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—No lo conoces —dijo Mary.

—Eso ya lo has dicho. Pero me gustaría saber cómo se llama.

Mary cerró los ojos. Ingenuamente, había esperado evitar aquel tema, pero naturalmente tenía que surgir tarde o temprano. Se sirvió la ensalada, tomándose su tiempo, y luego, mirando el plato, incapaz de enfrentarse a los ojos de Colm, susurró:

—Ponter Boddit.

Oyó cómo el tenedor de Colm chocaba contra su plato cuando lo soltó bruscamente.

—Oh, Cristo, Mary. ¿El neanderthal?

Mary Saltó en defensa de Ponter, un reflejo que deseó inmediatamente haber podido reprimir.

—Es un buen hombre, Colm. Amable, inteligente, cariñoso.

—¿Y cómo va eso? —preguntó Colm, su tono no tan burlón como sus palabras—. ¿Vuelves a jugar a los nombres musicales? ¿Cómo va a ser esta vez, Mary Boddit? ¿Y vas a vivir aquí, o estableceréis los dos casa en su mundo, y…?

—De repente, Colm guardó silencio, y alzó las cejas—. No … no, no podéis hacer eso, ¿verdad? He leído algunos de los artículos en los periódicos. Los varones y las hembras no viven juntos en su mundo. Dios, Mary, ¿qué extraña crisis de los cuarenta es ésta?

Las respuestas lucharon dentro de la cabeza de Mary. Sólo tenía treinta y nueve años, por el amor de Dios, quizá fuera una cuarentona matemáticamente, pero desde luego no desde un punto de vista emocional. Y había sido Colm, no ella, quien se había buscado a otra persona cuando dejaron de vivir juntos, aunque su relación con Lynda hubiese terminado hacía más de un año. Mary volvió a la coletilla que tanto había utilizado durante su matrimonio:

—No lo comprendes.

—Pues claro que no lo comprendo —dijo Colm, claramente luchando por mantener la voz baja para que los otros pocos clientes del restaurante no pudieran oírlo. Esto es… esto es repugnante. Ni siquiera es humano.

—Sí que lo es —respondió Mary con firmeza.

—Vi ese reportaje en la CTV sobre tu gran descubrimiento. Los neanderthales ni siquiera tienen el mismo número de cromosomas que nosotros.

—Eso no importa.

— Y una mierda que no. Puede que yo no sea más que profesor de lengua, pero sé que eso significa que son una especie distinta a la nuestra. Y sé que eso significa también que tú y él no podéis tener hijos.

«Hijos», pensó Mary, con el corazón latiéndole con fuerza. Cierto, de joven quería ser madre. Pero cuando terminó los estudios, y ella y Colm finalmente empezaron a ganar un poco de dinero, el matrimonio había empezado a tambalearse. Mary había hecho unas cuantas locuras en su vida, pero al menos había sido consciente de que no era conveniente traer una criatura al mundo para intentar resolver una relación problemática.

y ahora los cuarenta se acercaban. Cristo, le llegaría la menopausia antes de darse cuenta. Y además, Ponter ya tenía dos hijas propias.

Sin embargo …

Sin embargo hasta aquel momento, hasta que Colm lo recalcó, Mary ni siquiera había pensado en tener un hijo con Ponter. Pero lo que Colm decía era cierto. Romeo y Julieta eran simplemente Montesco y Capuleto; las barreras entre ellos no eran nada comparadas con las que había entre Boddit y Vaughan, neanderthal y gliksin. ¡Destinos distintos, en efecto! Ponter y Mary estaban separados por universos, por líneas temporales.

—No hemos hablado de tener hijos —dijo Mary—. Ponter tiene ya dos hijas… de hecho, dentro de dos años, será abuelo.

Mary vio que Colm entornaba sus ojos grises, quizá preguntándose cómo podía predecir nadie una cosa semejante.

—Se supone que los matrimonios deben tener hijos.

Mary cerró los ojos. Ella había insistido en que esperaran hasta terminar su licenciatura; ése había sido el motivo por el que había tomado la píldora, y al diablo con la prohibición del Papa. Colm nunca había comprendido realmente que ella necesitaba esperar, que sus estudios se hubiesen resentido de haber sido madre y estudiante de postgrado simultáneamente. Lo conocía lo bastante bien, incluso en aquella primera etapa de su matrimonio, para saber que la carga de criar a un hijo hubiese recaído sobre ella.

—Los matrimonios neanderthales no son como los nuestros. Pero eso no satisfizo a Colm.

—Claro quieres casarte con él. No necesitarías divorciarte de mi, si no.

Pero luego se suavizó, y durante un instante Mary recordó por qué se había sentido atraída por Colm al principio.

—Debes amarlo mucho para enfrentarte a la excomunión sólo por estar con él-dijo.

—Así es —respondió Mary, y entonces, como si esas dos palabras hubieran sido un lejano eco de su ahora lejano pasado, reformuló la frase—: Sí, le quiero mucho.

La camarera llegó con los platos. Mary miró su pescado, posiblemente la última comida que compartiría con el hombre que había sido su marido. Y de repente descubrió que queda conceder al menos algo de felicidad a Colm. Había querido permanecer firme en su deseo de obtener el divorcio, pero él tenía razón: eso significaría la excomunión.

—Accederé a una anulación, si eso es lo que quieres.

—Sí —dijo Colm—. Gracias.

Un momento después, se dedicó a su filete.

—Supongo que no tiene sentido retrasar las cosas. Bien podemos ponerlo ya todo en marcha. —Gracias.

—Sólo tengo una petición.

El corazón de Mary latía con fuerza. —¿Cuál?

—Dile a él… dile a Ponter, que no todo fue culpa mía. Dile que era… que soy una buena persona.

Mary extendió el brazo e hizo lo que había creído que Colm iba a hacer antes: le tocó la mano.

—Con mucho gusto.

4

Déjenme empezar advirtiendo que no se trata de nosotros contra ellos. No se trata de quién es mejor, el Homo sapiens o el Horno neanderthalensis. No se trata de quién es más inteligente, gliksin o barast. Más bien, se trata de descubrir nuestras propias fuerzas y nuestra mejor naturaleza, y hacer las cosas de las que podamos estar más orgullosos…

En cuanto terminó de almorzar con Colm, Mary recogió a Ponter en su apartamento de Richmond Hill. Él se había estado entreteniendo con la reposición de un viejo episodio de Star Trek en el canal Space. Para Ponter todos eran nuevos, naturalmente, pero Mary reconoció el episodio de inmediato, el histriónico clásico… Que éste sea el último campo de batalla», con Frank Gorshin y Lou Antonio comiéndose la pantalla con sus caras maquilladas mitad de blanco y mitad de negro.

Se dirigieron en el coche de Mary a casa de Reuben Montego: un viaje de cinco horas; llegarían justo a tiempo para cenar.

En la autovía 400 Mary tocó el claxon y saludó. El Ford Explorer negro de Louise, matrícula D20 (la fórmula del agua pesada), acababa de adelantarlos. Louise saludó por el retrovisor y aceleró. —Creo que está sobrepasando el límite de velocidad impuesto a estos vehículos —dijo Ponter.

Mary asintió.

—Pero apuesto a que sabe como librarse de las multas.

Pasaron las horas y los kilómetros fueron quedando atrás. Shania Twain y Martina McBride fueron sustituidas primero por Faith Hill y luego por Susan Aglukark.

—Tal vez no soy la persona más indicada para hablar de catolicismo —dijo Mary, en respuesta a un comentario de Ponter—. Tal vez debería presentarte al padre Caldicot.