A pesar de todo, era incuestionable que Ponter estaba reflexionando sobre algo.
Mary salió de la bañera, se secó y, todavía desnuda, cruzó la habitación y se sentó en el ancho brazo de la silla.
—Un penique por tus pensamientos —dijo. Ponter frunció el ceño.
—Dudo que valgan tanto.
Mary sonrió y acarició su musculoso brazo.
—Estás molesto por algo.
—¿Molesto? —dijo Ponter, saboreando la palabra—. No. No, no es eso. Simplemente, me estaba preguntando una cosa.
Mary rodeó con el brazo los anchos hombros de Ponter.
—¿Algo que tiene que ver conmigo?
—En parte, sí.
—Ponter, decidimos intentar que esta … esta relación nuestra funcione. Pero el único modo de conseguido es comunicándonos.
Ponter parecía claramente aprensivo, pensó Mary, y su cara reflejaba pesadumbre. ¿Crees que no lo sé?, parecía decir.
—¿Bien? —dijo Mary.
—¿Te acuerdas de Verónica Shannon?
—Claro. La mujer de la Laurentian.
La mujer que había hecho que Mary Vaughan viera a la Virgen María.
—Hay una … una consecuencia de su trabajo —dijo Ponter—. Ha identificado las estructuras del cerebro del Homo sapiens responsables de los impulsos religiosos.
Mary inspiró profundamente. Desde luego no acababa de gustarle aquella idea, pero como científica no podía ignorar lo que Verónica había al parecer demostrado.
—Supongo —dijo, soltando el aire que había inspirado.
—Bueno, si sabemos lo que causa la religión, entonces …
—¿Entonces qué?
—Entonces tal vez podríamos curarla.
Mary sintió que el corazón le daba un vuelco y pensó que iba a caerse del brazo de la silla.
—Curarla —repitió, como si oír la palabra con su propia voz pudiera, de algún modo, hacerla más digerible—. Ponter, no se puede curar la religión. No es una enfermedad.
Ponter no dijo nada, pero la miró. Mary vio que su ceja subía por su frente: ¿No?
Mary decidió hablar antes de que Ponter llenara el vacío con más cosas que no quería oír.
—Ponter, forma parte de mí.
—Pero es la causa de muchos males en tu mundo.
—Y de mucha grandeza también.
Ponter ladeó la cabeza y la giró para que ella pudiera mirarlo.
—Me has pedido que hablara. Me contentaba con mantener esos pensamientos en privado.
Mary frunció el ceño. Si él los hubiera ocultado completamente, ella nunca le habría preguntado qué iba mal.
—Debería ser posible determinar qué mutación causó esto en los gliksins —continuó Ponter.
Mutación. La religión como mutación. Santo cielo.
—¿Cómo sabes que es mi pueblo el que ha mutado? Tal vez el nuestro es el estado normal y vosotros sois los mutantes.
Pero Ponter se limitó a encogerse de hombros. —Tal vez. Si es así, no sería …
Pero Mary terminó por él la frase, sin ocultar su amargura.
—No sería la única mejora desde que neanderthalensis y sapiens se dividieron.
—Mare … —dijo Ponter amablemente. Pero Mary no iba a dejado pasar.
—¡Ves! ¡No tenéis la gama de sonidos vocálicos que tenemos nosotros. Somos más avanzados.
Ponter abrió la boca para protestar, pero luego la cerró, sin dar voz a sus pensamientos. Pero Mary sabía que tenía la respuesta perfecta a su comentario sobre la gama de sonidos vocílicos: los gliksins podían atragantarse y morir mientras bebían, los neanderthales no.
—Lo siento —dijo Mary. Se pasó a la silla de Ponter, sentándose ahora en su regazo, y rodeando sus hombros—. Lo siento mucho. Por favor, perdóname.
—Desde luego.
—Es que me resulta una idea difícil. Sin duda podrás comprenderlo. La religión como mutación accidental. La religión como detrimento. Mis creencias una mera respuesta biológica, sin ningún fundamento en una realidad superior.
—No puedo decir que lo comprenda. Nunca he creído en nada que demuestre lo contrario. Pero …
—¿Pero?
Ponter volvió a guardar silencio, y Mary se agitó en su regazo, echándose un poco hacía atrás para estudiar su rostro ancho, barbudo y redondo. Había tanta inteligencia en sus ojos dorados, tanta amabilidad.
—Ponter, lamento haber reaccionado de esta manera. Lo último que quiero es que te calles … que te sientas intimidado para hablarme a las claras. Por favor, dime qué ibas a decir.
Ponter inspiró profundamente, y cuando lo hizo, fue suficiente para que Mary sintiera una leve brisa.
—¿Recuerdas que te dije que había visto a un escultor de personalidad?
Mary asintió, cortante.
—Por mi violación. Sí.
—Ésa fue la principal causa de mis visitas al escultor, pero otras … otras cosas, otros asuntos … —Nosotros los llamamos temas.
—Ah. Resultó que yo tenía otros temas que resolver.
—¿Y?
Ponter se agitó en la silla, moviendo consigo sin dificultad a Mary.
—El escultor de personalidad se llama Jurard Selgan —dijo. Algo irrelevante, para ganar tiempo mientras ordenaba sus pensamientos—. Selgan tenía una hipótesis sobre …
—¿Si?
Ponter se encogió levemente de hombros.
—Sobre mi atracción por ti.
A Mary la espalda se le envaró. Ya era bastante malo ser aparentemente la causa de los problemas de Ponter … pero ser objeto de las teorías de alguien a quien no había visto nunca! Su voz fue pleistocénica en su frialdad.
—¿Y cuál era su hipótesis?
—Sabes que Klast, mi mujer-compañera, murió de cáncer de la sangre.
Mary asintió.
—Y ella ya no existe. Completa y totalmente carece de existencia.
—Como aquellos a quienes se recuerda en el muro de los veteranas de Vietnam-dijo Mary, recordando su viaje a Washington y el argumento que Ponter había defendido tan vigorosamente allí.
—¡Exactamente! —dijo Ponter—. ¡Exactamente!
Mary asintió, las piezas empezaban a encajar.
—Te inquietó que la gente del muro de Vietnam encontrara consuelo en la idea de que sus seres amados pudieran existir todavía de alguna forma.
—Ka. dijo Ponter en voz baja; Christine no se molestaba en traducir la palabra neandertal para «sí» si eso era todo lo que decía un barast.
Mary volvió a asentir.
—Tenías … tenías celos de ellos, del consuelo que sentían, a pesar de su trágica pérdida. El consuelo que se te negaba por no creer en el cielo ni en otra vida.
—Ka. —repitió Ponter. Pero, después de una larga pausa, continuó, mientras Christine traducía—. Pero Selgan y yo no hablamos de mi visita a Washington.
—¿Entonces qué?
—El sugirió que … que mi atracción por ti …
—¿Sí?
Ponter alzó la cabeza y miró al techo con su mural pintado.
—Antes he dicho que nunca había creído en nada que demuestre lo contrario. Lo mismo podría decirse de creer en cosas de las que no hay ninguna prueba. Pero Selgan sugirió que tal vez yo te creí cuando dijiste que tenías un alma, cuando dijiste que seguirías existiendo en alguna forma, incluso después de la muerte.