmente, Ponter decidió hacer el intento. Enderezó el casco y se lo puso en la cabeza con un respingo. Le quedaba pequeño, pero estaba forrado por dentro y, con un último empujón, consiguió que la gomaespuma se contrajera lo suficiente para albergar su moño occipital.
Verónica se plantó delante de Ponter, observándolo como uno de los ópticos de Lens Crafter cuando calibran unas gafas nuevas, y luego ajustó levemente la orientación del casco.
—Muy bien —dijo por fin—. Como le dije a Mary, esto no le dolerá, y si quiere que lo detenga no tiene más que decido.
Ponter asintió, pero dio un respingo otra vez al hacerla: la parte trasera del casco se le clavaba en los gruesos músculos del cuello.
Verónica se volvió hacia el equipo. Frunció el ceño ante la pantalla de un osciloscopio y ajustó un dial que había debajo.
—Hay algún tipo de interferencia.
Ponter pareció momentáneamente desconcertado.
—Ah, los implantes de mi oído. Permiten que mi Acompañante se comunique en silencio conmigo, cuando es necesario.
—¿Puede desconectarlos?
—Sí —respondió Ponter. Abrió la placa de su Acompañante e hizo un ajuste a los controles.
Verónica asintió.
—Eso era: la interferencia ha desaparecido. —Miró a Ponter y sonrió para darle ánimos—. Muy bien, Ponter. Siéntese.
Mary se apartó y Ponter se sentó en el sillón acolchado, dándole la espalda.
Verónica salió de la cámara y le indicó a Mary que la siguiera.
La gruesa puerta era de acero y tuvo que esforzarse para cerrarla. Mary advirtió que alguien había colocado en ella un carteclass="underline" «Armario de Verónica.» Una vez cerrada, se acercó a un ordenador y empezó a manejar el ratón y a pulsar teclas. Mary observó, fascinada, y al cabo de unos instantes preguntó:
—¿Bien? ¿Está experimentando algo? Verónica se encogió levemente de hombros.
—No podemos saberlo, a menos que él lo diga. Señaló uno de los altavoces conectados al ordenador—. Su micrófono está abierto.
Mary miró hacia la puerta cerrada de la cámara. Una parte de ella esperaba que Ponter experimentara exactamente lo que ella había visto. Aunque fuera a considerarlo una ilusión (y sin duda lo haría), al menos podría comprender qué le había sucedido allí dentro, y qué le sucedía a tantísima gente que había sentido la presencia de algo sagrado a lo largo de la historia del Homo sapiens.
Por supuesto, podía estar experimentando una presencia extraterrestre. Era curioso: Ponter y ella habían hablado de muchas cosas, pero nunca acerca de si él creía o no en alienígenas. Tal vez para Ponter, para los neanderthales, la idea de vida en otros mundos era tan tonta como la idea de la existencia de Dios. Después de todo, había una completa ausencia de pruebas de vida extraterrestre, al menos en la versión de Mary de la realidad. El pueblo de Ponter diría, por tanto, que creer en esos seres era otro ridículo acto de fe …
Mary continuó mirando la puerta sellada. Sin duda la religión era algo más que un truco neural, un autoengaño microeléctrico. Sin duda …
—Muy bien —dijo Verónica—. Voy a desconectar la corriente. Se acercó a la puerta de acero y consiguió abrirla.
— Ya puede salir.
Lo primero que hizo Ponter fue quitarse el ajustadísimo casco.
Se llevó las manazas a ambos lados de la cabeza y dio un fuerte tirón. El aparato salió y se lo tendió a Verónica; y luego se puso a frotarse la frente, como intentando reactivar la circulación.
—¿Bien? —preguntó Mary cuando no pudo esperar más. Ponter abrió la placa de Hak y ajustó algunos controles, sin duda para conectar los implantes de su oído.
—¿Bien? —repitió Mary.
Ponter sacudió la cabeza, y durante un segundo Mary esperó que fuera un intento más para reactivar la circulación.
—Nada —dijo.
A Mary le sorprendió cuánto la deprimía aquella simple palabra.
—¿Nada? —repitió Verónica, quien, por su parte, parecía encantada con el anuncio—. ¿Está seguro?