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—Me alegro de volver a casa —dijo Ponter—. ¡De vuelta a un aire que pueda respirar!

Mary sabía que no se refería al opresivo aire de la mina, sino al hecho de que anhelaba regresar a un mundo que no quemaba combustibles fósiles, cuyo olor asaltaba su enorme nariz en la mayoría de los sitios a los que iba, aunque la casa de Reuben, en el campo, había resultado, según dijo, bastante tolerable.

Mary recordó la sintonía de uno de sus programas de televisión favoritos: «Yo soy feliz en el edén, el campo a mí me sienta bien … »

Esperaba encajar mejor en el mundo de Ponter que el personaje de Lisa Douglas en Hooterville. Pero no se trataba sólo de cambiar el bullicio y el clamor de un mundo de seis mil millones de almas por otro mundo donde sólo había ciento ochenta y cinco millones… de personas; no se podía usar el término «almas» cuando una se refería a los barasts, ya que no creían tener ninguna.

El día antes de salir de Rochester, habían entrevistado a Ponter en la radio; los neanderthales estaban muy solicitados allá donde fueran. Mary había escuchado con interés mientras Bob Smith hacía preguntas a Ponter sobre las creencias neanderthales en la emisora local de la PBS, la WXXI. Smith había dedicado un buen rato a la práctica neanderthal de esterilizar a los criminales. Mientras recorrían el largo túnel terroso, el tema de la entrevista salió de nuevo a colación.

—Sí —dijo Mary, en respuesta a la pregunta de Ponter—, estuviste bien, pero …

—¿Pero qué?

—Bueno, esas cosas que dijiste … sobre esterilizar a la gente. Yo…

—¿Sí?

—Lo siento, Ponter, pero no puedo aprobado.

Ponter se la quedó mirando. Llevaba un casco naranja especial que la mina de níquel había fabricado para él, de modo que su forma encajara en una cabeza neanderthal.

—¿Por qué no?

—Es… es inhumano. y supongo que empleo la palabra con segundas. No es adecuado que lo hagan los seres humanos.

Ponter guardó silencio durante un rato, contemplando las paredes de la galería, que estaban cubiertas de malla de alambre para impedir desplomes de rocas.

—Sé que hay muchos en esta versión de la Tierra que no creen en la evolución —dijo por fin—, pero los que creen deben comprender que la evolución humana se ha… detenido. Desde que las técnicas médicas permiten que casi cualquier humano viva hasta la edad reproductiva, ya no hay… no hay… no estoy seguro de cuál es la frase que empleáis.

—«Selección natural» —dijo Mary—. Claro, eso lo entiendo; sin la supervivencia selectiva de los genes, no puede haber evolución.

—Exactamente. Y sin embargo la evolución nos hizo lo que somos, convirtiendo las cuatro formas de vida básica originales en las complejas y diversas variedades actuales.

Mary miró a Ponter.

—¿Las cuatro formas de vida originales?

Él parpadeó.

—Sí, claro.

—¿Qué cuatro? —dijo Mary, pensando que tal vez había detectado por fin un atisbo de creacionismo desde el punto de vista del mundo de Ponter. ¿Podrían ser Neander-Adán, Neander-Eva, el hombre-compañero de Neander-Adán y la mujer-compañera de Neander-Eva?

—Las plantas, animales, hongos y … y no sé cómo se llama, ese tipo que incluye los hongos mucosos y algunas algas.

—Protistas o protoctistas, dependiendo de a quién se lo preguntes.

—Sí. Bueno, cada uno surgió por separado del mundo prebiológico primordial.

—¿Tenéis prueba de ello? —dijo Mary—. Nosotros sostenemos que la vida emergió una vez en este mundo, hace unos cuatro mil millones de años.

—Pero los cuatro tipos de vida son tan diferentes… —Ponter se encogió de hombros—. Bueno, tú eres la experta en genética, no yo.

El objetivo de este viaje es que conozcas a nuestros entendidos en esos asuntos, así que puedes preguntarle a alguno. Uno de vosotros (no sé cuál) tiene mucho que aprender del otro.

Mary nunca dejaba de sorprenderse de cómo la ciencia neanderthal y su propia rama de la materia diferían en cosas tan fundamentales. Pero no quería perder de vista el asunto más importante …

El asunto más importante. Era interesante, pensó Mary, que considerara un tema moral más importante que una verdad científica básica.

—Estábamos hablando del fin de la evolución. Tú decías que vuestra especie continúa evolucionando porque descarta conscientemente vuestros malos genes.

—«¿Descarta?» —repitió Ponter, frunciendo el ceño—. Ah … una metáfora del juego. Creo que entiendo. Sí, tienes razón. Seguimos mejorando nuestro poso genético deshaciéndonos de las tendencias indeseables.

Mary pasó por encima de un gran charco de barro.

—Casi podría aceptar eso… pero lo hacéis esterilizando no sólo a los criminales, sino también a sus parientes cercanos.

—Naturalmente. De lo contrario, los genes podrían persistir.

Mary negó con la cabeza.

—Y yo no puedo tolerarlo.

—¿Por qué no?

—Porque… porque está mal. Los individuos tienen derechos.

—Claro que los tienen —dijo Ponter—, pero las especies también. Nosotros protegemos y mejoramos la especie barast.

Mary trató de no estremecerse, pero Ponter debió darse cuenta de todas formas.

—Reaccionas negativamente a lo que acabo de decir.

—Bueno, es que con bastante frecuencia en nuestro pasado se ha defendido lo mismo. En los años cuarenta, Adolfo Hitler se dispuso a purgar de judíos nuestro poso genético.

Ponter ladeó ligeramente la cabeza, quizás escuchando a Hak recordarle a través de los implantes de su oído quiénes eran los judíos. Mary imaginó al pequeño ordenador diciendo: «Ya sabes, los que no fueron lo bastante crédulos para tragarse la historia de Jesús.»

—¿Por qué quiso hacer eso? —preguntó.

—Porque odiaba a los judíos, pura y sencillamente —respondió Mary—. ¿No lo ves? Darle a alguien el poder para decidir quién vive y quién muere, o quién se reproduce y quién no, es jugar a ser Dios.

—«Jugar a ser Dios» —repitió Ponter, como si la frase fuera atractivamente extraña—. Obviamente, esa idea nunca se nos habría ocurrido a nosotros.

—Pero el potencial para la corrupción, para la injusticia… Ponter extendió los brazos.

—Y sin embargo vosotros matáis a ciertos criminales.

—Nosotros no —dijo Mary—. Quiero decir, los canadienses no. Pero los estadounidenses lo hacen, en algunos estados.

—Eso me han dicho. Y, aún más, he descubierto que hay un componente racial en eso. —Miró a Mary—. Vuestras diversas razas me intrigan, ¿sabes? Mi pueblo está adaptado al norte, así que tendemos a quedamos aproximadamente en las mismas latitudes, y supongo que por eso todos somos bastante parecidos. ¿Tengo razón al entender que la piel más oscura es una adaptación a climas más ecuatoriales?

Mary asintió.

—Y los… ¿cómo los llamáis? Los ojos de los que son como Paul Kiriyama.

Mary tardó un momento en recordar quién era Paul Kiriyama: el estudiante que con Louise Benoit salvó a Ponter de ahogarse en el tanque de agua pesada del Observatorio de Neutrinos de Sudbury. Necesitó otro momento para recordar el nombre de aquello a lo que se refería Ponter.

—¿Te refieres a la piel que cubre parte de los ojos asiáticos? Pliegues epicánticos.

—Sí. Pliegues epicánticos. Supongo que son para proteger los ojos del resplandor del sol, pero mi gente tiene arcos ciliares que consiguen lo mismo, así que, claro, es otra tendencia que nunca llegamos a desarrollar.